En un momento histórico en el que el fascismo extendía sus tentáculos por el mundo, el Frankenstein de 1931, dirigido por James Whale y protagonizado por Boris Karloff, constituyó una contralectura genuina y mordaz de los tópicos al uso sobre la peligrosidad social. Este ensayo de Falconetti Peña que acaba de publicar Libros Corrientes desmenuza la película escena a escena, a fin de desencriptar un imaginario que, en clave de cine de terror, se estructura como una contundente crítica política y social al orden imperante de la época. Para ello, toma como contrapunto otro imaginario, este disfrazado de retórica filosófica: el utilizado por Martin Heidegger y sus afines durante esos años, una mezcla de populismo kistch y de lugares comunes nacionalsocialistas. La pregunta que Heidegger lanza en sus ensayos sobre la existencia y la comunidad territorial es la misma que articula James Whale en su película, pero las respuestas son antagónicas. Aldabonazo a aldabonazo, el Monstruo de James Whale, surgido del dolor de las trincheras y del odio de los parias, desmonta la grandilocuencia de la autenticidad nacional. Agarra al espectador de la mano y se interna con él en la noche de los desheredados. Es una alegría para nosotros poder ofrecer este fragmento del mismo a nuestros inquietos lectores para que corran a buscar el texto completo en su librería de confianza.
El melodrama burgués: la novia en vela y el galán engominado
Secuencia 4. Noche. Salón familiar de los Frankenstein.
En el salón de los Frankenstein, Elizabeth, la prometida de Henry, recibe a Víctor, un amigo común.
Le expresa su inquietud por la prolongada ausencia de su novio y Víctor aprovecha para insinuar su disposición a ocupar su lugar.
Hasta aquí el desfile de cadáveres desguazables. Cambiamos de escenario. La secuencia se abre con un retrato fotográfico de Henry enmarcado en plata. Junto al retrato arde una vela encendida, pero su llama no es filiforme. Un viento expresionista, que viene de no se sabe dónde, la agita violentamente.[1] Sí, los ventanales del viejo caserón de los Frankenstein no cierran bien… pero más allá de ese detalle cabe preguntarse: ¿De dónde procede ese viento? ¿Qué anuncia? El ama de llaves abre la puerta y avisa de la llegada de Víctor. Inmediatamente aparece este, un galán convencional, y Elizabeth se levanta para recibirlo. Whale dedica al ama de llaves el mismo primer plano que a Víctor y a Elizabeth. Ella, el ama de llaves, dobla en edad al resto de las criadas y a modo de distintivo jerárquico luce un broche en su pecho con un busto femenino de marfil, seguramente un obsequio de la señora fallecida. Ella es la encargada de velar por las buenas costumbres de la casa, pero como la suya es una posición subsidiaria, su protesta debe limitarse a ese breve mohín sarcástico con el que cierra la puerta tras de sí. Las apariciones de las sirvientas en esta película siempre estarán matizadas en su calidad de testigos de la velada procacidad de los señores. Ellas ven, oyen y callan.
3.
Una vez presentados los dos nuevos personajes, el plano se abre y vemos el lugar en el que se desarrolla la acción: es el salón familiar de los Frankenstein, y una de sus características es que, a pesar de que se ve una lámpara colgada del techo, no parece disponer de luz eléctrica. Se alumbran con velas. ¿Un fallo en el suministro? ¿Qué lo ha producido? La película ha empezado con una comitiva fúnebre de la Alemania rural, de ahí hemos saltado a un aula de facultad americana y ahora nos encontramos en un típico salón victoriano. La chimenea señorial, los retratos de los antepasados, los escudos de armas y las maderas nobles que recubren las paredes de la estancia constituyen elementos destacados de esa epidemia ornamental que el arquitecto funcionalista Adolf Loos atribuía a las clases pudientes decimonónicas. Los Frankenstein permanecen, pues, sólidamente anclados en los usos y maneras de una aristocracia provinciana y terrateniente, un mundo dominado por lo torturado, lo penoso y lo enfermizo —otra vez Adolf Loos—.[2] Por supuesto, si Waldman abriera los cerebros de sus miembros los encontraría repletos de circunvoluciones.
Elizabeth, que aparece engalanada con un vestido de fina gasa, se desplaza hasta el sitio en el que reposa la fotografía de Henry: el piano. Tras ella, la dama de un cuadro colgado en la pared parece mirarla directamente. El destino de Elizabeth, si nada lo impide, es convertirse en ese retrato. «Por la noche, los vientos aúllan en las montañas —lee en voz alta—. No hay nadie aquí. Nadie que pueda desvelar mi secreto». En la Alemania real, y más o menos por estas fechas, Martin Heidegger, que nos será de utilidad para entender a Whale, escribe: «Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno a la cabaña y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Sus preguntas tienen que ser sencillas y esenciales».[3] Generaciones enteras de heideggerianos han flirteado con las imágenes de la cabaña sobre la que ruge la tempestad y con los paseos solitarios del filósofo, que también son los de Henry —«lo vi paseando solo por el bosque y también me habló de su trabajo», le revela Víctor a Elizabeth—. Con sutil malicia, James Whale, que nació el mismo año que Heidegger pero en el bando contrario, utiliza la evocación al bosque y a la soledad, dos de los tópicos de la literatura reaccionaria de la época, para retratar la idiosincrasia narcisista de Henry, un enfant terrible del decisionismo.[4] Y lo hace sin privarse de su corrosiva mordacidad. Justo después de la parrafada sobre las montañas, la torre abandonada y los paseos del genio por el bosque, tiene lugar una escena casi de comedia bufa: Víctor, el galán previsible, aprovecha la desazón de Elizabeth para echarle un tiento.
