Tercera entrega de la sección Punta de lápiz donde, gracias a la generosidad de la editorial Marginalia, estamos acercando a los lectores de penúltiMa textos poco conocidos del estupendo ensayista chileno Martín Cerda, que en breve serán recogidos en un libro.

 

Por una extraña paradoxa, estos días de Carnaval me sorprenden rematando una relectura de Ortega. Se trata del volumen Meditación de Europa, publicado en 1960, entre sus “obras inéditas”, por Revista Occidente de Madrid.

Volver sobre los textos de Ortega, en sucesivas lecturas circulares, me parece, además de otras faenas, un saludable medio de higienización mental. Una especie de toilette intelectual, que lavándonos las excrecencias “ideológicas”, nos sitúa, de un momento u otro, ante las mudas realidades humanas.

El hombre actual se encuentra “entre” opiniones, usualmente contradictorias, sobre el mundo circundante. Rara vez logra perforar este muro “ideológico”, para afrontar la realidad del mundo, para, digámoslo así, comerciar presencialmente con las cosas. De ahí el grito batallón de Husserl: ¡a las cosas!

De ahí también Ortega.

“Yo sólo ofrezco –afirmó prospectivamente en su primer libro, Meditaciones del Quijote- modi res considerandi, posibles maneras nuevas de mirar las cosas…” Toda su obra –toda su biografía- no fue sino eso: una manera nueva de mirar las cosas, el mundo, el hombre.

Sólo que Ortega tuvo mirada panorámica, encerrando en su mirar un horizonte tan amplio, tan poblado de realidades huidizas, que, sólo un hombre puede igualársele en esta mironería especular. Ese hombre es Martin Heidegger, el genial pensador que anda, posiblemente, torciéndole el destino a la filosofía.

Pero volvamos a Meditación de Europa.

Comprende este volumen el texto de la conferencia que dio Ortega, en septiembre de 1949, en la Universidad de Berlín occidental, con el título De Europa meditatio quaedam, al que complementan otros escritos afines. Lástima, señalaré al paso, de que los compiladores no hayan incluido la conferencia de Ortega en los “Encuentros Internacionales de Ginebra” de 1951. Su texto hubiese potenciado la doctrina del volumen.

En repetidas ocasiones, Ortega se ocupó de Europa. Desde sus artículos de mocedad, pasando por el cuerpo entero de La Rebelión de las Masas, por su cursillo sobre la obra de A. J. Toynbee, hasta sus últimas conferencias en Alemania, Suiza e Italia. Europa fue un motivo constante en sus reflexiones sobre la Historia. En su doctrina –como hubiese preferido decir- historiológica.

La penetración iluminadora de sus perspectivas, la admirable precisión de sus “previsiones”, el donaire de su retórica, el trasfondo ético –la salud, diré- de su doctrina, hicieron que, descontadas las negaciones de resentidos e incompetentes, los más calificados europeos – R. E. Curtis, B. Croce, M. Heidegger, H. Heimsoeth, X. Zubiri, Heisenberg, entre tantos- vieran en su persona el Europeo integral.

Su manera nueva de mirar las cosas –que es , nada menos, toda una rigurosa metafísica, la de la razón vital o viviente- le permitió adelantar, quince o veinte años, hechos e ideas que luego iban a desarrollarse, no sin dramáticos sobresaltos, en la vetusta historia europea.

“Pienso que es en Berlín –afirmó iniciando en su conferencia en cuestión-, precisamente en Berlín donde se debe hablar de Europa”.

Estas palabras fechadas en 1949, deben todavía proseguir repicando en los miles de estudiantes de ambos sexos –en los Studenten und Studentinen-, que concurrieron a escucharlo, para oír de un español –es decir, de un hombre al que se supone, a priori, mentalmente abatido- verdades que, por esa fecha, ningún otro hombre hubiese podido o querido formular.

En 1951, polemizando con Guillermo de Torre, afirmé que la influencia de Ortega –la influencia profunda, la generadora de perspectivas capaces de mudar situaciones históricas- estaba sólo comenzando. Es posible que mi entusiasmo (¿qué otra cosa es la filosofía sino un entusiasmo?) por Ortega no haya calibrado bien la verdad disparada en una frase de combate moceril.

Esto se me evidencia, de más en más, cada vez que vuelvo a darle una lectura circular a sus obras, después de quince años o más de comercio con este europeo, protagonista inicial de un humanismo que será, posiblemente, el humanismo de los hombres del siglo XXI.

 

Nota literaria fechada el 8 de marzo de 1962, correspondiente a sus entregas intituladas “Jueves de papel” del periódico La República de Caracas.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón