La embajada de Francia en Venezuela organiza un certamen literario llamado «Unidos por el talento», el ganador de la última edición del mismo ha sido Jacobo Villalobos, con este cuento que ha decidido compartir con los lectores de penúltiMa a lo largo y ancho del mundo hispanohablante. Un placer tenerlo por aquí.

 

“La desgracia es una prueba de existencia”.
Thomas Bernhard.
A Morela Cañas

 

En 1884, los familiares de los tuberculosos llamaban a Cristóbal Rojas y a Emilio Boggio para que retrataran a los enfermos. Los cuadros de ambos se habían hecho famosos en París porque, según decían, eran creaciones que capturaban el aura de los paisajes. No se trataban de obras que reproducían con exactitud las situaciones pintadas, sino que sus trazos revivían la atmósfera de la escena, como si la ataran al lienzo y la cristalizaran. Para poder sobrevivir, los dos artistas habían empezado a atender a los familiares de los agonizantes. Retrataban a los tuberculosos en sus últimos días, le enseñaban la obra terminada a sus familiares para que estos la detallaran, y, tras su muerte, quemaban los lienzos para eliminar el último rastro de aquellos ambientes tristes. Con ello, sus clientes superaban el duelo casi de inmediato, como si se borraran de sus memorias esos momentos capturados por la pintura.

La idea la había tenido Cristóbal. De joven, cuando un terremoto destruyó su hogar, hizo un bosquejo de las ruinas que había dejado el temblor. En él, congeló los colores de la tierra quemada por el sol, las casas abatidas e informes, y a sus vecinos en la indigencia. A pesar del dolor que le traía aquella visión, su madre colgó el dibujo de una pared de su nuevo hogar en Caracas. Durante el tiempo que aquella pieza estuvo allí, la mujer no comió y se lamentó a diario, perdió peso y su rostro se fue demacrando. Pasaba las horas del día viendo el lienzo o haciendo el esfuerzo por no verlo. Al final, Cristóbal decidió descolgarlo él mismo, romperlo y arrojar los restos de tela al aire. Al día siguiente, su madre despertó alivianada, cargada de un nuevo optimismo, y con un hambre inmensa.

La siguiente vez que tomó su pincel y pintó algo, fue sobre un paño pequeño. En él, retrató a su familia en la miseria y la escasez de sus días. Los pintó mientras dormían, usando tabaco como tinta. Detalló sus ojos hinchados por el llanto, y el color de la picadura sirvió para que las ojeras se viesen naturales. Esperó a que sus padres despertaran y les mostró la imagen, luego dobló la tela en varias partes y la rompió frente a ellos. Después de eso, su familia dejó de lamentarse y los siguientes días parecían estar llenos de una energía renovada.

Por eso, cuando ingresó en la Académie Julian de París, pensó que la mejor decisión era aprovechar las desgracias ajenas para prestarles un servicio a los dolientes, quienes pronto olvidaban las tristezas de la muerte.

El artista ofreció un puesto de trabajo a sus compañeros; buscaba alguien con quien compartir un trabajo que cada vez se hacía más demandante. Michelena y Sanabria se negaron, pero Boggio aceptó por su situación precaria, lo cual resultó ser lo mejor para el negocio, porque el pintor caraqueño, precisamente, “ve más allá de los colores de lo real”, según dijeron luego sus maestros.

 

Los dos artistas atendieron a más de un centenar de enfermos. Confeccionaban formas delicadas y minuciosas, de una tristeza abrumadora, que eran desaparecidas sin dejar rastro. Durante esos años, Cristóbal solo hizo públicas Naturaleza muerta con libro abierto y Orfandad, ambas de 1885; las demás, alrededor de sesenta pinturas, fueron destruidas. Sin embargo, aquel se trató de un negocio que duró poco, porque después de esa fecha, algo se quebró en la amistad de ambos y dentro del propio Rojas.