Algunas partituras amontonadas sobre la tapa del piano, posiblemente de Chopin, testimonian que ella, tan apenada, ha pasado toda la tarde enviándole melódicos efluvios a su prometido. Y ahora Víctor, al que no se le escapa la necesaria vinculación que existe entre el misticismo y el desconsuelo sexual, no duda en insinuársele. Insinuación que Elizabeth, tras una breve y calculadora mirada, rechaza discretamente, sin que esa pequeña obscenidad suponga quebrantamiento alguno en la relación entre ambos. Son jóvenes y modernos. Aceptan la libre competencia, incluso en la casa del barón.
¿Quién es Elizabeth? ¿De dónde sale? No pertenece a la casa, nada sabemos de su familia. Su presentación viene de la mano de Víctor, que pugna soterradamente por hacerse con sus favores, cumpliendo así una función necesaria —además de la de testimoniar su alto valor en el mercado matrimonial—: indicar la sospechosa dejadez de Henry hacia sus deberes como prometido. En esta película dominada por hombres, el personaje de Elisabeth resulta un tanto apagado. Whale mantiene en todo momento una fría distancia respecto a ella, subrayando así el poco entusiasmo que le merece el romance prematrimonial. En cierto modo, ella encarna la fantasía de tantas jóvenes oficinistas de la época a las que, tras finalizar su jornada laboral, solo les quedaba dinero para pasar la tarde en el cine alimentando sueños de grandeza y perdición.[5] Discretas, flexibles, pragmáticas y al mismo tiempo noveleras; dispuestas a aceptar un marido de buena posición que las sacara de la miseria, pero también deseosas de vivir aventuras dionisíacas. Un tipo como Henry, sí, o como Víctor, pero más allá de las convenciones, las ganas de ser hipnotizadas —ellas tan inocentes, tan risueñas— por un conde depravado, de bailar charlestón en un garito clandestino repleto de gánsteres, de que un desalmado con manazas de estibador se colara por la ventana de su habitación nupcial y las persiguiera tirándolo todo a su paso. Hollywood, que había tomado nota de lo productivas que resultaban en la taquilla, las mimaba con fruición, ofreciéndoles personajes convenientes.[6] Whale se atiene a las instrucciones del guion, pero parece seguirlas a regañadientes, dándole al público apenas unos cacahuetes —algún que otro achuchón con Víctor en la oscuridad de la torre—, hasta que, de repente y sin previo aviso, pasa de cero a cien en una escena de la que nos ocuparemos después y que ha devenido antológica. ¿Hubiera sido preferible una Elizabeth menos timorata? Los corderitos, si son blancos, hacen que el lobo parezca más negro.
Volvamos a la secuencia.
Elizabeth despide a Víctor, que se disculpa por su atrevimiento, aunque ella no se lo tiene en cuenta. Sale al recibidor súbitamente para comunicarle que lo acompañará en sus indagaciones. Es aquí cuando se nos muestra otra cara de la mansión. Las sólidas vigas, los trofeos de caza, los pendones guerreros colgados de las paredes y esa armadura de acero en primer término testimonian donde estamos. Abandonamos pues la Inglaterra victoriana y entramos en la Alemania de los junkers. Anochece y el ama de llaves baja las escaleras portando un candelabro encendido. La mansión, enorme y lóbrega, se prolonga en esas escaleras que conducen tanto al sótano como al cuarto de las criadas. Hay rincones oscuros en el severo hogar de los Frankenstein.
Ya han sido presentados los dos mundos de Henry: el del profanador de tumbas y el del hijo de un aristócrata. De un lado la libertad del creador, del otro las obligaciones del heredero, y, entre ambos mundos, un interrogante. Es la hora de ir a visitar la universidad, el último nexo entre su posición social y su alma rebelde.
ENCADENA CON:
La importancia de un buen escritorio
Secuencia 5. Noche. Despacho del Dr. Waldman.
Elizabeth y Víctor se entrevistan con Waldman en su despacho. Waldman les descubre la naturaleza turbulenta de Henry y, tras algunas vacilaciones, accede a acompañarlos.
Con el despacho universitario volvemos a los dominios de la luz eléctrica. El gabinete en el que Waldman recibe a Elizabeth y a Víctor es un cubículo lóbrego y desagradable, un pequeño tanatorio académico organizado con la meticulosidad de un entomólogo. En la estantería del fondo, una hilera de cráneos reposa sobre otra de libros. Extraños seres aprisionados en tarros de cristal se vislumbran en la oscuridad. Al igual que ocurrió en el cementerio y en la mansión, otra vez nos encontramos con los jugadores repartidos en dos campos, pero aquí la frontera no la establece la esfinge de la muerte, o el ama de llaves, sino esa hilera de cráneos etiquetados y de libros polvorientos. En un lado, Víctor y Elizabeth; en el otro, Waldman. Y junto a él, una calavera sujeta al escritorio por un soporte. Víctor apoya su brazo indolente sobre uno de los libros de Waldman, que no pierde ocasión para lanzarle miraditas cáusticas. Los rostros de ambos hombres quedan parcialmente en las sombras. En cambio, el de Elizabeth y el de la calavera aparecen completamente iluminados. La calavera, desnuda de carne, mira a Elizabeth, envuelta en pieles.
