Con la excusa de la reedición en Chile de Dile que no estoy de Alejandra Costamagna, novela con la que quedase finalista del premio Planeta-Casa de América, Luis López-Aliaga se acerca a la producción de la escritora y su pasado de amistad común. Un texto que transita entre la crítica literaria y la autobiografía que ponemos, contentísimos, a disposición de los lectores de penúltiMa. 

 

Conocí a Alejandra Costamagna a mediados de los noventa, en el taller que Antonio Skármeta realizaba en el Instituto Goethe, al que nosotros le decíamos Goethe Institut, con fruición, como si supiéramos alemán. Se le conocía como “el taller de Skármeta”, pero se llamaba en realidad Taller Heinrich Böll, en honor al autor de Opiniones de un payaso, la novela en la que Hans Schnier, artista de la representación, clown, presencia cómo en la Alemania de la posguerra todos a su alrededor se acomodan y él, educado entre el miedo y la crueldad, se queda como un mendigo en la estación de trenes, a la espera de unas pocas monedas que premien su arte.

Buenas tardes colegas, saludaba el maestro a los elegidos. Alto, corpulento, miraba siempre desde arriba, con una sonrisa estampada en su rostro redondo y calvo, con los ojitos achinados detrás de los lentes de finos marcos de metal.  Él nos había elegido, después de leer un texto con el que postulamos esperanzados de graduarnos de escritores. Y eligió a Alejandra Costamagna, Alejandro Cabrera, Nona Fernández, Francisco Ortega, Marcelo Leonart, Andrea Jeftanovic, María José Viera Gallo, y otros ocho privilegiados. Así nos sentíamos, privilegiados, como si fuéramos músicos y hubiéramos sido becados en el Conservatorio. Ahí, en el centro cultural que lleva el nombre del autor de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, éramos veinteañeros que creían estar destinados a grandes cosas, como publicar en una antología, escribir en La Época, que nos invitaran a alguna feria del libro, en provincia. Conseguimos, casi todos, ganar un Fondart y que hicieran alguna recreación de un cuento nuestro en “El show de los libros”, el programa de televisión que inventó y animó el propio Skármeta.

Fue una idea genial, inesperada, el libro como espectáculo, los autores como animadores de sus propias obras, la entretención como bandera de lucha.  “El show de los libros” le daba, de paso, sentido y aval al nuevo proyecto de TVN como canal autónomo, sometido a las exigencias del mercado, pero con la peregrina idea de seguir siendo un “canal público”. Todos creímos en el proyecto. Una ingenuidad más, el libro, la literatura, como objeto de consumo masivo, un artículo de primera necesidad en un país que, después del trauma dictatorial, haría carne el manifiesto parreano. Creímos, de paso, en la antipoesía.

Eramos promesas y, tarde o temprano, habría que pagar la cuenta. La mayoría, en todo caso, publicó algún libro, pero otros se convirtieron en expertos catadores de vinos, en abogados especialistas en derechos de autor, se fueron a vivir al extranjero sin casi dejar rastros. Los recuerdo a todos. Pato Tapia, Paola Dueville, Leo Boscarin, Franz Ruz, Marcia Álvarez. Algunos son mis amigos hasta el día de hoy. Hay, sin embargo, un nombre que se me escapa. Era joven como nosotros, pero muy serio, y creo que venía de provincia. Su proyecto literario tenía que ver con masturbarse. Ese era su tema y así lo expuso en la primera sesión de taller. De eso quería escribir. De la paja. No sabía bien si quería escribir cuentos, novelas o autobiografía. Sólo sabía que quería escribir de eso, del onanismo, la manuela, la macaca, la manfinfla. Nosotros, el resto, nos reímos a sus espaldas, comentamos sobre lo absurdo de su proyecto y a la tercera sesión el chico no volvió más. No recuerdo su nombre, pero podría llamarse, por ejemplo, Lautaro Palma.

Discreta, algo tímida, Alejandra Costamagna observaba y tomaba notas durante el taller, sentada en una esquina de la mesa grande donde nos reuníamos a comentar los textos que presentábamos como si declaráramos ante un tribunal histórico. En voz baja se llamó su primera novela, de 1996, casi la evidencia de una imposición de época: hablar despacito, sin armar boche. En los años siguiente vinieron otros cuatro libros, alternando novelas y cuentos, hasta que publicó Dile que no estoy (reeditada hoy en una cuidada edición de Seix Barral), la novela protagonizada por Lautaro Palma, un pianista promisorio que, por aquellos mismos años del taller de Skármeta, llega de Calbuco a Santiago para estudiar en el Conservatorio. Algo TOC, Lautaro no se sentía muy comprendido por sus profesores y compañeros, y vivía lleno de pensamientos mágicos, cabalísticos, estrategias mulas de sobrevivencia impuestas como “cláusulas mentales”; caminar sin pisar ni una sola línea de los pastelones de la calle, por ejemplo.

Los años cruciales en la formación emocional de Lautaro son los noventa, en Chile, aunque las señales explícitas de época en la novela son tenues:

Un discurso de Aylwin como el rumor de un televisor.

Un rayado que dice “Pato traidor”

Un partido del chino Ríos en Roland Garros.

Un ataque a la embajada chilena en Lima.

La cara de buldog de un presidente (Frei)

Un temporal con damnificados en el sur.

Alguna película de la cartelera, algún tema de moda.

Lo relevante es ver cómo esas marcas de época aparecen y se proyectan desde el interior de Lautaro Palma. Campeón del pensamiento rumiante, inútil, Lautaro puede ser leído como representación de una generación que, vía el chantaje, tuvo que acostumbrarse a no decir, a contenerse, a evitar cualquier desborde. La tercera persona, focalizada, dibuja una pugna interior que nunca termina de explotar, al punto de volverse una especie de pensamiento insonoro. En cosas así piensa Lautaro, en la posibilidad de sonidos insonoros, sonidos que no se escuchan, que no explotan, que no cambian nada a su alrededor.

Los códigos de la transición internalizados como mandato de prudencia y ensimismamiento. Una tara que Claudina, su amiga en el sur, le recrimina: No seas tan así, le dice, ¿tan cómo?, tan “enfrascado”, y le explica que eso quiere decir “metido en tu mundo”. Y Lautaro piensa que la palabra adecuada sería entonces “enmundado”. Asombro lúdico y silencioso por las palabras, por su sonoridad y sus sentidos posibles.

“Qué cosa más ridícula decir aló, piensa. Por qué no “eló” o “uló””

“Chubascos, la palabra chubascos siempre le pareció graciosa”.

Un afán que, por su parte, Costamagna ha venido sosteniendo con frescura y rigor en una obra que suma ya más de una decena de títulos. A la luz de ciertas novedades que se instalan con la arrogancia de “lo que viene”, el suyo parece un gesto extemporáneo, una manía de vejetes que pierden el tiempo en esas cosas, en jugar con las palabras y sus relaciones posibles. Pero el tiempo se pierde igual y, a veces, se estanca, como el presente que ocurre en la novela ya entrado el siglo XXI: es el tiempo de la espera, de esa espera inquietante del que está por irse y no, la postergación evasiva del encuentro de Lautaro con su padre. Clave generacional también, lo irresuelto de ese vínculo, el peso insoportable de la autoridad.

Es como si el tiempo se negara a ponerse de nuevo en movimiento -un presente inútil, exasperante-, mientras no se interrogue el pasado y se intente, al menos, descifrar ese rostro oculto en la penumbra de una época. Como aquel muchacho del taller, del que no recuerdo su nombre, pero lo veo pálido y ojeroso, el pelo negro partido al medio, húmedo, como si se hubiera duchado recién, en alguna pensión de la calle Esmeralda, o lo mantuviera peinado con gel VO5 que compró especialmente para asistir al taller. Encorvado sobre la silla, serio, habla una sola vez, o dos, para decir su nombre, tan bajo que quizás ni lo escuchamos, y para decir que quiere escribir sobre la masturbación, un ensayo poético o un drama ensayístico, no estaba convencido todavía. El muchacho podría llamarse, insisto, Lautaro Palma, como síndrome, como marca generacional.

“Váyanse a la cresta, quiso decirles Lautaro. Pero se quedó callado”.

“Lautaro no sabe si decir buenas noches o no decir nada. No dice nada”

“A Lautaro le dan ganas, después se le quitan, de gritarle que se baje”.

“Eso no se lo dijo, pero lo pensó”

“Que te vayas, dice Lautaro para sí mismo. Eso es lo que siento mucho: que te vayas. Y quiere decírselo, pero sospecha que ya no tiene sentido”.

Tara moldeada en el cenit de los noventa, ese ensimismamiento forzado, de pensamientos insonoros, paja mental, un no decir que persiste y, a veces, irrita. Daniela, su polola en Santiago, le saca la foto: “Lo que pasa es que siempre le sacas la vuelta a las cosas, no reaccionas porque no te atreves a pelear”.

Todo se resuelve así, en definitiva: “Lautaro quería y no podía hablar”. Un gesto de permanente impotencia donde la pelea discursiva queda siempre inconclusa, postergada.  El “no decir” de Lautaro no tiene que ver solo con los límites del lenguaje, sino con los de una emocionalidad impuesta por un poder ambiental hegemónico, la manipulación capaz de convertir en tara personal un proyecto político.

La vigencia de Dile que no estoy habla de la densidad de una prosa instalada como un terreno llano y depurado, propicio para que el destello luzca y perdure en la memoria. Pero habla también de los nudos generacionales que aún quedan por desatar, las deudas, los trapos sucios, el trayecto que quizás nos devuelva al origen y de lo mucho que todavía queda por decir.

 

Luis López Aliaga (Santiago, 1969), hijo de emigrados peruanos es autor de, entre otros títulos, Cuestión de astronomíaLa imaginación del padre o Geografía de las nubes, que se han publicado en diversos países latinoamericanos. Su libro más reciente es Mundo salvaje. Además es uno de los responsables de la editorial Montacerdos, una de las más prestigiosas de Chile hoy.