Emilio le preguntó por el momento en que había pintado Orfandad. Le dijo que era una imagen llena de amargura, porque algo raro ocurría en ella y nada se sentía en su lugar; que era la reproducción de una realidad descolocada y aterradora, y que, si se trataba del retrato de un momento que en verdad había ocurrido, lo mejor era quebrarla. Rojas respondió que no haría falta, porque todo aquello no había tenido lugar. Sin embargo, días después, Boggio se topó con la mujer retratada. La vio con la mirada baja y ensombrecida, como si algo pesara sobre ella. Entendió que su compañero había inmortalizado, trazos sobre blanco, un momento de sufrimiento.

Aunque Emilio estuvo afectado por mucho tiempo, y receloso del trabajo de su amigo, intentó ignorar todo aquello. Al menos así lo hizo, y continuó rompiendo desgracias, hasta el año siguiente. En ese momento, tras repasar los sitios donde había pintado y ver que la vida turbia en ellos aún se mantenía, descubrió que su compañero se había hecho amigo de las tristezas y que ahora guardaba para sí las piezas de los dolientes. Cristóbal había conservado El violinista enfermo, La despedida y, sobre todo, La miseria. Unas composiciones aplastantes, de colores oscuros y una lumbre que buscaba dar tonalidad, pero que, más que agregar un punto de luz, destacaba un aire frío y enrarecido, como si la atmósfera en esos lienzos tuviese un peso mayor: un peso oceánico. Boggio sujetó las telas en sus manos y contempló el rostro derrotado de La miseria. Luego miró a su amigo y le pareció que de repente se había tornado demacrado y hostil. Le dijo que no volvería a trabajar con él, porque su horizonte era limpiar las almas y no perpetuar su infierno. Rojas no lo detuvo, solo le dijo que aquellos sentimientos eran bellos y reales. Luego lo despidió con un gesto vacío de emociones.

En ese momento, en París, 1886, el camino de los dos pintores se había bifurcado definitivamente y no se volvería a enlazar.

 

Mientras que Boggio se dedicó capturar a París, desde lejos y sin enfocarse en los dolores particulares, Rojas se sumió cada vez más en las vidas de los retratados. Acostumbrado como estaba a la desgracia y la indigencia, habiendo pintado desde muy joven la muerte de su abuelo y el sufrimiento de su padre, el pintor de Caracas sintió el siguiente paso como lo más natural: empezó a convivir con los tuberculosos, a comer con ellos, a compartir en sus camas y, cuando estos dormían, él abría la ventana para dejar que el frío entrara en los pulmones de los pacientes y en los suyos. Incluso, llegó a ver cómo moribundos fallecían ante su mirada atenta, sin que eso detuviese su pincel. Pero Cristóbal no se había vuelto una persona que disfrutase del sufrimiento, solamente se había conciliado con él.

A veces, se entretenía viendo sus lienzos. Se fijaba en uno y lo recorría con la mirada, intentando memorizar todos los detalles. Luego salía de su estudio y caminaba hacia el hogar de las personas a quienes pertenecía esa pieza. Allí, se encontraba con una atmósfera de luto: las luces apagadas, telarañas en las esquinas de los cuartos, polvo sobre las mesas… Sus antiguos clientes le decían que su método no había funcionado y que sus pesares seguían ahí. Le preguntaban si ya había deshecho la pintura, pero Rojas respondía vagamente y sin dar una respuesta clara. Se despedía y regresaba a su habitación para volver a ver el cuadro y confirmar que en él estaba capturada la misma sensación de abandono que en esas casas.

Durante las fechas siguientes, el pintor disfrutó del clima húmedo y helado que lo envolvía íntimamente. Sus creaciones se habían tornado espesas… acuosas, mejor dicho. Era como si del lienzo emanara la pintura y se corriera solo un poco, y las propias situaciones retratadas se desprendieran del artista, como si fuese él quien creara la desventura. Por eso, cuando en 1887 su beca caducó y dejó de recibir un ingreso estable que le diese seguridad, él pensó que aquello era solo un impulso adicional; que ahora, estando así las cosas, próximo a la inestabilidad, sus obras llegarían a un nuevo nivel de realismo.

