Presentamos a los lectores de penúltiMa un fragmento de Los regalos y las despedidas, un libro de Ricardo Montiel, junto al prólogo de Norberto José Olivar que lo acompaña. Según nos dicen sus paratextos editoriales, nos encontramos con un narrador entre objetivista y nostálgico al que, en una fuerte continuidad entre los distintos relatos, vemos observar y encarnar en la visión de cada personaje. Debajo de cada relato podríamos bucear memorias o crónicas del autor que, sin embargo, con evidentes ecos de Salinger, nos devuelven el amor y la sordidez de la adolescencia. Sin caer en la remembranza, estas narraciones atrapan porque nos identificamos con ellas al extraer material de la memoria para inventar algo nuevo y vívido. Esperemos que disfruten esta muestra de las nuevas voces de la narrativa latinoamericana.
PRÓLOGO
La cuestión de la identidad siempre vuelve, dice Carlos Altamirano. Es cierto. Motivos sobran: políticos, íntimos, inconfesables. Es un bumerán que golpea en épocas de incertidumbre, cuando buscamos definiciones que nos despejen la vía y que nos amparen. Nuestros Libertadores, por ejemplo, no se sabían si “legítimos propietarios” o “herederos de usurpadores españoles”. Y esto los mortificaba en un momento crucial en el que saber quiénes eran los habría reconfortado. De repente sintieron que la tierra que pisaban era otra, nueva, ajena.
Creo que migrar a otro país nos lleva a la misma incertidumbre, o al menos parecida: ¿qué nos da derecho a buscar una nueva vida en una tierra extraña?, ¿somos invasores?, ¿o naturales de un continente que heredamos de usurpadores europeos?
El historiador Ángel Lombardi ofrece buenos datos para complicar este devaneo: si cada venezolano se hace una prueba genética, el componente europeo rondaría entre el 40 y 60 por ciento, el indígena oscilaría entre 15 y 20, el africano variaría de 10 a 15 y hasta saltaría un 5 por ciento de genes asiáticos y judíos. Con una secuencia de ADN tan disparatada habría que aplicar la mayoría relativa para saber quiénes somos.
Entretanto, uno va por ahí arrastrando su cadena de ADN. No digo que tengamos que pensar en nuestra identidad echando mano a las cuentas de un rosario genético, pero sin duda nos pone a pensar.
Edmundo O’ Gorman nos lanza un balde de agua fría: dice que sí tenemos al menos una idea de quiénes somos sin necesidad de llegar a este inventario genético. Asegura que “quien pregunta por su identidad sabe lo que es” pero, en cierta forma, no le satisface. Como sea, ese afán cósmico, cosa rara, nos lleva a los objetos, a los espacios que una vez habitamos, a las cosas que nos rodearon, como si en lo palpable estuviera el secreto de lo etéreo.
Los regalos y las despedidas es un delicado texto que narra esa búsqueda afanosa que es la identidad. La voz que nos cuenta es como un débil hilo de recuerdos que se van apagando en el tiempo. Recuerdos que deben ser registrados cuanto antes: la mudanza como fragmentación, la renuncia a lugares y afectos, las primeras furias de la pasión adolescente y el intento desesperado de llegar a sí mismo en el difícil arte de la autobiografía ajena, pero además de un sutil placer a la soledad como una forma de invisibilidad o desaparición: ¿me muestro, luego existo?, ¿operación inversa al método? No necesariamente, pero sí curiosa, leve, elegante y cargada de humor.
Es esta una voz narrativa capaz de usurpar y poseer como un espíritu maligno que fascina y aterra.
Pero a su vez, es una voz llena de miedo, que no ve las cosas que le daban estabilidad y busca rescatarlas en el relato, nombrarlas. Asegura Byung-Chul Han que las “cosas” son polos de reposo, nos sostienen, de manera que Los regalos y las despedidas se vale del lenguaje para recuperar la “unicidad” con las cosas, pues al re-conectarse con ellas salva su identidad pese a que su entorno sea completamente diferente. Una tierra con un orden distinto de cosas que, en algún momento, pudieran otorgar el reposo ansiado, aunque en esa misma voz se note la renuncia a esa tranquilidad que es, también, una manera de mirar diferente, con extrañeza, que da la facultad de contrastar y conocer más allá de lo ordinario.
