Los lectores avezados que hayan transitado ya por las páginas de esa maravilla titulada El enfermo de Lenin, la mejor novela española de 2017 (y llevamos ya medio año transcurrido sin que nadie le haga sombra), estarán al tanto de que en un momento dado de la trama el protagonista de la novela y narrador de la misma se lanza a escribir unas cartas para los vecinos del pueblo que no llegan a formar parte de la novela finalmente publicada. Esa correspondencia, eliminada de la versión final del libro por motivos más que justificables, es lo que ahora Valentín Roma pone a disposición de los lectores de penúltiMa. Pocas cosas de las que sentirse más orgullosos como publicación que de poner al alcance de los lectores estos textos.

 

1

Acalorado y triste, bastante menos reflexivo de lo que sus manos aseguraban, Víctor Erice bajó la escalera en dirección a la calle, tenía ganas de pasear. Fue al Parque del Retiro, compró uvas, setas de temporada y varios periódicos. Regresó antes de tiempo, ciertos datos sin importancia le habían arruinado la caminata, «siempre pasa lo mismo», pensó, «siempre es algo pequeño lo que desordena el mundo, esos detalles perturbadores».

Su maleta estaba hecha desde hace días y era demasiado temprano para ir al aeropuerto. Se recortó la barba con una maquinilla eléctrica, la velocidad número dos emitía un sonido uniforme, la tres uno agudo, la cuatro sólo dejaba oír su propio corazón.

«Trabajas demasiado», solía decirle su madre, «si no descansas vas a ponerte malo». Ponerse malo, otra expresión que perturba y hace reflexionar al mismo tiempo. «Debes comer más, te estás quedando en el chasis», le aconsejaba su padre. Una hermosa metáfora, el chasis, una verdad ciertamente cruel. Otro hubiese imaginado cadenas de montaje para coches, trabajadores con bozales de oxígeno pintando las carcasas de los automóviles, enfurecidos por las horas de más, los pluses de toxicidad incumplidos, convenios laborales que no sirven de nada. Sin embargo, Víctor Erice recordó inmediatamente el chasis de su máquina de escribir, una Olivetti, cómo no, con teclas de baquelita, las varillas enredándose siempre en un mismo punto del folio blanco, semejantes a un sueño geométrico o a un ritual de vudú. Cuando sus padres le hablaban de este modo él entendía justo lo contrario, durante unos momentos creía ser un hombre lleno de bondad. Creer, esa palabra amenazante, en aquella época ser creído era un insulto, una señal de petulancia.

El avión aterrizó en Santander, vino a buscarle un taxista muy joven y con sombrero. «Hoy no me hizo falta pancarta», dijo mientras cargaba la maleta, «me gustan todas sus películas. Buenas tardes».

Fueron directamente al auditorio donde se celebraría el homenaje a Enrique Gran, el chico era educado y culto, no mencionó el incendio en el taller ni la muerte del pintor calcinado, junto a sus últimos cuadros. «Me sé de memoria algunos diálogos de El Sur. Mi preferido es aquel donde Milagros le dice a Estrella: Mira, para que tú te des cuenta. Cuando la República, bueno, antes de la guerra, tu abuelo era de los malos y tu padre de los buenos. Pero luego, cuando ganó Franco, tu abuelo se convirtió en un santo y tu padre en un demonio. ¿Ves lo que son las cosas de este mundo? Palabras y nada más que palabras». Víctor Erice sonrió, aunque hubiese querido ser más convincente o más expresivo. El taxista le miraba por el espejo. «Llevas un sombrero muy bonito. ¿Sabes si podría comprarme uno igual cerca de aquí?».

El acto terminó antes de la hora prevista, los parlamentos fueron breves y variopintos, incluso mordaces. Alguien señaló las legendarias dificultades de Enrique Gran para escoger el camino adecuado, su absoluta falta de pragmatismo. A los hombres así, dijo el orador, la sociedad sólo les permite ser entrañables.

Hacía tiempo que Víctor Erice no escuchaba hablar en nombre de «la sociedad», daba la impresión de que ese término sólo sirviese, ahora, para usos decadentes del lenguaje. No obstante, aquella frase era menos lapidaria que cargada de razón, hay grados de docilidad que son profundamente antisociales, también existen niveles de pereza que agreden el funcionamiento del mundo. La fábula de la hormiga y la cigarra, pensó Víctor Erice, es una alegoría neoliberal, fomenta el ahorro y la usura, condena el arte al escarnio público.