 

Al otro lado de la ciudad, Boggio perfilaba unos paisajes cargados de color, pero sin ninguna fuente de luz definida: para él, no era el sol, las velas o una lumbre la que iluminaba el paisaje, sino que el brillo emanaba de todas las cosas que veía. Su paleta de colores se expandió, y lo que alguien veía gris y azul, él lo pintaba violeta y amarillo. Cielo naranja, ríos rosados y aguamarina, pasto de un verde brillante. El pintor se había alejado de los enfermos, y asegurado de que había roto y quemado cualquier obra de esa fecha. Ahora pintaba distinto, porque, sin darse cuenta, no quería recordar más nada de todo aquello, y las tonalidades oscuras habían empezado a causarle malestar.

De esa época fueron Los jardines, Paisaje con puente y La maison de campagne. Esas obras, Boggio las guardó con celo y, poco a poco, se hizo con una colección numerosa que mantenía a salvo en su habitación, cuidadas de la humedad y la naturaleza. Estas solo dejaban su recámara para ser expuestas en los salones de París, donde fueron vistas, en secreto, por Cézanne, Pissarro y Renoir. Aunque nadie lo supo, en cada caso, los artistas se sintieron desbordados por las emociones, porque les parecía que en las imágenes de Boggio volaban cenitalmente por las zonas desconocidas de la ciudad, y se ataban a ella. Pissarro incluso llegó a salir de la exposición, con paso etéreo, para abrazar un poste de luz, enamorado de París, a la que en ese momento veía en tecnicolor, como si la hubiese redescubierto.

La última pintura de aquellos años, en los que Boggio vivió con calma, aunque sin demasiada estabilidad, fue Labor. Un cuadro que se exhibió durante semanas y que la gente podía ver por horas, porque en él encontraban cosas nuevas cada vez que pestañeaban, como si en verdad fuese un paisaje vivo. Incluso, quienes asistían a la exposición, sentían que una brisa se colaba en el salón, y traía el olor de un campo. Ese mismo año, se encontró con Monet y conoció a Pissarro, cuyos ojos, sin darse cuenta, se humedecieron cuando se estrecharon la mano. Después de eso, el pintor venezolano se sentía satisfecho, como si ya todo lo que debía hacer en aquel lugar del mundo estuviese realizado. Antes de partir, deambuló por las calles de París por varios días. Anduvo con lentitud y sin un rumbo claro; avanzaba deslizando las pupilas de lado a lado, como si quisiera tomar con ellas todas las formas de la ciudad. Por momentos sentía que su piel cambiaba de tonalidad y se empezaba a asemejar a la de una pared, a la de una acera o a la de unas cortinas que sobresalían por alguna venta. Sin darse cuenta, sus pasos abandonaron las calles y se adentró en los bosques, sobre las colinas y reconoció las auras de aquellos sitios como si se trataran de antiguos conocidos. Vio desde lejos los contornos de París, que se levantaban contra un fondo rosado. Se llenó los pulmones de un aire brillante, y sintió que sus pies echaban raíces en aquel sitio y que de su cabeza brotaban hojas y ramas de un cian pulido. Allí se detuvo por lo que pareció una eternidad, tras la cual deshizo su camino de regreso y, al volver, decidió emprender el viaje a Italia.

 

Ya para ese entonces, Rojas y Boggio no se hablaban. De hecho, poco sabían ya el uno del otro. Por eso, Emilio ignoró por completo que su antiguo amigo, ese mismo año que él dejaba Francia, también emprendía el viaje de regreso a Caracas, acosado por una tuberculosis que ya lo había sentenciado al fin de sus días. Durante sus últimos dos años, Cristóbal se había hecho uno con la depresión y el color azul. Ya no solo buscaba la desesperanza de los moribundos, sino que siempre estaba cerca de las tristezas cotidianas. Andaba con la mirada baja por las noches parisinas, revestido con una gabardina que le cubriese del frío, pero no lo suficiente como para calentarse, y con un lienzo en blanco en un maletín. En esos momentos, cuando pasaba junto a una ventana o escuchaba las campanas de la iglesia, algo lo llamaba y lo movía desde adentro hacia las escenas más desdichadas, que luego él capturaba en su memoria y en la de todos.

