No hay aficionado al cine que se precie, interesado en el arte o incluso levemente curioso que no conozca de modo automático casi cualquier fotograma de Metrópolis, la película de Fritz Lang. Fue el primer film que consiguió ser incluido dentro de la lista de Memoria del Mundo de la Unesco, y la institución la eligió por el modo en que representa toda la sociedad y los valores humanísticos que encarna. Para los aficionados al cine sencillamente es una obra maestra, una película de referencia que, hasta hace relativamente poco, no hemos podido conocer en toda su complejidad y extensión, ya que el montaje original de 1927 fue primero censurado y más tarde eliminado para su exhibición en los Estados Unidos. A la productora, UFA, pareció no importarte que, con esos cortes, desvirtuara la narración de Lang, que había contado con la estrecha colaboración de la escritora Thea Von Harbou en la adaptación de su propia novela, publicada apenas dos años antes del estreno de la cinta. Y tampoco se molestó en conservar el metraje eliminado, lo que provocó que, durante más de ochenta años, la cinta, pese a estar considerada como una de las referencias de la Historia del cine, se pudiera ver tan solo cercenada.
Pero en 2008, gracias al Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, se pudo reconstruir el montaje original, y restaurar así la integridad a la obra. En realidad la historia es algo rocambolesca y está protagonizada por uno de los investigadores más brillantes del Séptimo arte, el argentino Fernando Martín Peña que, tras hablar con uno de los espectadores de una proyección que se hizo de la película en el cine club Núcleo de Buenos Aires, en 1959, donde le informó de que la proyección duró dos horas y media, casi media hora más que las versiones conservadas de la película en sus distintos montajes (sería toda una historia repasar las distintas versiones que hay del film), comenzó a tirar del hilo acerca de la existencia de esa copia que parecía ser la única conservada del montaje original de Lang. Así averiguó que en febrero de 1927, un mes después del estreno original en Alemania pero antes de que la cinta fuera a los Estados Unidos, un distribuidor argentino, Adolfo Z. Wilson, compró una copia que se llevó a Buenos Aires. Estrenó la película en los cines porteños en mayo de 1928, y luego la copia terminó siendo parte de la colección personal de Manuel Peña Rodríguez, que a finales de los años sesenta la donó al Fondo Nacional de las Artes de la nación Argentina. El Fondo, como hizo con buena parte de su archivo, terminó por donarlo al Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, donde pasó a formar parte del acervo de la institución sin que se supiera la singularidad de aquella copia. Fernando Martín Peña intentó infructuosamente tener acceso a los archivos del museo para contrastar la información que había recabado acerca de aquella proyección de 1959, y solo cuando accedió a la dirección del museo Paula Félix-Didier, en 2008, pudo finalmente ver aquella copia. Los dos comprobaron que se trataba de una versión de dos horas y media, muy posiblemente la original, y se pusieron en contacto con la propietaria de la película, la Fundación Murnau. Estos digitalizaron la copia en 16 mm y remontaron el original para obtener finalmente la versión definitiva que, paradójicamente, es la original. La estrenaron en 2010 en Berlín, y desde entonces ha ido de nuevo siendo proyectada en cines de todo el mundo.
En esta versión se respetaron también las partituras originales elegidas por Lang, si bien cada poco tiempo surge un nuevo proyecto que ofrece una banda sonora nueva para la película, lo que evidencia el interés perenne que despierta en los espectadores y su fecunda capacidad de seguir atrayendo a artistas a su propuesta.
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