En todos los festivales donde se había exhibido El sol del membrillo la gente subrayaba esa escena en la que Antonio López y Enrique Gran cantan al unísono Ramito de mejorana. De ella se decía que era un perfecto resumen de la grandeza sencilla de este film, otra parábola sobre la amistad entrañable de dos artistas. Pero el director observaba dicha secuencia con unos anteojos distintos, no podía sacarse de la cabeza que incluso allí, durante el simple acto de entonar una melodía para combatir el frío, se dibujaban relaciones de subordinación y de prepotencia: Enrique Gran era la cigarra, Antonio López la hormiga.

2

Una chica que dejó los estudios al acabar la EGB va camino del trabajo a las seis y treinta y cinco de la mañana. Entra en un bar y al salir encuentra tres billetes de veinte libras esterlinas tirados en la acera. Nunca ha visto ese tipo de moneda pero, por el tamaño y por la cara de la reina de Inglaterra, que sí le resulta familiar aunque no logra ubicarla, imagina que se trata de una pequeña fortuna. La chica aprieta los billetes con el puño tan cerrado que sus uñas están a punto de hacerle sangre. Después se sienta en un banco junto a la parada del autobús, evalúa el dinero que ganará durante el día y decide no ir hoy a trabajar.

3

De todas las anécdotas que se explican sobre Ambrogio Lorenzetti, el autor de los frescos del Palazzo Comunale de Siena, hay una, la más conmovedora y la menos popular, que cuenta cómo estando Ambrogio en plena disputa con su hermano Pietro, también pintor, acerca de la capacidad técnica del maestro Duccio di Buonisegna, éste último, que era el hijo más querido por ser el primer hijo, le recriminó al menor de los Lorenzetti su desfachatez con un compañero de pinceles, la insolencia con que juzgaba al resto de artistas sieneses, así como el poco comedimiento que Ambrogio tenía para alabar su propia destreza pictórica, siendo él, aún, «un joven aspirante, un pintor inexperto». Pietro Lorenzetti cerró aquí su amonestación, dejando perplejo y atribulado a aquel muchacho de veintidós primaveras, corría el año 1312.

Las semanas siguientes fueron tensas. El taller compartido por los dos hermanos esperaba un encargo importante y apenas tenían noticias al respecto. Meses después supieron que Simone Martini, el artista más famoso del momento, fue elegido para llevar a cabo la Majestad del Palazzo Comunale de Siena, un fresco formidable, pintado a la maniera greca, que homenajea la obra del mismo título que Duccio di Buonisegna realizó para la catedral de la ciudad.

Pietro no podía disimular su enfado, aunque tampoco deseaba compartirlo con Ambrogio, no quería alimentar la arrogancia del hermano pequeño, quien medio año después se marchó a Pisa, Génova y finalmente a Florencia, donde las autoridades locales y los mercaderes pudientes le solicitaron trabajos de gran envergadura, labrándose allí una reputación artística y un porvenir.

A la edad de cuarenta y cinco otoños, corría el invierno de 1335, Ambrogio regresó a su Siena natal, fundó una bottega propia y poco tiempo después llevó a cabo su obra magna, la célebre Alegoría del Buen y el Mal Gobierno, una pintura mural situada en el mismo Palazzo Comunale que reunió a aquella extraordinaria generación de artistas donde nunca pudo tener un encargo Pietro Lorenzetti, quien de todos ellos era el que poseía más talento y más vocación.

Dicen los historiadores del arte que la Alegoría de Siena supuso una drástica ruptura conceptual con el gótico, una de las escasas manifestaciones plásticas que no utilizan temas religiosos cristianos. De Ambrogio se explica que fue el primer pintor político y que desarrolló un estilo marcado por el moralismo, los detalles subliminales y una exquisita irreverencia respecto a la tradición. Un editorialista, así le nombran los manuales antiguos; el Diderot de la pintura gótica, así le definen quienes investigan la Alegoría del Buen y el Mal Gobierno en busca de personajes desconocidos.