Museo Lombroso, Milán
Según Waldman, que oficia de busto parlante, Herr Frankenstein es brillante, pero también es imprevisible, pues está poseído por una «ambición alocada». Y todo ello porque no se ha conformado con los manoseados muertos de la academia.
Waldman
Quería que le proporcionáramos otros cuerpos, sin importarle demasiado dónde o cómo los conseguiríamos. Le dije que sus exigencias eran descabelladas, y se marchó de la universidad para poder trabajar sin trabas. Encontró lo que buscaba en otra parte.
Sus gestos enfáticos y sus medias palabras, si bien impresionan vivamente a Elizabeth, no logran el mismo efecto sobre Víctor, con su bigote californiano y su desenvuelta simpleza. «¿Qué significan las vidas de unos conejos y unos perros?», pregunta con despreocupación. Waldman, al que la indolencia de este personaje le resulta ofensiva —los libros, fundamento de su auctóritas solo le sirven a Víctor como reposabrazos— adelanta su rostro y con tono mordaz le replica: «No termina usted de entenderme… A Herr Frankenstein solo le interesaba la vida humana. Primero destruirla, para luego reconstruirla. Esa es su locura».[7] Silencio. Expectación.
Cabe preguntarse por qué Waldman difama al bueno de Henry presentándolo como una especie de Joseph Schumpeter del bisturí, como un destructor creativo empeñado en liquidar a algunos proletarios para sustituirlos por potentes máquinas humanas. Porque Henry, como ya hemos visto, no es un asesino, sino un espigador de fiambres, un joven rebelde que vive en una torre okupada. Es un apóstol del reciclaje, no de la destrucción. Su exceso de sensibilidad, sus sofocones y desvanecimientos hay que inscribirlos dentro de la histeria, no de la psicopatía. ¿Celos profesionales? ¿Qué más? Tras su aparente sensatez, Waldman manifiesta una doblez que solo se hará evidente más adelante.[8] Así que, tras dejar claro su altísimo valor estatuario, accede a acompañar a los jóvenes en su arriesgada aventura.
FUNDE A NEGRO
La torre y la fábrica
Secuencia 6. Noche. Torre.
Henry Frankenstein prepara febrilmente el gran acontecimiento. En ese momento, Elizabeth, Víctor y Waldman irrumpen en la puerta de la torre. Ante la violencia de la tempestad, Henry se ve obligado a franquearles el paso. Una vez dentro, los convierte en testigos de su experimento.
En la portada del Frankenstein de Mary Shelley, de 1831, se vislumbra un arco gótico al fondo de la estancia en la que despierta la Criatura, y es sabido que el conde Drácula, ese gentleman que vence a la muerte como los inversionistas vencen las crisis económicas, nutriéndose de sangre joven, es incapaz de conciliar el sueño si no es bajo las bóvedas de alguna abadía abandonada. Tras las contrarrevoluciones decimonónicas, las torres y campanarios que las multitudes de 1789 habían destruido al grito de «¡fuego a los castillos, paz en las chozas!», recuperaron su prestigio como lugares en los que reaparecía lo reprimido, identificándose este con un pasado oscuro e incitante. Las antiguas posesiones feudales tornaron en testigos de lo fabuloso. El éxito de la arquitectura medievalizante corre paralelo al de los nacionalismos. Atalayas fantásticas, gárgolas y ventanales ojivales reaparecieron en las fachadas de las mansiones, de las universidades, de los cuarteles e incluso de las fábricas al mismo tiempo que lo hicieron los poetas de lo legendario, los cantores de las ásperas montañas y los floridos valles de la Patria. Pero esto solo era la cáscara mística. El núcleo lo constituían las nuevas compañías coloniales, los hornos de fundición, los cañones Krupp, los cables telegráficos y los modernos generadores eléctricos. Y con ellos, el proletariado. El valor de la fuerza de trabajo se medía por la capacidad que manifestaran los obreros para parar el trabajo por la fuerza. Frente a la explotación, el sabotaje. ¿Cómo reconducir la tensión? La burguesía, sobre todo en Alemania, puso en funcionamiento un engendro ideológico de gran calado, aquel que pretendía restituir la armonía entre las clases sociales mediante una revolución conservadora, identitaria y xenófoba, un movimiento nacional dispuesto a romper los límites establecidos, apelando no a las nociones de igualdad, fraternidad y libertad, sino a la potencia vitalista y expansiva de los propios valores reaccionarios.[9] Ya en el siglo xx, la imaginería medieval conoció un segundo florecimiento de la mano de la arquitectura totalitaria. Los torreones del romanticismo preludiaban las siniestras torres que dan entrada a los campos de Auschwitz-Birkenau y Mauthausen.
La escena final de Metrópolis, película que le sirvió de contrarreferente a James Whale, tiene lugar en los pórticos de la vieja catedral. Es allí, frente a la masa de obreros y con los muros góticos como testigos, donde el hijo del patrón, idealista rebelde vestido de blanco, junta las manos del capataz a las de su padre, mientras que la auténtica María murmura: «No puede haber comprensión entre las manos y el cerebro si el corazón no actúa de mediador».[10] La falsa María, el Robot, la «Ramera de Babilonia» con la que el malvado y judaizante Rotwand ha provocado el colapso energético y financiero de la ciudad, ha sucumbido bajo las llamas de la pira popular un par de secuencias antes. Ahora y solo ahora puede fundarse una nueva familia que integre el porvenir en los valores ancestrales de la comunidad. Esto ocurría en 1927, fecha de estreno de Metrópolis, pero cuatro años después, en 1931, tras un crack bursátil de escala planetaria y con el bigote de Hitler anunciándose en todas las cervecerías, la comprensión entre las manos y el cerebro exigía ya algo más que el amor de la casta María.[11] La ideología de la guerra, que aunaba el acero con la tradición, el ascetismo con la sed de conquista, se convirtió en el referente espiritual para autores como Ernst Jünger, que en 1932 publicaba El trabajador.
