Continuamos con esta extensa nota sobre Louis Ferdinand Céline la publicación de columnas casi desconocidas de Martín Cerda, que nos llegan gracias a la generosidad de Marginalia Ediciones, que idearon incluso esta sección Punta de lápiz, bautizada como una de las secciones con las que el genial Cerda alimentó la mejor literatura y el ensayismo más refinado. Esta nota sobre Céline apareció el 5 de julio de 1962, correspondiente a sus entregas intituladas “Jueves de papel” del periódico La República de Caracas

 

1

L. F. Céline se autodescribió en sus libros. Quizá por eso se negó siempre o, al menos, casi siempre de hablar de sí mismo. Cuando Milton Hindus, Marc Hanrez, Claude Bonnefoy, entre otros, trataron de arrancarle algunas precisiones biográficas, se limitó a responderles: “Eso no tiene importancia… ¡Invéntenlas!” –“¿Mi vida? No interesa a nadie”[i].

Sin embargo, la biografía de Céline está por hacerse. Lo que se ha hecho hasta ahora –con ser bastante tratándose de un autor “impopular”– no pasa de ser una simple recopilación de sus, llamémosle así, papeles de identidad.

Transcribo sus datos más precisos:

F. Destouches –Céline gracias a la Literatura– nació en Courbevoie, el 27 de mayo de 1894. Estudios irregulares. La miseria batiéndose sobre su hogar… Herido gravemente durante una acción de guerra, en 1914, es trepanado y condecorado (¡Héroe nacional!). Médico en 1924. Se especializa en epidemiología por cuenta de la Sociedad de Naciones. En 1926 viajó a los EEUU. (Trabaja como médico, en la Ford. Conoce a Elizabeth Graig, destinataria de su primera novela).

En 1932 aparece Viaje al término de la Noche. En 1936 viaja a la U.R.S.S. Publica Muerte a crédito. En 1937, Bagatelas para una masacre, violento panfleto antisemita… ¡1939! Desea retomar las armas, pese a su cuasi invalidez…

Durante la ocupación se niega a colaborar con la prensa pro-alemana. En 1944 se refugia en Alemania (ha sido incluido entre los “colaboradores”). Se niega a participar en la propaganda pro-nazi. Es internado en Kranklin. Dos años de cárcel en Dinamarca. Regresa a Francia en 1951. Vuelve a publicar. En 1957, De uno a otro castillo. En 1961, Norte.

El 1º de julio de 1961 lo sorprende la muerte trabajando en Rigodón, su última novela…[ii].

Pero, en verdad, ¿quién fue Céline?

 

Esta pregunta debe ser hecha a sus libros. Quizás después de tres lecturas del Viaje, de Muerte a crédito, de De uno a otro castillo, de sus panfletos…, estemos en condición de escuchar el aleteo de una respuesta que es esquiva…

 

2

“Si hacia 1935 la prosa francesa no se murió de aburrimiento, se lo debemos a Céline y a Aragon…”[iii]. Este juicio de Francois Nourissier pone. al fin, los puntos sobre las “íes”…, al menos, si lo completamos en su nómina: Drieu la Rochelle, Bernanos, Montherlant, Malraux, Roger Martin du Gard.

Estos fueron los actores de un mundo que, mutilado, desangrado, en las cargas de la Gran Guerra, vio sombrearse sobre sus destinos el espectro de una nueva matanza, más atroz, más total, peor, que aquella que había marcado a sus mocedades.

En 1932, el editor parisiense Denoel, lanzó por consejo de León Daudet, Viaje al término de la Noche. Una novela tremendista, única, violenta. Escrita en un lenguaje extremo, insólito, bivalente, elaborado a golpes contra la sintaxis francesa, plagado de neologismos, de argot, de préstamos brutales, tomados del inglés, del “yanqui”, del italiano, del latín o del alemán.

Sorprendió.