Corría el año 1348 y la peste negra arrasó Europa, un tercio de la población continental murió en la pandemia más importante de la historia de la humanidad. Los hermanos Lorenzetti fallecieron con pocos días de diferencia. Semanas más tarde el sobrino de ambos, un joven «filósofo en ciernes», fue a casa de su tío mayor, debía preparar una ponencia sobre la invisibilidad de Cristo en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Era el discípulo preferido de Paolo Liazari, jurista citado por Wittgenstein en el Tractatus. El muchacho deseaba impresionar a su maestro y al resto de alumnos del seminario, de modo que leyó como un poseído todos los volúmenes que le salían al paso. Una tarde, mientras hojeaba De consolatione philosophiae, la fantástica especulación de Boecio, encontró un trozo de pergamino datado del invierno de 1335 y caligráficamente impoluto. Lo que allí se expresaba dejó al muchacho sumido en un mar de dudas, apesadumbrado y al mismo tiempo estupefacto: «Yo, Pietro Lorenzetti, juro solemnemente que si al cumplir cuarenta y cinco años no he conseguido pintar un fresco en el Palazzo Comunale de Siena me ahorcaré».

Atónito ante aquella declaración de principios, el joven universitario decidió continuar su tarea en la biblioteca paterna, que se había visto aumentada con los libros del fallecido Ambrogio. Era domingo y al día siguiente presentaba su alocución sobre Santo Tomás. Cogió la Magna Moralia de Aristóteles para encabezar aquel estudio usando las palabras del filósofo. En la última página del libro descubrió un texto escrito a mano, lleno de faltas ortográficas y con fecha de la primavera de 1312: «Yo, Ambrogio Lorenzetti, juro por mi honor que si al cumplir cuarenta y cinco años no he superado la pericia de mi hermano Pietro me quitaré la vida».

El entendimiento del muchacho se resintió con este último aldabonazo emocional. La tragedia de la familia Lorenzetti parecía cernirse desde tiempos inmemoriales sobre el ánimo de sus miembros más ilustres. ¿Qué significaba todo aquello? ¿era una prueba para medir su entereza o un examen para calibrar su pesimismo?

A las tres de la madrugada aún carecía de una respuesta convincente. Al despuntar el sol había olvidado cuál era el objetivo de la pregunta. Volviendo a casa por la tarde, después del éxito moderado de su presentación, quiso explicarle a algún amigo la historia de aquellos hermanos insatisfechos e irritables, sin embargo, no encontró a nadie dispuesto a oír sus argumentos. Sólo los apestados recorrían las calles de Siena cuando se marchaba la luz, sólo los muertos tenían el valor o el aplomo suficientes para cumplir sus promesas.

4

Una trabajadora subcontratada por el ayuntamiento se dispone a borrar el esténcil que alguien pintó la noche antes. Aproxima el tubo finísimo de su máquina multifunciones a los cristales de una sucursal de la Caixa. Es madre de dos niños y hoy durmió con la profesora del más pequeño, lleva botas con punta de hierro y reconoce a Roberto Bolaño en la imagen que está borrando, las gafas caídas y un cigarro entre los dedos, el pelo un poco rizado, sin peinar o grasiento. Los doctores que la operaron hace unas semanas dijeron que debía tener paciencia. Exactamente dijeron «no debe usted precipitarse, las prisas no son buenas compañeras para este viaje que va a emprender ahora mismo, a partir del momento en que cruce la puerta de la clínica y vuelva a su vida normal». Recalcaron la palabra normal de forma innecesaria o retórica, sin saber a qué se estaban refiriendo, cuál era la normalidad de la que venía y hacia qué clase de normalidad se encaminaba. Horas más tarde, de pie en el interior de la casa vacía, atravesó el pasillo hasta el cuarto de baño y se sentó en la mecedora de la habitación. Entre sus labios llevaba el único cigarrillo que pudo encontrar por los cajones de la cómoda, a tientas. Mientras la mujer trataba de hacer una gran O de humo, en el piso octavo del bloque contiguo, un adolescente de catorce años, quien la espiaba por las noches al desvestirse, bajó las persianas de su dormitorio. La mañana siguiente debía entregar un trabajo para la asignatura de dibujo. Tenía que copiar una lámina con un nadador despegando sus pies desde un trampolín, lanzándose al vacío. No conseguía aquel chico reproducir ese último momento de equilibrio previo a la caída. Lo intentó una y otra vez pero algo fallaba, algo se le estaba resistiendo. La mujer acostó a sus hijos y llamó por teléfono a la profesora del pequeño. Simultáneamente el muchacho calcó la lámina del saltador ayudado por los vidrios de la ventana, sabiendo que estaba prohibido calcar.

