Tras cerrar una serie de relatos relacionados con las estrellas de la música popular, Antonio Báez, el tenaz e irreductible cuentista malagueño, se lanza ahora a otra serie relacionada con la sexualidad, de la que este Mamá es la pieza inaugural en su vocación de compartir este nuevo periodo con los lectores. Feliz fin de semana lector y feliz año, amigos de penúltiMa.
Desde muy chico me interesaron las mujeres mayores que yo. En el colegio no me gustaba ninguna compañera pero ante la imponente presencia de las maestras enrojecía pensando en cómo olían cuando las tenía cerca, en cómo era el tacto de la señorita Mari cuando me curó la herida que me hice en la rodilla con el cemento del patio del recreo. Más de una vez me sorprendieron mirándoles embobado el escote porque cuando lo hacía por atrás no podían darse cuenta. Soñaba con todos los culos de mis maestras y como el único culo desnudo que había visto era el de mi tía Carmen una vez que se quedó a dormir y no echó el pestillo del cuarto de baño para ducharse, era su culo el que les imaginaba debajo de los pantalones vaqueros, debajo de las faldas estampadas. Sin embargo no tardé mucho en descubrir que cada mujer tenía un culo diferente. Me gustaba ir a la casa de mis amigos no por ellos sino por ver a sus madres. Tuve mi primera erección cuando contemplé a la madre de Rafita pintándose los labios en el espejo del pasillo antes de salir a la calle. Rafita la ignoró por completo y se perdió camino del cuarto en el que pensábamos pasar la tarde jugando a una cosa y a otra, y yo me quedé magnetizado por aquella inesperada sorpresa. Nos habíamos encontrado al padre en el portal de la calle fumándose un cigarrillo mientras la esperaba y arriba la mujer se estaba dando los últimos retoques; después de perfilarse los labios, se recolocó el vestido, se miró por la espalda, se ajustó los pechos con las manos y cuando se dio cuenta de que yo la estaba mirando me sacó la lengua y se fue. No pude concentrarme en ninguno de los juegos que Rafita me propuso, no se me iba de la cabeza su madre, la lengua de su madre, los labios rojos de su madre, el culo de mi tía Carmen bajo el vestido de su madre y aquellas tetas que ella misma apelmazó con sus manos y puso donde creía que tenían que estar. Yo no había visto aún las tetas de ninguna mujer. Rafita se aburría, qué hacemos dijo. Yo no acababa de aterrizar en aquel cuarto, y como quien no quiere la cosa, sin darse importancia, sacó una revista de debajo del colchón de la cama en la que había tetas, culos, coños, ojos y bocas de mujeres que eran como las maestras del colegio y como las madres de mis amigos. Casi se me para el corazón del espanto, me quedé petrificado. Quieres mirarla, me preguntó Rafita. Sí, dije; o quizás dije: Claro. Tenía muchísimo miedo. Se la he robado a mi hermano; tiene muchas. Me tienes que dar algo a cambio de poder mirarla. Vale, qué quieres, le dije yo. Me pidió la carta de Satrústegui que a mí me había salido pronto en un sobre que le robé a la Paca, la mujer del quiosco, pero que era difícil de encontrar. Muy pocos la teníamos. Vale, le dije. Pero quiero verla más de una vez. Bueno, pues vienes aquí y la ves. Vale. Estrechamos las manos cerrando el trato. Aquella noche mis sueños se llenaron de las mujeres que conocía en actitudes que nunca les había visto. A la mañana siguiente no podía dejar de pensar en el coño de la señorita Araceli que nos estaba hablando de las mareas con aquella dulzura tan suya, con aquel aire de inocencia que quería compartir con nosotros, ahora pienso que quizás era una mujer acobardada, infantil, puritana y cursi. Me pasaba el día entero con el pito duro como una barra de hierro y sentía la necesidad de restregarlo con algo. Tuve mi primera eyaculación agarrado a un murete que subimos para saltar a una finca abandonada. Me pegué tanto a la pared desconchada para subir que se me puso el pito duro y la cabeza de se me llenó de coños y culos. Guau, dije, cuando estuve al otro lado, después de saltar. Mis amigos me miraron extrañados de que me admirase de tal manera por haber caído en un jardín en el que solo había hojarasca. Espérate a que entremos en la casa, dijo Rafita. A partir de ahí empecé a masturbarme a todas horas pensando en la señorita Araceli, en la madre de Rafita, en las vecinas con las que compartía el viaje en ascensor y con cuya proximidad me excitaba tanto que a veces creía que estaba a punto de abrazarlas y palparles todo el cuerpo en aquel breve trayecto. En una de las visitas de varios días de mi tía Carmen acabé comprendiendo que había algo entre ella y papá, por mucho que por la noche ella fingiese que dormía en la cama de mueble que teníamos en la salita pequeña. Estuve atento y oí los ruidos ahogados, llenos de sofocos, que salían del cuarto de papá después de que ella fingiese que se levantaba al baño y a continuación se colase en él. Supongo que se volvería a cambiar antes de que yo despertase porque se preocupaba mucho de dejar evidencia de que se levantaba tarde saliendo de la salita donde habíamos abierto la cama de mueble para ella. Papá me decía: Vamos a preparar el cuarto de la tía Carmen, que viene a pasar unos días con nosotros. Desde que se me cayó la venda de los ojos no podía evitar la imagen del culo de mi tía Carmen atenazado por las manos grandes y peludas de papá, cuando no era la imagen de la cara de papá metida en el culo de la tía Carmen. Una mañana antes de salir para el colegio encontré unas bragas suyas en el cuarto de baño y hundí mi cara en ellas mientras me hacía una paja. Otro día le cogí uno de sus zapatos de tacón y metí en él mi pito tieso y torcido a la vez