Siguiendo con su línea de revisión de las voces de las artes venezolanas, María Laura Padrón se acerca hoy a la escritora Michelle Roche Rodríguez, ciñéndose más al que, quizás, sea el menos transitado de sus libros, el primero, para de ese modo repasar los cimientos de la trayectoria literaria de la autora.
Escribe, todo el tiempo, y desde hace mucho. El nombre de Michelle Roche Rodríguez, narradora, periodista, crítica literaria, académica y gestora cultural, lleva rato sonando. Primero, por su intenso trabajo en el periodismo cultural, especialmente en el diario El Nacional, y más adelante por sus obras Madre mía que estás en el mito (2016 ), Gente decente (2017) y Malasangre (2020). Desde 2015 reside en Madrid y en esta ocasión viaja hacia la experiencia de escritura de su primer libro: Álbum de familia (2013).

Como quien se sienta a revisar un viejo álbum de familia, revolviendo fotos desgastadas, leyendas en desuso; desempolvando las anécdotas más graciosas y las fotografías de ese “tío impresentable” que todos tienen —nadie se salva—, Michelle Roche Rodríguez rebuscó entre las historias hechas de luces y de sombras, que son una extensión de nuestro ser, y trasladó esa misma noción individual a la nación para conceptualizar su primer libro.
“La familia es el ideograma sobre el cual tú construyes tu identidad personal, de la misma manera que la nación construye tu identidad como grupo. Tú tienes ciertas características y te han formado de cierta manera para que como venezolano pienses de una forma u otra, eso también pasa en la familia y es algo contra lo que a veces tienes que luchar”.
Álbum de familia: Conversaciones sobre identidad y cultura en Venezuela (2013) nace en un momento de la historia en el que sentía inquietud por explorar y reflexionar en torno a la identidad; por ello cuando el editor de Alfa, Ulises Milla, le propuso participar en este proyecto, consideró que su aporte podría ir por esa línea.
“A mí la discusión que me interesaba era la de la identidad, puesto que si llevábamos tantos años viviendo la que se precia de ser la Gran Revolución de Izquierda en Venezuela, me preguntaba cómo se configuraría la historia y la cultura venezolana para el futuro. Sobre todo me preguntaba por qué la Revolución Bolivariana —lo digo con mayúscula porque aunque hay cierta negatividad en asumir que del chavismo va a quedar algo, del chavismo va a quedar mucho— no había generado una discusión real en torno a la identidad; por qué lo que se produjo desde el chavismo y desde la oposición iba en lugares tan distintos. Me interesaba saber quiénes publicaban, dónde los leían, si su obra era internacional…”.
Fue así que entrevistó a personajes del ámbito cultural venezolano: Elías Pino Iturrieta, Luis Britto García, Áxel Capriles, Carmen Hernández, Javier Vidal, Román Chalbaud, Marcelino Bisbal, Iraida Vargas, Margarita López Maya, Ana Teresa Torres, Pedro Calzadilla, Antonio López Ortega, Carlos Noguera, Gisela Gozak Rovero, José Antonio Abreu; propiciando entre ellos un reencuentro con su propia identidad y un diálogo con el pasado.
“Al principio hubo un rechazo hacia el trabajo con esta palabra porque cae en desuso en la academia, que se está volviendo cada vez más posmoderna, entonces las identidades no son fijas; pero estoy de acuerdo con que el mundo está hecho de concepciones culturales, está hecho de idioma y es fundamental la manera en la que nombras las cosas. Lo que está mal son las categorías que hemos creado y la categoría identidad venezolana está caduca”.

La estampa de Venezuela como un hotel
Es cierto que su intención no era asentar una definición de la identidad venezolana, diría que justamente está en contra; sin ánimos de caer en tópicos, argumenta que el venezolano es una persona signada con la mentalidad del rentismo petrolero y, por otro lado, destaca “la resiliencia” como una característica que es positiva y negativa a la vez.