5

Un chico hace el amor por quinta vez en su vida. Al terminar y mientras respira honda y aparatosamente, como si le estuviesen grabando numerosas cámaras de cine imaginarias, se ve a sí mismo recién jubilado, con unos pantalones color arena, unos Dockers y una camisa a rayas verdes y blancas, el cinturón de piel buena, los zapatos ingleses. Lleva ese tipo de afeitados que sólo la gente de avanzada edad, con tiempo por delante y sin interacción con el mundo, puede permitirse.

Las sábanas de la cama donde yacen, decepcionados, los dos amantes juveniles son claramente extemporáneas para la ocasión. Reproducen diversos acontecimientos de la amistad entre la abeja Maya y el saltamontes Flip. La sonrisa de ambos dibujos animados, el brío de sus saltos sobre un fondo de maleza tropical y el hecho de que Flip parezca el compañero divertido pero responsable de Maya, no ayudan en lo más mínimo a levantar el ánimo de los dos chicos que acaban de masturbarse uno al otro.

Horas después, Mario y Marcelo, M&M, igual que esas bolitas de chocolate cubiertas de azúcar que comían los soldados durante la guerra civil española, atraviesan una plaza de la ciudad, calibrando porqué están tan tristes y, a la vez, tan orgullosos.

Enfrente suyo, desde lo alto de un edificio, un hombre se precipita hacia el suelo. Misteriosamente permanece rígido y sin moverse durante su caída, como si fuera una plomada que alguien lanzó desde la azotea para medir cierta profundidad insondable.

Por un momento todo parece mentira, todo parece desesperadamente normal. Sin embargo, el hombre cae y de él se desprenden diversos objetos: monedas, una cartera con la fotografía de sus sobrinos vestidos de Batman, Robin y Joker, cinco llaves, un folleto con las ofertas informáticas de Media Markt y el cepillo de dientes de ir al trabajo.

Vistos desde el centro de la plaza, da la impresión que estos utensilios conforman el alma de la persona que cae hacia abajo y que por eso pesan unos gramos menos que su cuerpo, permaneciendo suspendidos sobre el aire, atravesados por una ley de la gravedad distinta y ahora ofensiva.

Cuando el hombre ha recorrido la mitad del edificio, uno de los jóvenes, Mario, hace el ademán de llevarse las manos a la cabeza mientras el otro, Marcelo, abraza al joven con quien no ha podido consumar una tarde de sexo largamente programada.

El cuerpo se revienta contra la pérgola de acero y cristal de El Corte Inglés. Varios grupos de transeúntes corren, despavoridos, hacia el sitio del suceso; otros se palpan los bolsillos buscando sus teléfonos móviles. A los pocos segundos comienza a dibujarse en el suelo una mancha de sangre que recuerda el bocadillo de un cómic. Los dependientes entran y salen con bolsas de serrín.

Mario y Marcelo, M&M, continúan abrazados en mitad de la plaza, ya sin fuerza, como si el otro fuese un almohadón de hotel, una almohada que antes usaron personas desconocidas. Son las cinco de la tarde y en la fachada del edificio se lee una frase que resume todo lo que piensa la ciudad: «Lo natural es tendencia».

Desde arriba el compañero del hombre caído se tapa los ojos y le da una patada al cubo de cola que hace escasos momentos colgaba de su arnés. Un grumo blanquecino, similar a la última gota de semen, estalla sobre la acera.

6

«Di-e-nen… di-e-nen», dice la maestra con voz suave pero con el rostro desencajado. «¡Dienen… dienen! ¡Son sólo dos palabras!», le grita a la niña mientras ésta observa la hendidura que hay sobre una tecla del piano. «¡Dienen! ¡Por Dios! ¡Dienen… dienen, Karoline! ¡Es lo único que te pido, di dienen una sola vez y podrás marcharte a casa!».

Pero la niña no llegó a decir «dienen» y aún así regresó junto a su madre, siempre acompañada por la profesora de música. Luego las dos mujeres estuvieron delante de la casa, una ahuecando las manos y acercándoselas a la boca; otra sin decir palabra, sólo se tocaba el pelo de vez en cuando.