De ahí fueron La taberna, el Retrato de niña, Cabeza de mujer y El bautizo, la aterradora. Aunque, con el tiempo, sus colores se habían hecho menos sombríos, en sus cuadros había un pesado negro, que no siempre era una tintura. Parecía que en ellos los personajes estuviesen bajo agua, sofocados y aplastados. Años después se diría que aquello solo era la muestra del estado interno del artista, porque él mismo estaba ahogado por la enfermedad que lo carcomía por dentro. Después de haber estado tan cerca de los moribundos: la muerte era su enfermedad. Incluso su obra más luminosa, Dante y Beatriz a orillas del Leteo, hablaba de soledad y separación. De amores rotos.

Ya para 1890, Cristóbal había tenido que dejar de pintar con la frecuencia con la que lo hacía, porque él mismo había terminado en la miseria: acostado en su cama, en soledad y sin luz, enfrentándose a un mundo frío. Le habían dicho que regresara a Caracas, a una tierra cálida, pero él se negó, porque, ya sin disimulo, se sentía bien allí donde estaba.

La decisión de partir la tomó cuando advirtió que la humedad de su hogar empezaba a maltratar sus piezas, cuyos colores se habían tornado aún más desencajados. Solo pudo pensar en que debía preservarlas y correr cuanto antes. Así que emprendió el viaje, con el riesgo de que el traslado empeorara su situación delicada, solo con sus lienzos de compañía. De esa forma, sintió que consigo cargaba parte de su París, que nunca había dejado la ciudad ni a los moribundos de sus escenas.

En Caracas, se topó con un aire caliente y un suelo amarillo que reflejaba el destello del sol, lo que lo hacía llevar los ojos entrecerrados la mayor parte del día. Lo instalaron en una casa alejada, y lo acostaron en una cama que daba hacia una ventana por la que entraba la luz del día. Por más que intentó mantener las cortinas cerradas, quienes lo cuidaban insistían en que debía recibir algo de calor para limpiar el frío que se había asentado en sus pulmones. Sin embargo, Rojas solo empeoró, y progresivamente se fue convirtiendo en una persona huraña e inconforme, que pasaba el tiempo ignorando su entorno, dedicado solamente a pintar un cuadro enorme que mantenía en secreto. Por eso, nadie advirtió el momento en que falleció: solo cerró los ojos, curvó su boca hacia abajo y se dejó ir con un gesto de insatisfacción en su rostro.

Años después, un historiador diría que, quizá, fue el cambio de color lo que había matado a Cristóbal Rojas.

 

Boggio no se enteró de todo aquello, y cuando lo hizo fue en el momento en que estuvo frente a frente al último cuadro de Rojas: El Purgatorio, y sintió el auténtico miedo. Era una visión oscura en la que, a medida que se acercaba, podía encontrar nuevos detalles, nuevas llamas y rostros fruncidos. Rocas duras y cuerpos contorsionados. Sobre ellos, pendía un ángel inmóvil y, más allá, un cielo estrellado, pero que no se adivinaba por la violenta luz de la flama: la salvación estaba tan cerca, a pocos metros de los dolientes, pero ellos no alcanzaban a verla. Boggio pensó que aquellas personas retratadas eran todas a las que Cristóbal había dibujado en sus últimos días, y estuvo largo rato buscando entre esos rostros, esperando dar con el de su amigo: encontrar un autorretrato que sirviera como testimonio de su dolor. Pero no vio nada, solo negro. No obstante, estuvo seguro de que allí, escondido, habría un trazo secreto que dibujaba a ese hombre con quien alguna vez había pintado, y que había decidido inmortalizar el sufrimiento de la gente y el espíritu helado de París.

 

Boggio contempló El purgatorio de Rojas estando en Caracas y desde entonces sintió que algo se había sujetado a él, como un cuerpo extraño que colgaba de su espalda. Aunque intentó huir, no logró separarse de aquella presencia. Había visto el frío íntimo de la muerte como enfermedad, y este se había quedado con él. Incluso tras emprender el regreso a Francia, alejándose de la ciudad en la que yacía ese cuadro, cuando cerraba los ojos se le aparecía el enorme lienzo detrás de sus párpados y, en el fondo, como si alguien hubiese quemado la tela pintada, el autorretrato de Cristóbal. Durante los años que siguieron, se dedicó a pintar con los colores más brillantes de su paleta, como una manera de reconciliarse con las tinturas y con los paisajes que veía frente a él. Sin embargo, en cada caso, sobre la tela veía el negro pesado de El Purgatorio. Así que pintaba como si quisiera cubrirlo todo de claridad.