Muy pronto quedó claro que se han vuelto insuficientes las fuentes de energía que se alimentaban de la lejanía o del pasado, por ejemplo, las ensoñaciones aventureras o de un patriotismo convencional. La realidad efectiva del combate reclama unas reservas distintas.[12]
En un abrupto pico, alzándose sobre el bosque, se yergue una atalaya de gruesos muros. Abajo, los abetos azotados por la tormenta replican la inquieta llama de la vela que ya hemos visto en la casa familiar de los Frankenstein. Lo que allí era sugerencia, aquí se convierte en furiosa expresión de una naturaleza desatada. Estamos en el territorio de los fuertes, del oso, del águila, de los animales de rapiña, de los que se oponen al rebaño;[13] este es el refugio del emboscado, allí donde habita lo insólito:[14] la torre de Henry Frankenstein.
El interior del edificio es colosal, casi expresionista en su desmesura. Bajo la sólida estructura de vigas de madera, entre cadenas y poleas arcaicas, Henry ha erigido su centro de experimentación. Pero este recinto, en el que la utopía tecnológica —la Tecnik— se apoya en la piedra feudal —la Kultur—, también tiene algo de habitáculo estudiantil, de buhardilla parisina dominada por la improvisación. A pesar del despliegue eléctrico de máquinas, la fuente de luz sigue siendo la bujía, y aunque Henry se vale de unos auriculares ultramodernos para testear la fuerza de la tormenta, Fritz desciende del terrado mediante una gruesa maroma como si fuera un pirata. La torre es el laboratorio y también es el rincón de sus juegos secretos, el lugar en el que el joven señorito puede jugar a las muñecas lejos de la mirada vigilante de los adultos.
Fuera, la tempestad arrecia. Henry comprueba conexiones y electrodos. Fritz corretea de aquí para allá, temeroso y admirado. El acontecimiento es inminente. Llegados a este punto, James Whale nos muestra por primera vez de qué va la cosa, y lo hace recurriendo a la vieja y eficaz técnica del striptease. Bajo una sábana asoma una mano cadavérica, lo cual causa espanto al crédulo Fritz, pero no a Henry, que lo tranquiliza tomando esa mano muerta para hablar de las suyas propias. «El cerebro de un hombre muerto esperando a vivir de nuevo en un cuerpo que he creado con mis propias manos ¡Con mis manos!». Seguidamente, levanta la sábana que cubre el rostro solo para mostrar que está cubierto con una venda y un imperdible, aunque se ven los cabellos… ¿De dónde sale esa mano suturada? Apuesto a que es la del soldado desintegrado por una explosión en una de las escenas de asalto a las trincheras en Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930), película de la que Whale tomó algo más que los escenarios del pueblo y de la que hablaremos más adelante.
Henry
Esta tormenta será esplendorosa. ¡Todos los secretos eléctricos del cielo!
Dentro de 15 minutos alcanzará su clímax.
Fotograma de Sin novedad en el frente de Lewis Milestone, 1930
Y subiendo un grado la tensión, ordena a Fritz que ponga en marcha los aparatos. Ahora sí, la corriente eléctrica se manifiesta en toda su potencia. Brinca por la superficie de los extraños artilugios como un gato enloquecido. Su chisporroteo anuncia el rugido de algo infinitamente más poderoso. Los truenos rajan la noche con sus fogonazos y las mantas de lluvia golpean los muros de la torre. Pero cuando todo parece listo para alcanzar el clímax se oyen los gritos de Elizabeth, de Víctor y de Waldman en la puerta de la torre, pidiendo entrar. Hay que abrirles, no cabe otra. Es así como aparece también un elemento nuevo, las escaleras, uno de los recursos obsesivos del cine alemán de la época, del que Whale hará un uso bastante particular.[15] Estas escaleras que comunican con la planta baja no solo son irregulares y carecen de asidero, como hechas a propósito para tropezar tontamente, sino que además pierden definitivamente cualquier atisbo de aura transcendental cuando Fritz se detiene en medio de ellas para ajustarse un calcetín y refunfuña como una ama de llaves achacosa. Los de Whale, a diferencia de los de Metrópolis, son peldaños escasamente metafísicos.
Lo que sigue ha sido perfectamente resumido por James Curtis:[16]
«Considero que la creación del monstruo es el momento culminante de la película [explica Whale], porque si el público no cree que la criatura ha sido realmente fabricada, no les importará nada lo que haga después. Para conseguirlo, empecé por mostrar a Frankenstein recogiendo los materiales uno a uno. Gracias a su conversación con el profesor Waldman demuestra que sí sabe algo sobre ciencia, y en especial sobre rayos ultravioleta, con los que espera producir el milagro. Para entonces los espectadores tienen que creer al menos que va a suceder algo; quizá sea un desastre, pero por lo menos se arrellanarán en las butacas para verlo. Frankenstein coloca a sus espectadores (John Boles, Clarke y Van Sloan) en sus sitios, da las órdenes finales a Fritz, gira los mandos y hace que la máquina diabólica remonte hacia lo alto, hacia el tejado, en medio de la tormenta. Ahora el doctor se halla en un estado de febril excitación calculado para arrastrar consigo tanto a los espectadores de la torre como a los que ocupan sus butacas en el cine. La luz cegadora del relámpago. El monstruo empieza a moverse, Frankenstein tiene únicamente que creer lo que ve, y eso mismo le pedimos al público.»