La niña observaba esta escena tras los visillos de la cocina. Era domingo y una tarta recién hecha se enfriaba sobre el mármol. Después de despedirse la madre entró al domicilio y abrió un poco la ventana para que el viento tocase el pastel. Se sentó y apoyó la barbilla sobre su puño, cerró los ojos durante unos momentos.

En las habitaciones de arriba se oía correr y canturrear a Karoline Sophie Marie Wiegmann, la popular bailarina que años más tarde fue conocida como Mary Wigman.

Cuando la madre alzó la vista observó un surco que atravesaba la superficie del pastel. Cogió una cuchara para reparar aquella marca del dedo de su hija y en el cristal leyó la frase Dienen nicht escrita con chocolate.

7

Era una de esas tardes soleadas de septiembre que invitan a decir generalidades. Alguien murmuró «vivimos en el reino de la vulgaridad», a lo que otro opuso «el problema es que nos creímos demasiado importantes». Tres nubes comenzaron a deshilacharse encima del jardín donde tenía lugar este diálogo, nadie creyó que aquello tuviese la menor relevancia.

«Quizás sea una pésima idea, pero estoy pensando en dejarlo todo y marcharme a Italia», explicó un hombre de pelo lacio y una sortija desproporcionadamente grande en el dedo meñique. «En efecto, me parece una idea horrible», respondió la anfitriona de la casa, quien se acercaba sosteniendo una bandeja con seis pequeñas copas de ginebra fría.

Anna Oppermann permaneció tendida sobre el césped húmedo, manoseaba una trucha de mármol que las tormentas y los riegos diarios habían llenado de tierra por dentro. Mientras brindaban anunció: «Ayer compré el estudio de la calle Davidstraße. Es muy caro y hace bastante frío, pero deseo vivir para siempre en Hamburgo».

Varios meses después Anna Oppermann yacía de nuevo en el suelo de su taller. Bajo el único ventanal de la sala, ahora abierto, había un bote con aguarrás, numerosos libros de pintura y tres platillos llenos de agua rosa y gris.

Una mosca muy grande entró por el ojo de la cerradura, revoloteó sobre varios catálogos de exposiciones dedicadas a Georgia O’Keeffe y se posó en el borde de uno de los platos. Quizás se mareó por el olor a disolvente, cayó dentro del agua.

La mosca estaba muriendo con una incomprensible lentitud, se resistía con todas sus fuerzas. Pasaron los minutos y Anna Opperman empezó a aburrirse, no había leído el cuento de Marguerite Duras sobre la agonía de «aquella reina negra y azul», ni siquiera sabía quién era Marguerite Duras.

Desde el suelo estiró un brazo para agarrar Lisístrata de Aristófanes, la huelga sexual impulsada por una comunidad de mujeres atenienses. Miró de reojo a la mosca, quien aún aleteaba con gran nerviosismo, como si estuviese sudando.

«Lampito, todas las mujeres toquen esta copa, y repitan después de mí: no tendré ninguna relación con mi esposo o mi amante. No tendré ninguna relación con mi esposo o mi amante. Permaneceré intocable en mi casa. Permaneceré intocable en mi casa. No me entregaré. No me entregaré».

La mosca comenzó a entregarse tras veinte minutos de lucha, Anna Opperman cerró el libro y volvió a mirarla. Ahora estaba inmóvil, flotando con una insólita ligereza sobre el agua rosada, parecía hueca. Dos pequeños hilos de líquido marrón comenzaron a salir de entre sus patas.

Entonces un relámpago dibujó varias erres temblorosas en el cielo y los truenos se burlaron de las calles de Hamburgo. Anna Oppermann se puso de pie y, tras bajarse los pantalones, empezó a orinar en la espalda de la mosca, su propio chorro le salpicaba los zapatos.