“Porque hoy está triste y mañana está contentísimo; hay cierta inconsciencia en ese tránsito de una emoción a otra. Una montaña rusa que hace que siempre tenga esperanza y no sienta nada con la suficiente profundidad; aunada a la facilidad de sustraerse de los problemas y seguir hacia la idea de alcanzar un momento mejor. El cheverismo, como lo llamó Gisela Kozak Rovero, nuestro rasgo más feo y bonito, que hace llana una cantidad de cosas pero también hace más llevadero el día a día”.
A su juicio, y parafraseando a José Ignacio Cabrujas, la estampa más certera de Venezuela es la de un hotel en el que somos huéspedes y la relación que establecemos con sus rincones es meramente utilitaria; donde actuamos sin ninguna responsabilidad sobre el inmueble: dormir, ducharse, salir; ya alguien vendrá y recogerá.
“Cabrujas es un autor fundamental y creo que ahora está comenzando a rescatarse. Esta reflexión es sobre el país en los años noventa, en una entrevista de El Nacional, que habla de la mentalidad rentista del venezolano y sobre esa misma mentalidad rentista profundizo en mi obra. La renta, aquello que sacas de un bien, esa es la gran revolución. Si lees Álbum de familia te das cuenta de que la gran revolución no es el chavismo sino el petróleo”.
Eso que llaman venezolanidad, señala, se fundamenta en una riqueza que llega de la noche a la mañana, cuando en plena dictadura de Juan Vicente Gómez, Venezuela se convierte en el país más importante, no de Latinoamérica sino del mundo, en cuanto a exportación de petróleo; un acontecimiento que produjo el fenómeno del nuevorriquismo.
“Eso nos cambió completamente porque entró un chorro de dinero y se articuló la política del enchufe. Las primeras grandes concesiones de petróleo se le dieron a los gomecistas, quienes protegieron a un gobierno que estuvo amenazado por insurrecciones desde afuera y la oposición prometía a las potencias extranjeras que cuando se montaran en el poder le darían mejor acceso a los negocios petroleros. Nosotros nos convertimos en los nuevos ricos de Latinoamérica, nos acostumbramos a que ese país no era responsabilidad nuestra; los gobiernos, los negocios y la concepción de venezolanidad tienen que ver con esa noción de que hoy estás aquí, quizás mañana no. Cuando yo me refiero al hotel tiene que ver con esa noción de lo efímero, de que no hay nada que se mantenga, de que los ciclos históricos en Venezuela son muy cortos y es como que nunca terminas de digerirlos”.

Voces de la ciudad letrada
Álbum de familia es un trabajo concebido en 2013, “un momento histórico que no sucederá de nuevo sino hasta dentro de diez o quince años; en esas elecciones la gente de a pie estaba lista para cambiar de sino y la contribución que yo quería dar para ese cambio era esta, porque mi preocupación era que se nos podía olvidar de dónde veníamos”.
Uno de los pasos esenciales para la construcción del libro fue la selección de los entrevistados, vinculados con la ciudad letrada, un concepto utilizado para referirse a la intelectualidad de un país. Era importante escuchar lo que tenían que decir, pues “el trabajo de estas personas es pensar en opciones”.
“Incluí a esta gente porque su discurso grababa con mi discurso, con lo que yo quería decir. La pregunta fundamental de este libro es: ¿Les cambió la Revolución Bolivariana la identidad nacional? ¿Nos cambió la manera de vernos a nosotros mismos?”.
¿Crees que las respuestas a estas preguntas siguen vigentes?
Yo creo que sí. Si las haces a estos mismos actores te van a responder lo mismo. Román Chalbaud es un tipo removido de la realidad y yo creo que vive un poco de la nostalgia. ¿Qué me puede decir la obra de Luis Britto García que se quedó en los setenta? Igual que Carlos Noguera, a quien le tengo un cariño enorme; pero mira la vanguardia venezolana, mira lo provincianos que son. Vemos como la gran cosa la República del Este, la gente de Sabana Grande, la gente que se rascaba; y cuál fue la internacionalización de eso, dónde está la vigencia de tu trabajo como artista, porque cuando sales compites en igualdad de condiciones con otra gente y tienes que comenzar a explicarte y explicar hacia afuera tu obra como escritor, como artista, como gestor cultural. Es una manera provinciana de ver las cosas y para participar de la conversación mundial, tu obra tiene que dialogar con otra.