Los escritores más representativos de la hora –Bernanos, Drieu la Rochelle, Malraux, Aragon, Paul Morand…– batieron palmas, en artículos que ni el tiempo ni la “conjura” anti-Céline han silenciado, porque, en rigor son los juicios que han pasado a los manuales críticos, a los diccionarios, a los panoramas. “No se trata de saber si la pintura de Céline es atroz –escribió en Le Figaro, G. Bernanos–, nosotros preguntamos si es verdadera. Y lo es…” Aragon-Elsa Triolet lo tradujeron al ruso. Le fue concedido el premio “Renaudot”. En suma: “el más sorprendente golpe de teatro literario de la entreguerra”[iv].

No lo dudemos: el Viaje es un libro que perdurará.

Es uno de los veintes libros claves para comprender el siglo XX. Sobre todo, para comprenderlo en su vocación autodestructiva, llevada a sus extremos por Céline en la elaboración de un lenguaje que, culminando en De uno a otro castillo, ha sido capaz de nombrar la desarticulación de un mundo odioso o despreciable.

“La fuente y el fondo de esta primera obra maestra es la propia vida de Céline, sus anécdotas, sus observaciones, sus emociones, trasladadas a un cuadro novelístico para componer un gesto contemporáneo”[v].

Pero –repito–, ¿quién fue, en verdad, Céline?

Dejemos de lado – al menos, por ahora–  los ladridos de los perros guardianes de la pureza. En un mundo que ha conocido Buchenwald, Hiroshima, la tragicomedia sangrienta de las purgas stalinistas…, nadie tiene las manos limpias…

En la hora postrera del “Juicio Final” –se nos ha dicho desde nuestras primeras bancas–  nos condenaremos o nos salvaremos por nuestros actos. Esta moral evangélica anda, en verdad, repartida un poco por todas las prédicas.

Está bien.

Pero ¿quién o cómo será enjuiciado este ser global, omnivalente, que no siendo, en rigor nosotros, es, sin embargo, parte de nosotros hasta el punto que no somos sino un diálogo o un comercio con él?

¿Quién enjuiciará al mundo? ¿Cómo?

“La verdad de este mundo es la muerte”.

Esta frase del Viaje no es una habladuría. Es el corolario verbal de una experiencia ganada entre los muertos revueltos de la primera guerra. Es la punta húmeda de una previsión que, en 1939, iba a cumplirse como un círculo diabólico

La acidez de las grandes novelas de Céline –su lenguaje corrosivo– nos remiten al mundo concreto que su autor trasladó en ellas, porque, a fin de cuentas, no son sólo una visión de mundo sino una parte de él…

 

3

“Céline es el primer escritor que ha recorrido a nuestro siglo en sus creaciones fascinantes, como en sus más trágicas herejías. El primero que, en profundidad, nos ha hecho probar a nuestra época con los medios apropiados”[vi]. Corre la década 1925-1935.

La gran depresión económica, iniciada en los EE.UU., se hace sentir planetariamente. La creencia en el “progreso” –feliz ideación que había anudados los hilos del siglo XIX– sufre un revés en sus propios predios. La palabra “decadencia” está en todos los labios…

De otra parte, los marxistas han sido abatidos en Italia por una extraña alquimia ideológica: el fascismo. Su próximo encuentro será librado en Alemania. Los pronósticos del viejo Marx no se cumplirán: la Alemania “socialista” será reemplazada por una figura histórica derivada del fascismo, más virulenta, sostenida por un puñado de pangermanistas iluminados.

El mundo parece entrar en la hora de los hospicios.

Es también la hora de los panfletos.

Toda Europa, se llena, de pronto, de panfletos. Las lenguas más venerables de la lengua occidental se cargan, descontroladamente, de contenidos pasionales, insospechados o adormecidos, durante cuatro siglos por el racionalismo.

La prédica de Nietzsche es repetida ritualmente en los bosques germanos: el hombre es un ave de rapiña. “Cada vez que escucho la palabra cultura, saco mi pistola…” La cultura se vuelve sinónimo de “decadencia”. La vida nuda, los músculos, el coito, son cantados como en una misa mayor por los neovitalistas…

Las escrituras se vuelven rituales.