8

Un joven de veinticinco años marca un número de teléfono y después arranca su coche, se encamina hacia una dirección muy visitada durante los últimos meses. En la radio suena Life de Dr. John y, sin saber porqué, el chico sube las ventanillas del vehículo a pesar de las altas temperaturas, quizás porque se avergüenza de que le guste esa canción o porque quiere oírla a más volumen, es imposible discernir el verdadero motivo. Mientras conduce observa una y otra vez la pantalla del móvil. Al llegar a un semáforo dos policías hacen una señal para que se detenga. Ha olvidado en casa el carnet de conducir y, por un instante, duda si decirle al agente que le acaban de avisar de que su padre tuvo un accidente de trabajo y está hospitalizado, que se cortó un dedo con una máquina y los médicos intentan desesperadamente volver a pegárselo. También considera la posibilidad de abrir la puerta llorando, explicar a los policías que acaba de descubrir que su novia lo engaña con un amigo de la infancia y que por eso salió de casa enajenado y sin documentación, para buscarles por algún hostal de la ciudad. En ese momento un motorista se salta el semáforo en rojo y una furgoneta se lo lleva por delante. Los policías le gritan al joven que circule y comienzan a correr hacia la moto tirada en el suelo, con una rueda que permanece girando. El joven acelera y dobla a la izquierda, se detiene varias calles más abajo, en una zona de carga y descarga. La frente le suda de miedo y el corazón le palpita aún más rápido que cuando salió de casa, ya con taquicardias. Sufre un pequeño mareo que atribuye a las dos noches de lleva sin dormir. Cree que podría darle un infarto allí mismo pero sigue sin bajar las ventanillas del coche. En la radio se oye una quebradiza canción de amor de Yusef Lateef, es la banda sonora de Espartaco. Piensa en el dedo cortado de su padre y en la cara de su novia jadeando bajo el cuerpo fibroso del amigo. Mira el teléfono y ve un mensaje que dice: «2 niñitas blancas no tngo, solo keda 1».

9

Tras cinco horas de discusiones estériles, el jurado del Festival de Cannes ‘61 se declaró «insolvente y bloqueado»: no sabían a quién otorgar la Palma de Oro de aquella edición.

Un grupo consideraba como «ganadora moral» Une aussi longue absence de Henri Colpi, otro se atrincheró en la defensa de La Ciociara de Vittorio di Sica, desde el flanco izquierdo a donde debatían, Sergei Yutkevich y Liselotte Pulver expresaron su aflicción, rechazaban el trato discriminatorio hacia los cineastas de Europa del este.

Aunque nadie se atrevía a preguntarle, todos aguardaban el veredicto de Jean Paulhan. El escritor permaneció en silencio desde primera hora de la mañana, a veces alzaba la vista de la cuartilla con el logotipo del certamen –una especie de helecho de diecinueve hojas–, luego le sonreía al dibujo que estaba realizando, un torpe retrato de Sigmund Freud.

Alguien propuso un descanso para estirar las piernas, entonces Paulhan levantó el brazo, por fin había pedido la palabra. Su alegato fue breve pero demoledor: la única película «realmente necesaria» era, sin duda, Viridiana. Hubo resoplidos y caladas de cigarro interminables, tragos de agua y crujir de nudillos. Ante aquellas muestras de desacuerdo, Paulhan aumentó la complejidad de sus argumentos, habló de las visitas de Freud a la basílica de San Pietro in Vincoli de Roma, llegando a equiparar la imponente barba del Moisés de Miguel Ángel con la tupida barba de Fernando Rey. El resultado es hoy bien conocido, el jurado del Festival de Cannes ‘61 recuperó la solvencia y se desbloqueó, la Palma de Oro fue compartida entre Colpi y Luis Buñuel.

De vuelta a casa Jean Paulhan confirmó que ninguna de las dos películas ganadoras le interesaban, su único objetivo era demostrar, una vez más, la vulnerabilidad del género humano, los frágiles vínculos entre democracia y absolutismo, cuán sencillo es cortar los nexos entre el derecho y la desgracia.

10

Una semana antes de morir, mientras permanecía hospitalizado, Joseph Beuys recibió la visita de Bettina R., quien podría considerarse su única discípula autorizada.

Los médicos dijeron que el artista había pasado la noche previa en condiciones lamentables, con fiebre y la tensión muy altas, agudos dolores abdominales y vómitos. La joven hizo caso omiso y entró en la habitación de puntillas, mientras el maestro dormía plácidamente. Se sentó en la butaca acolchada para los acompañantes, desde donde pudo observar la ilustre bolsa de huesos en que se había convertido aquel enfermo.

Beuys despertó a los pocos minutos, un hilo de baba corriéndole por su mejilla dibujó, sobre la almohada, otro posible mapa de Oceanía. Toda la habitación emanaba un insoportable hedor a medicamentos y a transpiración, a suero fisiológico y a halitosis. Sin su sombrero de fieltro Beuys parecía un hombre distinto, apenas tenía cabello, sólo unos cuantos mechones revueltos, la mirada no denotaba inteligencia sino una especie de locura finisecular. Bettina R. miró su cabeza, el cráneo bien definido a través de la piel de color gris perla. Estuvo a punto de tocar aquella estructura ósea con los dedos.