hasta que me corrí dentro, luego tuve que limpiarlo bien, pero el material del zapato no debía ser demasiado bueno y quedó manchado, días más tarde vi a la tía Carmen pasándole un paño con un producto de limpieza que no hizo sino cargárselo del todo. Me dio pena porque me gustaba oír el taconeo de mi tía con esos zapatos a la llegada en una de sus visitas, pero imagino que se compraría otros. Poco a poco fui profanando todo su vestuario. Un buen día ella y papá se me plantaron delante muy zalameros y me anunciaron que yo ya tenía edad suficiente para comprender algunas cosas. El caso es que pensaba que papá se había acostado con las dos hermanas, primero con mamá y después con la hermana de mamá, por lo que me parecía un tío suertudo después de todo. La tía Carmen empezó a vivir con nosotros y yo dejé de pensar en ella. Algo debió de notar en mí, de algún modo advirtió mi desinterés, porque en cierta ocasión me atusó el pelo y me dijo: Has crecido y ya no quieres a tu tía Carmen como antes; enrojecí inmediatamente, supongo que tendrás un montón de muchachas a tu alrededor, me dijo, eres un chico muy guapo. Es verdad que había algunas compañeras de clase que me sonreían y me hablaban haciendo exagerados aspavientos que no tenían otro objetivo que llamar mi atención. Pero mis intereses iban por otro sitio; yo tenía todos mis deseos puestos en Susana, que era la dueña de la papelería en la que había comprado las escuadras, los cartabones, los mapas mudos y las témperas y todos los materiales que había necesitado usar para las tareas de clase. Desde hacía meses la visitaba con excusas y necesidades muy débiles o inventadas. Que si una cartulina, que si un bolígrafo, que si una fotocopia, de modo que mis visitas eran diarias y no me importaba esperar detrás de otros clientes, porque así podía ver cómo iba y venía por la tienda, cómo intercambiaba unas palabras con alguien, podía oler el suave perfume que intentaba llevarme prendido en la nariz para evocarlo cuando, encerrado en mi habitación, la plantase imaginariamente a cuatro patas y la ensartase por detrás cómo veía en las fotografías de las revistas que le había acabado comprando a Rafita, pues el alquiler era una inversión ruinosa para mí. Una tarde lluviosa me colé en la papelería con cierto apresuramiento por evitar el chaparrón y me di de narices con que no había nadie más excepto Susana. La que está cayendo, dijo ella mirando hacia la puerta por detrás de mí. Te has puesto chorreando, me dijo. Me parece que vas a ser mi único cliente en un buen rato, no creo que la gente salga con este temporal, pero tú debes tener una necesidad muy grande, ¿no? Enrojecí como siempre que en las palabras había una ambigüedad que me permitía imaginarme lo que me convenía. Estornudé. Y ella dijo: no quiero que por mi culpa te resfríes, ven a secarte. Me dijo que pasara y en la trastienda me ofreció un asiento, de alguna parte sacó una toalla que olía exactamente como ella y me la dio para que me secase, la situación me tenía paralizado y excitado a partes iguales, rápidamente me pasó por la cabeza que nunca iba a tener una oportunidad como aquella, que no volverían a darse las casualidades que nos habían llevado hasta allí. Terminé de secarme y le tendí la toalla, cuando Susana fue a cogerla la abracé por la cintura y metí la nariz entre sus tetas quedándome tan quieto como una estatua. Ey, dijo, ya me había dado cuenta de que te gusto, pero se deshizo de mi abrazo. Me cogió de las manos y me levantó. Luego aproximó su cuerpo al mío pero no llegó a tocarme, el olor del perfume que usaba era tan intenso que pensé que me desmayaría por sus efluvios. Cuando me di cuenta tenía una erección que de puro placer me tenía al borde del llanto. Y un chico como tú no tiene novia, me preguntó. O es que las de tu edad no te gustan. Susana, dije por primera vez su nombre en voz alta, pues lo había murmurado en infinidad de ocasiones cuando me masturbaba pensando en ella, y se lo dije a ella directamente. Así me llamo, me dijo. Sabes mi nombre y yo también sé el tuyo, ¿te sorprende? Me sorprendía, aunque le había llevado con esa intención varias veces mi carnet de identidad para que me hiciese fotocopias. De momento, sin embargo, no lo dijo, así que me pareció un farol. Tú también me gustas, añadió. Eres un chico interesante y me haces mucha gracia. Luego no sé lo que ocurrió, pero de repente el momento de intimidad se esfumó, volvimos a la realidad, yo al miedo y ella a la prudencia. Salimos afuera, en fin, tú me dirás, me dijo. Quería un paquete de folios. Claro, toma. No sé si su cabeza giraba al mismo número de revoluciones que la mía. No era posible, hacía un día de perros, la lluvia golpeaba sobre el toldo en el que ponía su nombre, Papelería Librería Susana. Cuánto es, pregunté, ella dijo algo, una cifra, supongo, que no oí. Me saqué unas monedas del bolsillo del pantalón y se las puse en el mostrador. A ver, dijo, empezó a contarlas, te falta tanto, no me enteré de cuánto me faltaba; lo que yo quería es que Susana me agarrase de una mano, me llevase a la trastienda, me abriese la boca con su boca y dejase que le metiera el pito duro tal como lo tenía. Me dijo: entra Jesús, venga. Ella salió del mostrador y echó la llave de la puerta de la calle, volvió y sonriendo me dijo: Total esta tarde no va a venir nadie. No fue exactamente como yo había fantaseado tantas veces, ni mejor ni peor. Me abrió, eso sí, la boca con su boca.
Antonio Báez visto por Curro Romero
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
La imagen que ilustra el texto es del fotógrafo Andrey Troitsky.
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