Los libros pueden ser recitados –léanse los párrafos mesiánico-demenciales de Mi Lucha, los editoriales de Goebels de Volkischer Beobachter, los artículos oratóricos de il Duce, la literatura “edificante” de los comunistas…– como sermones de una religión de “dioses” abstractos, desencarnados, pero, a la postre, más sangrientos que aquellos dioses mexicanos admirados por D. H. Lawrence y por ciertos surrealistas.

Faltan sólo las víctimas expiatorias…

 

Pero no es difícil hallarlas. En los trasfondos “espirituales” (sic) de todos los pueblos occidentales ha habido siempre, desde los tiempos desdibujados del Imperio Romano, un culpable de todos los males: el judío. Durante veinte siglos, el antisemitismo ha sido una enfermedad de Occidente. Un cáncer inextirpado en la fuente de nuestras pasiones.

Profecía de todos los males de nuestra época. Céline encontrará en el antisemitismo una tabla de salvación para su angustia o, en rigor, su asco. La nueva-vieja-eterna pasión de los “arios” encontrará, a su vez, el lenguaje que conviene para un humor confuso, viscoso, ritual. Bagatelas para una masacre, La Escuela de Cadáveres –por citar sus dos panfletos más representativos– son la “Kristallnacht” de las letras francesas.

La distinción de Maurras –otro apóstol del antisemitismo, católico, monárquico– entre un “antisemitismo de Estado” y un “antisemitismo de piel” no existe para Céline. Era demasiado anarquista como para concebir un Estado antisemita (de ahí sus ulteriores críticas al hitlerismo que creo honestas), como era demasiado consecuente consigo mismo como para desconocer que no puede haber una política antisemita si previamente no existe un antisemitismo de “piel” obligando a toda la sociedad.

En último término, el antisemitismo de Céline –como el de la gran masa de alemanes sin haber sido nunca actores directos de la “solución final”, fueron, sin embargo, los fieles para los cuales se sacrificaron seis millones de judíos– se explica no sólo por su diabólica tradición en Occidente, sino también por la coyuntura en que esta tradición se reactualiza en pleno siglo XX.

Desde hace treinta años, las ideologías tienden a totalizar la existencia humana, suplantando, eliminando o exterminando todo cuanto contradiga a dicha totalización. La palabra “construcción” es la clave del nuevo vocabulario…, pero esta construcción, a juzgar por la historia que presenciamos es una venta del alma al Diablo, supremo gesto fáustico…

Céline buceó en el fondo, en el abismo interno, en la nada íntima que lleva cada hombre dentro de sí. Su lenguaje es, justamente, un lenguaje de vértigo. El lenguaje de un místico sin Dios que en la nada de sus moradas interiores no encuentra otra cosa sino la Nada, la dramática condición humana.

Su grandeza es haber descrito este buceo.

 

Su miseria es haberlo vuelto contra los hombres, sumándose central o tangencialmente, no puedo discutirlo, a la construcción del hombre ario, mientras en los nuevos crucificados se estaba destruyendo al Hombre que somos cada uno de los hombres.

 

[i] Cfr. Milton Hindus, L. F. Céline tel que je l´ai vu. Arché, París, 1951, p. 37. Marc Hanrez, Céline. Gallimard, París, 1961, p. 19. Claude Bonnefoy, “Quelques semalnes avant sa mort Céline raconte…” Arts, núm. 832.  París, agosto de 1961.

[ii] Cfr. Marc Hanrez, ob. cit., pp. 20-28. André Parinaud, “L. F. Célina: sa derniere interview”. Arts, núm. 830. París, 8 de julio de 1961.

[iii] Franc Nourissier, “Le cas Aragon”. France-Observateur, núm. 59. París, 10 de noviembre de 1960.

[iv] Cfr. Robert Poulet, Entretiens familiers avec L. F. Céline. Plon, París, 1958, p. 1.

[v] Cfr. Marc Hanrez, ob. cit., p. 159.

[vi][vi][vi] Cfr. Marc Hanrez, ob. cit., p. 155.

 

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.