«Cada hombre lleva un artista en su corazón», había proclamado Beuys hasta el paroxismo, en platós televisivos y en los actos inaugurales más extravagantes, en la Free International University junto a Heinrich Böll, ambos prefiriendo ser dos payasos antes que dos chamanes. Pero ahora pensaba que «cada hombre es, aunque no lo comprenda, su propio abogado del diablo», eso mismo escribió Rosa Luxemburgo en 1907, tras entrevistarse con Lenin durante el V Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso en Londres.

Recordar el rostro severo de Rosa Luxemburgo pero toparse con la expresión agradable de Bettina R. puso a Beuys de muy buen humor. Le entraron ganas de montar en bicicleta o de cometer alguna imprudencia. Dicen que un cuarto de hora antes de morir las personas padecemos una repentina explosión sensitiva, las pupilas se dilatan y perciben tonalidades cromáticas maravillosas, la piel se electrifica e incluso el sexo asiste a un último estremecimiento terminal.

Beuys falleció una semana después, sin embargo ahora notaba todos estos síntomas corporales. Fue como si la muerte se hubiese saltado sus propias liturgias físicas, como si hiciese una excepción con aquello que uno siente cada día: como si fenecer no fuera otra cosa que el punto supremo de normalidad y, a la vez, su mayor hipérbole.

11

El 1 de diciembre de 2001, más o menos a las diez y media de la mañana, Eduardo Miño Pérez, militante del Partido Comunista y miembro de la Agrupación Chilena de Víctimas del Asbesto, irrumpió en la plaza del Palacio de la Moneda cargando un paquete de folios fotocopiados.

Cuando los transeúntes se lo permitían este hombre de cincuenta años les entregaba silenciosamente una de sus cuartillas y, antes de que pudieran decir algo, se iba a buscar un nuevo destinatario. Más o menos en tres cuartos de hora había repartido la totalidad del fardo apenas voluminoso, entonces se infringió una herida en el abdomen con un cuchillo y, acto seguido, se prendió fuego utilizando una bolsa donde guardaba líquido inflamable, un cóctel de gasolina y disolvente.

Ajenos a este suceso, en las perfumadas habitaciones del Palacio de la Moneda, estaba celebrándose un acto público de la Comisión Nacional del Sida, una convención presidida con gran aburrimiento por Michelle Bachelet, entonces ministra de salud.

Eduardo Miño ardió durante sesenta y cuatro segundos y después fue socorrido por los carabineros. Una enfermera que llegaba tarde a la recepción pudo acercarse a ayudar al suicida, quien le dijo, desde el suelo de la plaza, que estaba desempleado, que tenía tres hijos y que vivía en Maipú. Tras estas palabras el hombre intentó ponerse de pie infructuosamente. Pasada la medianoche murió en un quirófano de la Posta Central.

Dirigida a la opinión pública, la octavilla repartida por Miño explicaba los motivos de su terrible acción: el desamparo legal y la indiferencia de las víctimas de asbestosis, una enfermedad pulmonar estrictamente relacionada con la inhalación de amianto. También culpaba a las empresas Pizarreño que ostentan las explotaciones de amianto en Chile, a la Mutual de Seguridad y a sus médicos que trafican con la salud de los ciudadanos, a los organismos gubernamentales por desentenderse de esta masacre y a la cúpula de empresarios del país, a la guerra imperialista que extermina a los pobres y, por último, a la globalización hegemonizada por Estados Unidos.

Su alegato terminaba condenando un ataque reciente contra la sede del Partido Comunista de Chile y, como rúbrica final, este ciudadano con el número de afiliación 6.449.449-K escribió: «Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia».

Valentín Roma

Valentín Roma (Ripollet, 1970) es actualmente el director del Virreina Centre de l’Imatge de Barcelona. Antes fue director del MACBA. Su labor como comisario de arte lo ha convertido en uno de los grandes especialistas en arte contemporáneo de hoy. Como autor, además de numerosas publicaciones en revistas y catálogos de arte, se destaca por la publicación de dos libros únicos que borran las fronteras entre géneros: Rostros y El enfermero de Lenin, ambos publicados en Periférica.

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.

La imagen que ilustra el texto es de Pedro G. Romero.