Aunque sus piezas seguían plasmando la vitalidad de los panoramas, al terminar, Boggio sentía que, detrás de todas esas capas de pintura, había un París al cual él le había dado la espalda y que Rojas había abrazado. Eso hizo que dentro de él hubiese un desnivel, como si su espíritu se hubiese extraviado y ya no supiese muy bien qué buscaba de los paisajes: estos se le antojaban ahora desconocidos y extraños. Empezó a dudar de su visión para ver más allá y capturar las verdaderas tonalidades de las cosas, porque había descartado el negro de su paleta y, ahora, creía ver esa tonalidad en todos lados: en las sombras de las cosas que él había percibido brillantes. Sentía era como si el fuego del purgatorio hubiese quemado el puente que lo unía al resto del mundo. Así que, estando así las cosas, desanudado de su entorno, el espíritu de Boggio se dejó ir y su aura abandonó su cuerpo.

 

Después de eso, y por casi cincuenta años, las imágenes del pintor se exhibieron en Caracas y París, hasta que, al final, casi un centenar de cuadros regresaron a su ciudad natal. Pero ya para entonces, la pintura se había maltratado y las tonalidades empezaban a opacarse; también los bordes de los lienzos estaban heridos y, poco a poco, las telas empezaron a amenazar con romperse. Progresivamente, por el daño a los colores, la sensación de inmersión violenta que causaron en un momento dejó de percibirse, como si aquellas creaciones hubiesen perdido algo especial, o, más bien, como si los lugares que aparecían en ellas fuesen los perdidos y poco a poco empezaran a desaparecer. A no decir nada.

Al final, las piezas fueron puestas en los sótanos de los museos, donde la humedad empezó a corroerlas. Mientras que el sufrimiento eterno de Cristóbal Rojas, y de sus enfermos, se mantuvo casi intacto, las imágenes de Emilio se fueron deteriorando sin que nadie lo advirtiera, hasta que escenarios enteros dejaron de reconocerse, ahuecados y carcomidos por el tiempo. Y a medida que se malograba la pintura y los colores de los cuadros se apagaban, los puentes, los campos y los ríos de aquella ciudad se oscurecían, o al menos eso le pareció a quienes habían transitado por los paisajes de Boggio. Todo el cielo parisino había perdido brillo, y había dejado de anochecer barnizado de rosa, afectado por los hongos que crecían en los sótanos de Caracas. Incluso un autorretrato, uno que recordaba al dejado por Pissarro, y en el que el artista aparecía casi sonriente y con un destello en sus ojos, empezó a ser tragado por la naturaleza, con lo que la memoria del pintor se fue convirtiendo en olvido, como si su forma fuese arrastrada, muy lejos, por el torbellino de colores hacia la indiferencia.

 

Jacobo Villalobos (Caracas, 1995) Tesista de la Escuela Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Ganador por unanimidad del XIII Concurso de Monte Ávila Editores para Obras de Autores Inéditos (2015) en la mención narrativa, por el libro “26 humillados”, publicado por esa casa editorial en el 2016. Ganador por unanimidad del premio Franco-venezolano para la Joven Vocación Literaria (2017) con el libro de relatos titulado “Intrusos”, publicado por la editorial Fundavag en 2017. Ganador del concurso Unidos por el Talento ─convocado por la Embajada de Francia en Venezuela─, en la categoría «Literatura», por la obra «Paisaje con puente» (2018). Ha participado en diversos talleres de escritura creativa y argumentación. Cuenta con colaboraciones, en narrativa y periodismo, para Revista Ojo, Sello Cultural, Digo.Palabra.TXT y Oculta Lit (España).

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La fotografía que ilustra el texto es de Francisco Ontañón y forma parte de la exposición sobre el grupo AFAL realizada en el Museo Reina Sofía dentro de la programación de PhotoEspaña 2018.