Los regalos y las despedidas es una ciudad sin caminantes, donde el asfalto se adhiere a los zapatos como una advertencia de muerte, con plazas que son desiertos y una laguna que hierve con ínfulas de lago. Y sin embargo, la voz intenta rescatar, nombrar todas estas cosas, fusionarse a ellas a través de la palabra, de cierta nostalgia, para seguir siendo quién era y seguir ejerciendo una extranjería que le permite ser invisible, aunque se muestre ante los demás, y así tomar nota con asombro como lo haría un chico emocionado ante la novedad.
Escribo esto último y me viene a la memoria, irremediablemente, Hesnor Rivera:
Desde hace cierto tiempo / pasan con demasiada frecuencia / frente a la puerta de mi casa / gentes de tan comunes increíbles.
Un anciano y un niño / van hablando / sobre los peligros del sol / cuando el viento se quema / como una tela dorada.
Una mujer muy sola / hace gestos y muecas / de desesperanza / como extraídos de sus sueños recientes.
Los observo y ellos / no pueden verme / porque la tristeza me ha tornado invisible.
Norberto José Olivar
Buenos Aires, abril de 2022
LOS REGALOS Y LAS DESPEDIDAS (Fragmento)
Conoció a dos personas que murieron durmiendo: su tía Yoli y su amigo Ciro. Yoli en realidad era su tía abuela, tía de su madre, la menor de tres hermanas. Ciro, en cambio, era el mayor, pero de un solo hermano aunque siempre se comportó como el menor o el más joven, suponiendo que el más joven sea el que goza de la mayor impunidad.
A Ciro se le permitía de todo (al menos lo que a Antonio le prohibían): invitar a cuantos amigos él quisiese a su casa sin horario de salida; a comer lo que los amigos eligieran de su nevera; a beber los litros de alcohol que el cuerpo aguantase; a fumar en la cocina, la sala, su cuarto y hasta en el cuarto de sus padres…
En esto Yoli era menos convocante; prefería las visitas de a uno, y hasta dejaba que tocaras el piano que le había regalado su hija, aunque solo supieras tocar el feliz cumpleaños y equivocaras siempre la misma tecla. No recuerda Antonio haber visto a tía Yoli sentada frente al enigmático Steinway, varado en la inmensa sala como el monolito de Odisea del espacio; tal vez porque Yoli no sabía qué hacer con un regalo de media tonelada, o tal vez porque en su vida había intentado mover ni una pandereta. Y es que, si algo caracterizaba a tía Yoli, era su desinterés por cualquier artefacto que pudiera vehiculizar la efusividad o el virtuosismo; ella más bien priorizaba la calma, el no hacer en beneficio del pensar. Laura pudo haber confundido ese rasgo de la personalidad de su madre con un piano de concierto, negro y resplandeciente, que le debió de haber costado una fortuna, por lo visto insuficiente para transformar el ánimo de Yoli.
“Qué difícil que es regalarle a fulanita”, quizás dijo Laura para sus adentros, como suele decir quien no acierta, quien entrega regalos que, más que alegría, lo que producen es una enorme indignación. Como cuando Ernesto regresaba de sus congresos en Estados Unidos, con otro uniforme de los White Sox en una de sus habituales maletas, cuando a Antonio lo que le gustaba en esos años era el fútbol, y no el aburrido béisbol. Y entonces él pensaba: “Dios mío, qué deporte más llano y aburrido es el béisbol, por eso no es extraño ver a los jugadores mascando chicle durante horas, rascándose las protuberantes panzas o acomodándose los apretados testículos, mientras el pitcher medita cada lanzamiento como si fuera a confesar una estupidez”. Y luego pensaba: “¿Meditaría mi padre qué regalo traerme en sus horas libres durante sus viajes de congreso? ¿Era el piano para tía Yoli un regalo meditado de parte de su hija?”.
Tal vez no se trató de un desacierto, un error o como quiera llamársele, sino de una forma evidente de llevar la contraria, con el propósito de generar o reavivar el conflicto; de llamar vehementemente la atención y mantener, aunque basado en la incorrespondencia, el vínculo en marcha.
Ciro jamás se quejó de las elecciones que para él y su hermano hacían sus padres. Eso deducía Antonio, al ver que un mismo regalo se destinaba al disfrute de ambos, de Ciro y de Miguel, aunque fuese Ciro el que más uso solía dar a este tipo de regalo compartido, rápidamente acaparándolo con rudeza. Por ejemplo, el salón de juegos que el padre les habilitó en el primer piso de la fábrica de pastelitos, tequeños y empanadas “El rey de la mandoca”, que incluía una cómoda y extensa hamaca para cuatro personas, una mesa de ping-pong y una mesa de pool, un equipo de sonido de última generación y una sala de ensayo, a la que Antonio iba casi todas las noches a aporrear instrumentos hasta bien entrada la madrugada, momento en que la sesión se salía de control por el exceso de invitados y de cerveza. Y es que con Ciro la vida era así; no podía haber desperdicio. Si había alcohol se lamía hasta la última gota; si había cocaína se aspiraba hasta el polvo imperceptible; si había un velocímetro a la vista, se hundía el acelerador hasta la tráquea.