¿Tuviste que distanciarte de tus propias posiciones y convicciones para acercarte a los entrevistados sin prejuicios?
Lo primero que tuve que buscar fue paciencia. Las entrevistas duraron como cuatro horas, y alguna que otra, como la de Luis Britto García, se hizo eterna, pero en el libro no se trataba de transmitir esta sensación. La socióloga Carmen Velasco fue una sorpresa positiva, a Gisela Gozak Rovero tuve que editarle las groserías, Iraida Vargas casi me golpea cuando se enteró de que yo trabaja para El Nacional. El entonces Ministro de Cultura, Pedro Calzadilla, me citó a las siete de la mañana y llegó a las 9:30 am, pero él conmigo se portó muy bien, me llamó y me felicitó y hasta me entrevistaron en un medio chavista. La entrevista con José Antonio Abreu fue larga y mi objetivo no era que hablara mal del chavismo sino que hablara, pero esas cosas las aprende uno como periodista en el sentido de que a veces tú no puedes hacer las preguntas tan directas. Si tú me preguntas algo que yo no quiero responder te diré que no, pero hay gente que lo que hace es evadir…
Lectora, con consciencia de escritora
Lectora, en todo momento, obsesivamente, desde la infancia. Michelle Roche Rodríguez recuerda que junto a sus padres solía visitar una librería en el Ateneo de Caracas; en el fondo había una esquina de libros infantiles, sofás y cojines de colores, donde se lanzaba durante largo rato. Si se había portado bien, sus papás le regalaban un libro y ella explicaba por qué lo había elegido: en su casa era costumbre discutir lo que todos leían.
“Había una visión de la cultura como algo constitutivo de la vida. Mi mamá, que estudiaba Teatro como segunda carrera, era de las que se quedaba a dormir en las colas del Festival Internacional de Teatro para conseguir entradas y mi papá le llevaba el café, imagínate tú ver eso desde los diez años; y cuando mi hermano Marcel nació, el regalo que me dieron para que no me pusiera celosa fue la biblioteca Bruguera de clásicos juveniles”.
Sentía predilección por las biografías de los escritores y por las historias mitológicas; comenzó con la griega, luego la romana y después la egipcia. “Creo que fueron sustitutos de lo que uno suele leer de niño, en vez de hadas yo prefería los monstruos; por cada hada había tres medusas en mi vida y era divertido. Eso creó en mí una conciencia del símbolo”. Hasta que llegó la fascinación por los autores del siglo XIX: Wilde, Maupassant, Dostoievski, Tolstói, sus acompañantes desde la adolescencia hasta la universidad; más tarde vinieron los cuentos, su otra pasión, y de los cuentos pasó otra vez a las novelas, con Víctor Hugo.
Desde la primaria tenía claro que quería escribir y siempre leyó con consciencia de escritora. “Hay quienes pueden escribir un tipo de literatura sin que esta sea conformativa de su visión del mundo, pero cada uno de estos libros los sufro y me cambian. El libro que me determinó escribir fue Los Miserables, con una de sus frases más contundentes: ‘La infortunada se hizo mujer pública’. Está hablando de Fantine, una mujer que está vendiendo todo y lo último que le faltaba por vender era su cuerpo; había muchas maneras de decir lo mismo y el escritor, el traductor, eligió esta. Fue ahí cuando tuve una consciencia de escritora, pensé en la elegancia de la frase, en la construcción del personaje, la maternidad llevada a su máximo exponente; ahí me di cuenta de que eso era lo que quería ser”.