La escena de la creación es una obra maestra de puesta en escena: la camilla se alza hacia la tormenta entre planos breves de los espectadores. Whale subraya los rostros. Las caras cuentan la historia; Whale no utilizó nunca planos másteres y los rodó muy pocas veces. Los ruidos y fogonazos del equipo eléctrico, ideado por Kenneth,[17] son la música a la que se añaden las desbordantes manifestaciones por parte de Colin Clive: está vivo…» comienza con voz reposada. «¡Está vivo!… ¡Está vivo!… ¡Está vivo!»[18]
Antes de continuar, interesa detenerse en el breve diálogo que Henry mantiene con Waldman, ya que en él se pone de manifiesto un aspecto que resulta esencial para entender el meollo de la película. Ante la sutil e inquisitorial pregunta del viejo profesor —«¿de verdad cree que puede resucitar a los muertos?»— con la que apunta una vez más a la sospecha de que su exalumno sufre un desequilibrio psíquico, la contestación de este es de una brillantez anonadante, un auténtico corte epistemológico:
Henry
Ese cuerpo no está muerto. No ha vivido jamás. Lo he creado yo con mis propias manos,
de cadáveres robados de tumbas, de patíbulos, de cualquier parte.
Fotograma de Metróplois, de Fritz Lang, 1927
¿De qué habla Henry? La falsa María de Metrópolis es un robot humanoide, el Golem no es más que una figura de arcilla que cobra vida gracias a la hechicería y Drácula está muerto y está vivo al mismo tiempo, es un ser que se desliza por la noche entre la vigilia y el sueño. Pero un cuerpo humano que no está muerto porque no ha vivido jamás constituye una imposibilidad lógica, una aporía del razonamiento cartesiano. Henry nos sitúa ante una paradoja. ¿Cómo resolverla? La respuesta exige dar un pequeño rodeo.
Rebobinemos la cinta a la secuencia anterior. Víctor conversa con Waldman en su despacho y le pregunta: «¿Qué significan las vidas de unos conejos y unos perros?». Y Waldman le contesta: «No termina usted de entenderme. A Herr Frankenstein solo le interesaba la vida humana. Primero destruirla, para luego reconstruirla». Ya hemos demostrado la falacia implícita en esa respuesta, pues Henry no es un psicópata, sino un histérico; pero más allá de esto, lo que está haciendo Waldman es incidir en la radical diferencia entre la vida humana y la vida animal. Lo grave no es que Henry experimente, sino que lo haga con humanos. Esta diferenciación clásica es la que subyace también en el Heidegger de Ser y Tiempo cuando distingue lo ontológico de lo óntico en su fundamentación del ser del Dasein, con la salvedad de que Heidegger no habla de hombres frente a conejos, sino de muertes auténticas e inauténticas.
Heidegger y Whale nacieron el mismo año y, al igual que tantos otros, se vieron sacudidos por la brutal desestructuración psíquica que supuso la Primera Guerra Mundial. De las trincheras volvieron millones de hombres preguntándose qué demonios había pasado, qué sentido había tenido estar masacrándose durante cuatro largos años por cien asquerosos metros de tierra enfangada. La pregunta por el sentido de la vida se volvió un tema obsesivo, al punto de dar pie a una de las corrientes de pensamiento más significativas del siglo xx, el existencialismo. Cuando la crisis económica del 29 acabó por destruir los vínculos emocionales que aún ligaban al individuo con su entorno social, la pregunta regresó como una exigencia de acción inmediata.
«La expresión «muerte» ¿tiene una significación biológica o una significación ontológico-existencial?»,[19] se pregunta Heidegger. Es importante, según él, no confundir el cadáver con el difunto. El cadáver es un producto de la definición médica (el «exitus» clínico), pero el difunto lo es de una particular «ocupación», aquella que lo transforma en una presencia a través de las honras fúnebres, las exequias y el culto a la tumba. En la base de la investigación sobre el fallecimiento subyace, pues, una paradoja, ya que la muerte como tal no parece completamente abarcable desde ninguna de las dos posibles objetivaciones, la médica y la tradicional. Pero, paradójicamente, es precisamente esa imposibilidad la que nos permite acceder al problema ontológico.[20] La muerte, no ya como destino biológico o cultural, sino como posibilidad inmediata, nos sitúa en un terreno extraño al de nuestras certezas cotidianas. La angustia que provoca su presencia abre un vacío que no puede suturar ni su aprehensión biológica (la muerte como puro desaparecer) ni su aprehensión social (la muerte como fenecer). Esta angustia fundamental, la de toparnos con un límite infranqueable, pero a la vez inasible, es la que contiene la pregunta por el sentido de la propia existencia.[21] El Dasein, el «ser ahí» o «ser arrojado en el mundo», solo alcanza su identidad, su pleno reconocimiento, cuando acepta su condición de «ser para la muerte», es decir, cuando, frente a la banalidad de una vida sumergida en el olvido del ser, hace de la existencia un desafío y decide enfrentar la propia muerte como su posibilidad más personal, más auténtica.
A principios de los años 30, Heidegger ilustró muy gráficamente lo que consideraba como muertes auténticas en, al menos, dos ocasiones. En 1934, tres años después del estreno de Frankenstein y uno desde la ascensión al poder de los nazis, publicó un articulito titulado ¿Por qué permanecemos en la provincia? El leitmotiv lo constituye la contraposición entre la ciudad y el campo. Según nos cuenta, lo que le resultó determinante para rechazar la prestigiosa plaza que le ofrecieron como profesor en Berlín fue la forma en la que murió una anciana campesina vecina suya:
Hace poco le llegó la hora de la muerte a una campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a menudo y de buena gana, y me enseñaba viejas historias del pueblo. En su lenguaje enérgico y lleno de imágenes conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas sentencias que habían llegado a ser ininteligibles para los actuales jóvenes del pueblo y, así, han desaparecido del lenguaje vivo. Todavía en el año pasado, cuando yo vivía solo semanas enteras en el refugio, esta campesina, con sus 83 años, subía a menudo la abrupta cuesta que conduce a él. Quería ver, como decía, si yo todavía estaba allí y si no me había robado de improviso «algún duende». La noche que murió la pasó conversando con sus parientes y, hora y media antes de su fin, envió todavía un saludo al «señor profesor». Tal recuerdo vale incomparablemente más que el más hábil «reportaje» de un periódico de circulación mundial sobre mi pretendida filosofía.
La cabaña de Heidegger en Todtnauberg
En otro artículo homenaje de la época describe la muerte de uno de los iconos del primer nazismo, Albert Leo Schlageter, un joven teniente, también de su comarca, al que el ejército francés fusiló en 1923 tras pillarlo in fraganti ejecutando un sabotaje en la cuenca minera del Rhur ocupado. El último cara al sol del joven Albert casa perfectamente con el fallecimiento sencillo y decoroso de la anciana. La serenidad y valor ante la suprema hora certifican la autenticidad de ambas muertes. Y esa autenticidad es la que da sentido a la vida colectiva de la comunidad. Judíos, temblad.
Cuando él estuvo de pie, parado indefenso frente a los fusiles franceses, la mirada interna del héroe sobrevoló sobre los orificios de las armas para alcanzar la luz del día y las montañas de su hogar para decir que se puede morir por el Pueblo Alemán y su Reich con el paisaje campestre germánico ante sus ojos.[22]
La muerte inauténtica se emparenta, pues, con la reservada a aquellos que no tienen el valor ni la posibilidad —pues no disponen de una cabaña sobre la que ruja la tormenta ni de un bosque para pasear— de hacer frente a las verdades sencillas y fundamentales. Se trata de gentes perdidas en las entrañas de la máquina, desechos humanos de los campos de concentración, masas de consumidores abducidos por los grandes almacenes, hombres que son como los perros y conejos a los que se refiere Víctor[23] y por tanto pueden ser liquidados por los discípulos de Eugen Fischer[24] porque, estrictamente hablando, no mueren, simplemente desaparecen.
Retrato de Albert Leo Schlageter hacia 1923
Fusilamiento de Albert Leo Schlageter, 1923
Lo que Henry ha de resolver, y es lo que constituye el núcleo de la trama, es el mismo dilema al que se enfrenta Heidegger. ¿Cómo afrontar la existencia inauténtica de ese al que unos llamarán el «monstruo» y aquí llamaremos el «sin nombre» y también «apátrida», porque no tiene padre ni patria? ¿Qué lugar ocupará respecto al orden patrimonial e identitario que define el ser de la comunidad? Cuando se trata de proletarios, la figura paterna no le merece a Henry el más mínimo respeto. Sin mayor empacho asalta la tumba de los campesinos, desentierra el difunto, le quita las botas —que luego pintará Van Gogh y sobre las que Heidegger escribirá un conocido ensayo—,[25] lo trocea y lo mezcla con los restos de criminales ejecutados. Pone en práctica un antipatriarcado sin concesiones. Pero cuando se enfrenta a su propio padre, el barón Frankenstein, su actitud es, por el contrario, bien distinta.
Es desde esta disonancia desde donde se puede entender la lógica de la secuencia que sigue y que tan denostada ha sido por la crítica dada su patética comicidad. A la escena cumbre de la película, con un Henry absolutamente fuera de sí, casi en trance, comparándose con Dios porque ha conseguido recrear artificialmente nada menos que la vida (¿humana?), sigue un cubo de agua fría: Elizabeth y Víctor se esfuerzan en disimular lo que han visto ante el barón Frankenstein, que los interroga en bata de andar por casa.
FUNDE A NEGRO
Notas
[1] «La llama de una vela es un modelo de vida tranquila y delicada en una noche cualquiera. Sin duda, el menor soplo la perturba». Gaston Bachelard. La Llama de una vela, Monte Ávila Editores, Caracas, 2002, p. 27.
[2] Adolf Loos, Ornamento y delito, Gustavo Gili, Barcelona, 1980.
[3] M. Heidegger, «Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en la provincia?» (7 de marzo de 1934), en Derecho a réplica [derechoareplica.org], trad. de Nicolás González Varela.