Muchas fueron las veces que vieron girar Maracaibo desde las ventanas del bólido de Ciro, como una gigantesca ruleta que despierta finalmente de su pesadez. Vueltas y vueltas de su casa al salón de juegos, y de ahí hacia la noche difusa, a la par o muy cerca de un Ciro que iba desdoblándose, separándose de su amo o de sí mismo como un perro enloquecido y rabioso, a orillas del horizonte negro del lago. Un perro que ignoraba los silbidos de alerta de los que corrían con él o tras él. Un perro que iba desapareciendo, absorbido por su olfato insaciable: “live fast, die young”, se había tatuado Ciro alrededor de su cuello en esa época; una declaración de principios en forma de collar.
¿Usaba collares tía Yoli? Antonio no lo recuerda, y le costaría creer que ella llevara algo más que no fueran sus zapatos chatos de suela de goma, además de su irremplazable vestido, equilibradamente estampado, y su infaltable bastón. Desde muy joven tuvo frágiles rodillas, que la fijaban a la silla por horas. Antonio pensaba que eso había forjado su carácter, que sería distinto si ella hubiera caminado sin dificultades, si hubiera corrido a sus anchas sin aparato de apoyo.
Pues no necesariamente. Ciro carecía de problemas en sus articulaciones, y sin embargo era de lengua corta; aunque muy filosa, eso sí. Su voz parecía venir directamente del cañón de su pensamiento, de las caóticas enhebraciones de su cabeza estimulada, casi igual de efectiva que cuando estaba sobria. Por supuesto, las intervenciones de Ciro en su mayoría tenían que ver con cuánto estabas dispuesto a dar para llegar al límite y sobrepasarlo; el tono de sus frases era el tono de un reto, de una guerra que el veía necesario empezar cuanto antes.
Y más. Una inofensiva cena se podía convertir en una apuesta muy seria por ver quién se clavaba la mayor cantidad de pastelitos de carne picante (remanentes de la producción diaria de la fábrica), y, por más que rogaras, no había forma de excluirte de su juego; de un minuto a otro te veías suplicando de rodillas por un sorbo de fría cerveza, que Ciro demoraba adrede, riendo perversamente con las facciones de su cara oscurecidas, sus ojos rojos y salidos y una baba colgante de diablo en una boca que parecía crecer con cada acceso de tos estruendosa, retumbando en el ardor de tu lengua y tus encías.
No había caso: con Ciro no se podía estar en calma, fuera la hora que fuese. Mover un dedo para él implicaba empezar una revolución: se estaba vivo y despierto para romper con las normas establecidas, de lo contrario era estúpido pararse de la cama, abandonar el sueño y las comodidades del cuarto. Era estúpido incluso vivir (y mucho más en la pasiva Maracaibo), si al menos no intentabas desestabilizar un poco, propinar un palazo en las canillas de lo religioso previsible, o del alto mando autoritario de cualquiera.
Entre otras cosas, la presencia de Ciro incentivó a Antonio a renunciar a los domingos eclesiásticos en familia, a contestarles más fuerte y más seguido a sus padres, a no quedarse callado si el impulso indicaba que se defendiera. En fin, la explosiva presencia de su amigo, inauguró en su boca la palabra No. Y, de paso, le hizo creer que la impunidad de su amigo era la suya, que de cualquier incendio que él provocara saldría ileso y fortalecido, como el más joven e incendiario Charly García. Era Ciro en esa época un Charly en estado de gracia; un Charly caribeño, claro está, de irremplazable bermuda y camisa manga corta, equilibradamente estampada y unas cotizas playeras.
Ricardo Montiel es un escritor, músico y arquitecto venezolano-argentino. Ha publicado los libros de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (2015), Agonía de los días terrestres (2018), El rezo de los chatarreros (Mención de honor en el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2021), el inclasificable volumen de crónica S, M, L (2021), y el libro de relatos Los regalos y las despedidas (2022). Textos suyos han aparecido en diversos medios y han sido traducidos al inglés.
estampada y unas cotizas estamestampada y unas cotizas playeras.
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