Dándole vueltas a la identidad
Asegura que la identidad es, precisamente, lo primero con lo que dialogas como escritor. A la pregunta fundamental de “¿quién soy?” se suma “¿vale la pena que yo escriba y mate un atajo de arbolitos para que la gente me lea?”, “¿de dónde viene esta necesidad?”, “¿es realmente valioso lo que voy a decir?”. “No hay un ejercicio más grande de yoísmo que un libro, sobre todo si es de ficción. Es algo que a ti se te ocurre y luego lo sacas al mercado, le das un valor monetario y a cuenta de qué alguien va a leerlo”.
Hoy no es capaz de imaginar su vida sin estar escribiendo; escribe, todo el tiempo. Sin embargo, parte de “las grandes rabias” consigo misma es que tardó en otorgarse la licencia de escritora. Ese desbarajuste, cree, tiene que ver con la crianza, donde se marca una diferencia entre lo que se hace por disfrute y lo que se hace por trabajo. A pesar de haber crecido en un ambiente que fomentó esta pasión, a su familia “casi le da una vaina” cuando anunció que estudiaría Letras y para su padre “esa era una carrera mientras se casaba”. Después de un año fuera del país, decidió darle la vuelta al asunto y estudió Periodismo, especializándose en el sector de la cultura, abriéndose camino entre un oficio que considera un ejercicio intelectual y un género de la literatura.
“Comenzamos hablando de Cabrujas, quien no es un periodista salido de una escuela, sino que ejercía su intelectualidad en el periódico. No todo periodismo es literatura, ni toda literatura es periodismo, pero sí el que a mí me interesa, porque es el que te mantiene leyendo y conversando con gente que piensa y toma decisiones en la vida. Al final eso es lo que hace la literatura, que te hagas una serie de preguntas que no te haces en el día a día; porque para qué leer a alguien que tiene las cosas seguras, eso sería autoayuda; a una persona que tiene todas las respuestas la lees cuando tienes un problema”.
No obstante, en medio de su trabajo como periodista, llegó a un punto de inflexión en el que dejó las excusas y tomó la resolución de “ser” esa escritora que propone preguntas, dándole relevancia a su trabajo creativo. La decisión de mudarse a España, “aunque suene arrogante”, es solo una coincidencia con que el país se haya ido al foso. Después de retirarse de El Nacional, pudo haberse quedado en Venezuela dando clases de literatura, pero la muerte de su padre hace siete años, cuando dormía una siesta, le hizo pensar en una de la más grandes posibilidades de la vida: acostarse y no levantarse jamás.
“Una de las razones de mudarme a España tiene que ver con que la literatura es constitutiva a mi manera de ver el mundo. No fue una decisión política sino personal porque pensaba: qué carajos hago yo retrasando el momento de trabajar en lo que me gusta. Muchas cosas de las que hice a nivel periodístico me parecen valiosas por el retrato que ofrecen del país y Latinoamérica, pero ahora mismo hay una obsesión por terminar los proyectos que me traje en la maleta, sino la decisión de venirme para acá no tiene sentido”.
¿Cuál es la diferencia entre Álbum de familia y tus últimos libros publicados, que sí nacen de la decisión de ser esa escritora?
Álbum de familia fue importante para tomarla, porque sales un poco del anonimato y dices: yo también reclamo un espacio en el ágora que es el mundo. Claro, cada libro te limita a una serie de temas que puedes manejar, lo cual tiene todo el sentido porque uno no puede hablar de todo. Lo que no se ve desde fuera son las metidas de pata y el tiempo que pierdes haciendo cosas que no tienen que ver propiamente con el oficio de la escritura: preparar manuscritos para concursos, becas, subsidios, convocatorias y estar pendiente de qué editor publica qué y de qué escritor está tratando los mismos temas que tú porque esa es la gente que te va a alimentar intelectualmente así como el medio físico en el que te mueves. Esto no te lo dicen todos los escritores pero me parece importante porque es la construcción de un coro de voces que lleva a decidir en qué parte del ágora te vas a parar.
¿Alguna vez te has planteado el éxito o el fracaso después de publicar?
Yo espero hacer el dinero suficiente para seguir escribiendo. Eso es un trabajo enorme porque en este mundo a la gente no le interesa la literatura, además creo que la idea de éxito no es igual para todos. La medida del éxito es también la medida del fracaso. Madre mía que estás en el mito es un libro que adoro, monetariamente no le ha ido bien, no es un ensayo de gran tiraje, salió con un subsidio, pero me ha traído una satisfacción intelectual interesante. ¿Eso es éxito? No, pero me tiene contenta. A mí me encantaría que me invitaran a ferias, a hablar tonterías de libros y luego echarse palos para seguir hablando. Quizás eso tampoco es éxito, pero se parece. Aunque si el éxito va a ser todo eso pero que nadie me lea, eso sí me parecería un fracaso. Es triste cuando te sientas en una mesa donde todos son periodistas, escritores, gestores culturales y ver que entre ellos no se hayan leído nada. Y eso está allí, incluso cuando eres exitoso, cuando te publica Alfaguara o Planeta. ¿Sabes qué quiero? Ser vieja, mucho más vieja, sentarme en las mesas y decir estas barrabasadas, con ellos enfrente, pero con una trayectoria que las avale.
Así como la identidad, la escritura es mutable. En la actualidad, ¿cuáles son tus inquietudes literarias?
Está claro que Álbum de familia es un libro que no volvería a hacer, porque ahora se trata menos de chavismo y oposición, antes podías ver claramente un cincuenta y cincuenta; si bien todavía sigo preguntándome por Venezuela, no te puedo hablar con certeza de cómo están configuradas las cosas allá porque cada vez menos cuestiono el ahora, más bien me interesa el cómo llegamos hasta allí. Yo sé que a algunos le parece que soy idiota por decir esto, pero me fastidia llegar a un sitio, golpear a la gente y decir que nadie nos comprende, mi trabajo no va por allí. Eso no quiere decir que no me duela el país, pero cada vez entiendo menos qué sucede. Por eso me siento como una imbécil cuando un extranjero me pregunta sobre lo que está pasando y tengo que responder que no tengo idea, son muchas preguntas. Luego me doy cuenta de que hay cosas que uno hace inconscientemente, porque Álbum de familia, Gente decente, Madre mía que estás en el mito, Malasangre y La pelvis de Maria Lionza (la colección de cuentos que viene) en el fondo hablan de lo mismo. Son temas que me interesan abordados desde distintos géneros.
En el oficio de escribir, ¿qué has encontrado?
Yo no sé qué tipo de terapia puede ser la escritura, más bien todo lo contrario. Hay una escritora, Virginia Woolf, que escribiendo era el único momento en el que no sentía que tenía que estar haciendo otra cosa. Ella, que viene de una sociedad distinta, anglosajona, puede pensar así; y eso me pasa después de dos horas escribiendo, pero a mí lo que la escritura me da es una noción de estar en el mundo, me permite saber qué es lo que estoy pensando acerca de lo que ocurre. Por eso te das cuenta de que no soy aguda respondiendo rápidamente las cosas, primero tengo que pensar, darle vuelta, escribir… Yo no tengo la respuesta de una sola vez. El resultado siempre viene a partir de una investigación. Por eso te digo que la escritura es siempre mucha escritura.
A estas alturas, ¿para ti qué cosas no son negociables?
No quisiera —no sé si algún día me tocará hacerlo— volver a una situación de trabajar para otro en el sentido de que cuando tú decides pasar buena parte de tu vida pensando en tu obra o en un proyecto de libro, esto se convierte en un asunto de vida o muerte, de que te ha costado tanto llegar allí que lo que dices tiene una importancia real para ti, sea algo equivocado o a nadie le interese. Quiero ser ese tipo de escritor que ha marcado el mundo; como Borges o Kafka, no es que me considere ellos, pero es gente que ha tenido una visión tan elemental de su vida en la literatura que no pueden vivir sin ella.
María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Transeúnte y periodista. Vive en la búsqueda permanente de las historias detrás de los rostros, gestos, pisadas. Haciendo malabares en este mundo circense, en el que aspira jamás perder la capacidad de asombro ante lo que, en apariencia, resulta nimio. Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios venezolanos El Nacional y Notitarde y en la revista digital Clímax.
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