La literatura tiene, entre otros privilegios, el de poder atreverse a mirar en las zonas más turbulentas y oscuras de los deseos humanos. Hay autores que ejercen dicho privilegio, conocedores de que, muchas veces, arriesgan mucho en su recepción. Acaso sea por eso que el guatemalteco Javier Payeras, lanzado en la cartografía de la culpa, ha osado vertebrar esta parábola.

 

El cielo escampa, pero la claridad se pierde en el ruido de la avenida. P no podría beberse otro café, una tercera taza lo pondría ansioso, así que busca el ticket de la cuenta y va directamente hacia la caja. La muchacha al otro lado del mostrador lo saluda con alejamiento; Él le corresponde con una sonrisa, toma su cambio y lo guarda dentro de la bolsa derecha de su chaqueta, donde sus dedos alcanzan unos rastros de galleta que se le incrustan en las uñas.

¿A dónde ir?, piensa mientras inicia su diario deambular por el Centro. No tiene trabajo y su único dilema es mantener su mente en equilibrio, algo que no le resulta fácil, sabe que no puede confiar en sus propios pensamientos, ya que de un momento a otro lo invaden ideas extrañas.

Pasa por el mismo callejón: los orines y el excremento, los niños oscuros con el pelo impregnado de diesel, la mujer que lo ve y se rasca una costra de mugre entre los muslos, el pordiosero norteamericano que siempre pide dinero enfrente de un McDonalds, los buses que cruzan por todas partes y sacan ese humo espeso: el ruido profundo y constante que recorre las calles llenas de charcos. P pasa de largo, ignorando a la docena de muchachos que juegan al fútbol en medio de la carretera y le piden que patee la pelota que se les ha ido hacia la otra acera. Enciende un cigarrillo, arroja el cerillo al piso y sigue sin detenerse.

Una cuadra adelante va caminando una indigente. Una muy menuda niña de la calle que levanta cosas del suelo y las guarda dentro de una bolsa plástica.

P comienza a sentir taquicardia, acelera el paso, trata de no perderla de vista. Discretamente atraviesa la calle, se apresura para darle alcance antes de cruzar la esquina. Ella se detuvo. Está sentada en la acera y trata de arrancar—con las uñas y los dientes— la cáscara a una naranja. Él se acerca, la examina: el vestigio de lo que pudo ser una falda floreada que le va cubriendo el cuerpo, su cabeza llena de raspones, la bolsa que lleva en las manos. Tendrá a lo sumo once años. Es un lugar transitado. Decide dejarla allí.

En la esquina próxima encuentra a un zapatero ambulante que realiza su trabajo en plena vía pública, enfrente, una mujer bastante obesa —vestida con una minifalda diminuta— camina hacia el hombre y le paga. Mientras éste guarda su dinero, ella mira detenidamente los zapatos, mueve la cabeza como afirmando y se ríe dejando entrever las dos coronas de oro que tiene enclavadas en los dientes frontales, como por reflejo levanta la vista hacia donde viene acercándose P y lo saluda.

A unos pasos está una concurrida tienda de barrio, donde un grupo de policías beben cerveza y platican. P entra a comprar más cigarros y uno de los oficiales lo ve con un tanto de curiosidad, eso basta para hacerlo sentir ansioso, así que se apresura en guardar la cajetilla y sale.

Con las manos sudorosas, quita la laminilla de papel platinado que cubre los cigarros. Saca uno y lo enciende rápidamente mientras pasa frente a la puerta de un zaguán, donde una mujer —con un fuerte aliento alcohol— le hace la mueca de un beso mientras se abanica el rostro con un periódico. Unos cuantos pasos más adelante otra mujer, un poco más joven, lo toma del brazo jaloneándolo. P se aparta de ella bajándose de la acera, pero choca con una anciana que va cargando una cubeta con agua, ésta lo insulta y sigue hablando sola mientras camina hacia un carro estacionado y, escurriéndole agua con jabón encima del vidrio, lo comienza a lavar.

Ahora los zapatos le castigan, el lodo que se ha juntado en las suelas los hace pesados. Se acerca un par de muchachas, una se pinta los labios viéndose en el espejo de la polvera, la otra agarra con las dos manos el tirante de su bolsa; cuando lo ven lo llaman con un chasquido de labios. P titubea en acercarse, así que baja un poco el ritmo. La muchacha de la polvera le pregunta por qué va tan serio, él le sonríe sin responder, “vamos”, le dice mientras extiende la mano y le señala una casa con un portón blanco y un letrero luminoso; cuando la evade, ella se aparta y comienza a insultarlo; de inmediato se suma la otra y ambas no dejan de gritarle hasta que lo obligan a cruzar a la banqueta de enfrente.

La tranquilidad con que salió del café se ha esfumado. Siente ansiedad, mucha, apresura el paso hasta encontrarse de frente con un travesti de piernas largas que se aproxima acomodándose la minifalda y, luego de subirse el tirante del sostén, llama a P con un movimiento de manos, una vieja y reconocible señal obscena. P también rechaza la invitación, bajando la mirada.

Entonces, entre un grupo de niños de la calle, aparece la niña de la naranja. Ahora la puede ver de frente. Tiene un rostro mestizo pronunciado en unos pómulos salidos y una nariz pequeña; su cuerpo es delgado, parece que está enferma o desnutrida; tiene rapada la cabeza; camina alocadamente dando brincos, subiéndose y bajándose de la acera. Sus acompañantes, en cambio, llevan un paso mucho más lento, extienden la mano y piden dinero a los transeúntes, se pasan un frasco con pegamento. De repente la tela que cubre el cuerpo de la niña se desliza por sus piernas. P se queda conmocionado y se detiene para ver cómo intenta subirse la falda mientras los demás tratan de manosearla. Meten sus manos y ella trata de espantarlos con patadas y corre a esconderse a un callejón.

P la encuentra sentada en el piso, tratando de atarse un lazo en la cintura. Ante la curiosidad del intruso, ella lo invita a sentarse haciéndole un ademán. P se sienta. La niña indigente le dice algo que él no logra entender, pronuncia lentamente cada palabra, hasta que, a través de una seña, le pide un cigarro. Al recibirlo no lo fuma, sino que se lo coloca detrás de la oreja.

“¿qué andás buscando?”

“¿querés algo?”

De inmediato se sube la falda y le muestra su sexo. P lo mira un segundo, no puede sostener la mirada; algo lo colma por dentro, siente mucha ansiedad, se le agolpa la sangre en la cabeza, tiene vértigo, son las “ideas extrañas” de nuevo, sabe que en este momento la voluntad está en decidir pensar o no hacerlo, ver, querer ver, hacer lo que desea pero que sabe que está muy por encima de sus propias fuerzas, ya no aguanta sus propios pensamientos. Va a tomar la decisión, pero quiere ser prudente, debe ser prudente, debe actuar con calma, tomar un poco de calma… tranquilo… respirar… sentir lentamente ese instante, para no perderlo en la oscuridad, después.

Mayo 2005-Febrero 2006

 

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas. Su obra se extiende por diversos géneros: poesía, narrativa, dramaturgia e, incluso, libros objetos y performance poéticas.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La fotografía que ilustra el texto es de la estupenda fotógrafa gallega María Moldes. Su trabajo puede ser disfrutado en su página web: http://mariamoldes.com/