[4] Theodor Adorno, Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, Akal, Madrid, 2005. Lotte H. Eisner, La Pantalla demoníaca: las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo, Madrid, Cátedra, 1996. «La escenografía esencialista que pone en funcionamiento Heidegger se corresponde punto por punto a cierta moda cinematográfica expresionista que enlazará, posteriormente, con las coreografías mitológicas nacionalsocialistas, y que tiene como base lo que los críticos denominaron la «stimmungsbilder», las imágenes paisajísticas impregnadas de atmósfera, una atmósfera a la que atraviesan los efluvios del «Gëmut» alemán, es decir, una mezcla muy particular de sensibilidad y sentimentalidad», nos recuerda Lotte H. Eisner. Whale domina perfectamente esos códigos y se sirve de ellos con mordacidad.
[5] Sigfried Kracauer, Los empleados, Gedisa, Barcelona, 2009. Muchos años después, Woody Allen abordó cinematográficamente esta cuestión en La rosa púrpura del Cairo.
[6] Mae Clarke, la actriz que encarna al personaje de Elizabeth, encajaba a la perfección en ese papel entre compasivo y sensual que se esperaba de ella. 1931 fue su año de gloria. En El Puente de Waterloo (The bridge of Waterloo, 1931), dirigida por James Whale, interpretó a la prostituta bondadosa que es rechazada por la aristocrática familia del soldado. También encarnó a la sufrida novia de un gánster brutal en El enemigo público número uno y a la esposa de otro malhechor en Picture Snatcher. Podía adaptarse a papeles picantes, aunque solía interpretar los de la buena chica. Pero le faltaba ese halo de depravación devastadora y fetichista que constituyó la figura de la Femme Fatale y eso quizá le costó el protagonismo. Demasiados mamporros sin respuesta para seguir siendo una estrella.
[7] Aquí, Waldman, que sin duda tiene entre sus libros un ejemplar de Los anarquistas, de Cesare Lombroso, podría abrirlo y leerles un parrafito, reforzando así su argumentación: «La vanidad, el misticismo o la exagerada religiosidad, las alucinaciones vivísimas y muy frecuentes, la megalomanía y la genialidad intermitente, unidas a la acometividad propia de los epilépticos y los histéricos, son atributos comunes a los innovadores políticos y religiosos». Pero eso sería ir demasiado lejos, porque Henry, no hay que olvidarlo, es el hijo del barón Frankenstein, no un seguidor de Nechayev al que se pueda enviar al psiquiátrico acompañado por un par de policías. Y además el público no necesita tantas explicaciones.
[8] Al fin y al cabo, como señala Fritz K. Ringer, pertenece a esa casta de mandarines académicos que, con la irrupción del capital industrial, «entrarán en un periodo de crisis, cuando no de ocaso, con el peligro de ser completamente ignorados. Su futuro dependerá entonces de su habilidad para traducir su ideología al lenguaje de sus competidores modernos. Si no logran encontrar la base para establecer una alianza con los nuevos grupos sociales, terminarán por ser derrotados de una u otra forma». Fritz K. Ringer, El Ocaso de los mandarines alemanes: catedráticos, profesores y la comunidad académica alemana, 1890-1933, Pomares, Barcelona, 1995, p. 28.
[9] Mejor: un capítulo aparte se necesitaría para indagar las vinculaciones entre Blancanieves y la Cenicienta con el castillo Neuschwanstein, en Baviera, pero eso escapa a la presente investigación.
[10] Pierre Bourdieu, La ontología política de Martin Heidegger, Paidós Ediciones, Barcelona, 1991, p. 40.
[11] Mientras Rotwand idea su robot en una casa que viene a ser el gueto judío de la ciudad, Henry, el aristócrata, fabricará su criatura en las cimas de una abrupta sierra. Y lo que Fritz Lang describe como un proceso armónico, gradual, de una sensualidad insinuante, James Whale lo anuncia como un parto explosivo, pleno de vitalismo.
[12] Ernst Jünger, El trabajador, Tusquets ed., Barcelona, 1990, p. 58.
[13] Oswald Spengler. Regeneración del imperio alemán: el hombre y la técnica, Torredembarra, Fides, 2016. Por oposición a la montaña, la ciudad será el lugar de las ratas, los cerdos y los proletarios. Kracauer lo describió sucintamente: «Mucho antes de la Primera Guerra Mundial, grupos de estudiantes de Múnich salían de la aburrida ciudad todos los fines de semana para dar rienda suelta a su pasión en los cercanos Alpes Bávaros. Nada les parecía más grato que la roca fría y desnuda y las tinieblas del amanecer. Rebosantes de impulsos prometeicos trepaban por alguna «chimenea» peligrosa, luego fumaban plácidamente sus pipas en la cumbre y miraban hacia abajo con orgullo infinito, hacia lo que ellos denominaban «cerdos del valle», esas multitudes plebeyas que jamás se esforzaban en elevarse a las alturas enhiestas. Lejos de ser deportistas comunes o impetuosos amantes de panoramas majestuosos, eran escaladores de montaña muy devotos que cumplían con el ritual de una religión. Su actitud equivalía a un idealismo heroico que, por su ceguera frente a ideales más importantes, se consumía en hazañas turísticas (….) Si bien esta clase de heroísmo era muy insólita para servir de modelo a la gente de los valles, estaba inmersa en una mentalidad emparentada con el espíritu nazi. La inmadurez y el entusiasmo montañés eran una misma cosa». Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán, Paidós, Barcelona, 1995 pág., 10.
[14] Ernst Jünger, Tratado del rebelde, Editorial Sur, Buenos Aires, 1964, p. 68.
[15] «Dejemos a los psicoanalistas la tarea de descubrir en el gusto por las escaleras y los pasillos todos los deseos reprimidos que les parezca. ¿Pero no podríamos sin embargo admitir que las escaleras simbolizan para el psiquismo de los alemanes, a quienes les fascina el «Werden» (el «Devenir») más que el «Sein» (el «Ser»), una ascensión, y que los escalones representan los grados? ¿Y acaso no está permitido, si consideramos el respeto tan chocante en los alemanes por la simetría, pensar por aproximación que la simetría de una escalera es para él símbolo de equilibrio y de armonía? (…).» Lotte H. Eisner, op. cit., p. 9.
[16] James Curtis, op. cit, p. 87. Cabe apuntar aquí que en el doblaje español que ha llegado hasta nosotros, los censores consideraron excesivo que Henry acabara gritando «Now I know what it feels like to be God!» («¡Ahora sé lo que se siente al ser Dios!»), y esta frase fue suprimida.
[17] Kenneth Strickfaden, más conocido como Mr. Electric, fue el artífice de este prodigio de chispas salvajes que aún hoy provocan asombro. Trabajó en más de cien películas y la última fue, precisamente, la prodigiosa El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein), en 1974.
[18] James Curtis, James Whale, op. cit., pp. 87-88.
[19] Martin Heidegger. Ser y tiempo, Editorial Trotta, Madrid, 2012, p. 254
[20] Martin Heidegger, op. cit., p. 263.
[21] «La muerte es la posibilidad de la radical imposibilidad de existir. La muerte se revela, así, como la posibilidad más propia, irrespectiva y sobresaliente (…). La angustia ante la muerte es angustia ‘ante’ el más propio, irrespectivo e insuperable poder-ser. El ‘ante-ser’ de esta angustia es el estar-en-el-mundo mismo. El ‘por qué’ de esta angustia es el poder ser radical del Dasein. La angustia ante la muerte no debe confundirse con el miedo a dejar de vivir. Ella no es un estado de ánimo cualquiera, ni una accidental ‘flaqueza’ del individuo, sin, como disposición afectiva fundamental del Dasein, la apertura al hecho de que el Dasein existe como un arrojado, estar vuelto hacia su fin (…) La diferencia frente a un puro desaparecer, como también a un puro fenecer y, finalmente, frente a una ‘vivencia’ del dejar vivir, se hace más tajante». Heidegger, op., cit., pp. 267-268.
[22] Theodor Adorno ya señaló, haciendo gala de una ácida ironía, cómo ese imaginario provinciano al que se aferra Heidegger se ajustaba a los enmohecidos instintos del kitsch pequeñoburgués alemán de entreguerras. (Theodor Adorno. Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, Akal, Madrid, 2005). Basta echar una ojeada al universo pictórico nazi para comprobarlo. Pero la figura del buen campesino, honrado, silencioso y trabajador, tosco y entregado, receptáculo de las verdades esenciales y simples, ya estaba firmemente enraizada en el imaginario burgués. Así, alguien tan contrapuesto a Heidegger como puede ser Zola usa la misma dicotomía. En La debacle, escribe: «La parte sana de Francia, la razonable, la ponderada, la campesina, la que había permanecido más cerca de la tierra, era la que suprimía a la insensata, a la exasperada, echada a perder por el Imperio, trastornada por fantasmagorías y por un ansia de goces; y había sido preciso que cortara su propia carne, que desgarrara todo su ser, sin saber muy bien lo que hacía. Pero era necesario aquel baño de sangre, y de sangre francesa; un atroz holocausto, un sacrificio vivo, en medio del fuego purificador…» (La debacle, Zola, citado por Paul Lidsky, Los escritores contra la Comuna, Dirección Única Ediciones, Barcelona, 2015, p. 169)
[23] «A través de lo que la alta estilización de la muerte en autenticidad silencia, se convierte Heidegger en cómplice de su atrocidad. Todavía en el cínico materialismo de las salas de autopsia es la muerte más sinceramente reconocida y objetivamente denunciada con más fuerza que en la verbosidad ontológica». Adorno, op. cit., p. 117.
[24] Eugen Fischer fue uno de los más destacados ideólogos de la higiene racial nazi. Ocupó, entre otros cargos, una cátedra de antropología en la Universidad de Friburgo, y mantuvo una gran amistad con Heidegger antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Entre sus discípulos se encuentran algunos de los más reputados genocidas de los campos de exterminio. Benno Müller-Hill le dedicó algunas líneas relevantes en La ciencia del exterminio. Antropología y psiquiatría nazis, 1939-1945, Dirección Única Ediciones, Barcelona, 2016.
[25] Martin Heidegger, «El origen de la obra de arte» en Caminos de bosque, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
Falconetti Peña fue víctima adolescente de la estulticia reinante en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada, lo que le llevó a decantarse por la cosa callejera. Descubrió el significado de los bornes que asoman por el cuello del Monstruo de Frankenstein una noche de tormenta en la que se le fue la batería al coche y un tractorista lo sacó del atolladero. Desde entonces cree en los tractores. Y en Valle Inclán. Ha realizado varios documentales: Huellas robadas (2003, codirector), El Forat (2004), Autonomía Obrera (2009, codirigido con Orsini Zegrí), Causa 661/52. La insolencia del condenado (2010) y Oscuros Portales (2011). Ha escrito diversos guiones de ficción. Actualmente compagina su labor como editor en Dirección Única ediciones con la docencia. Tiene una foto del Cojo Manteca encima de su escritorio. Se declara no culpable.
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