Fernando Bonilla estuvo aquí ya con un seudónimo, pero ha pasado el tiempo y ha decidido dejar de usar una máscara para poner en circulación su trabajo. En penúltiMa seguimos con las mismas ganas de servir como plataforma para escritores de todo el planeta que quieran ofrecer su labor a los lectores inquietos que son el nicho natural de un proyecto como esta revista.

 

Ese era el secreto para ir rápido, alargar los pasos tanto como pudiera sin importar que tras unos minutos le llegaran a doler las piernas; pero jamás correría, no quería llamar la atención, a pesar de haber olvidado que aún cargaba la pistola tibia en su mano. Mientras tanto, observaba satisfecho cómo en el dispositivo de su muñeca aumentaban rápidamente sus “puntos de hombría”.

Aprovechó el carnaval para mezclarse con el gentío de manera que pareciera profesional y no cobarde, ya que eso le restaría puntos. Quizás nadie prestó importancia al arma pues decenas de niños de su edad llevaban también unas parecidas, con las que disparaban agua a jovencitas para trasparentar sus blusas y encontrar lo que solo en internet o en sus madres habían visto. Cuando lo lograban, él aprovechaba y se volteaba sin disimulo para ver la curvatura de sus pezones, mientras se humedecía los labios con antojo. Pero él no era un niño, ser niño es aceptar la fragilidad, y hubiera sido ofensivo suponerlo frágil.

No había usado su arma ese día. Desde que la robó solo había practicado con latas, botellas y perros escuálidos. A mujeres y niños jamás les dispararía, porque solo los cobardes hacen eso. Tampoco a hombres, todavía, y hoy que tuvo la oportunidad no lo hizo, sino que usó su pistola para noquear a aquel que le ordenaron matar. Tras hacerlo pensó que lo haría más hombre no depender de un arma, sino asesinarlo con sus propias manos. Así que una vez inconsciente lo golpeó con todas sus fuerzas en la cara hasta que le dolieron sus nudillos, mientras el marcador de su brazalete comenzaba a ascender.

Pero sería más hombre si pudiera sacarle más sangre, así que tomó una roca y con repetidos desplomes le destrozó el cráneo, al ritmo de chapoteos rojos que colorearon el asfalto. Incluso unas gotas cayeron en su boca, y degustó el sabor metálico de la virilidad. Una vez seguro del resultado, aprovechó para tomar cuanto encontró en su billetera y comenzó su huida.

Mientras regresaba a su hogar abriéndose paso entre la fauna urbana olorosa a sobaco, recordó aquel día, años atrás, cuando al lado del árbol semillero frente a su casa, su padrastro le regaló su brazalete de hombría. Era imprescindible para todos los hombres de verdad. Quienes no lo usaran, seguramente querrían esconder su falta de testosterona.

Fue con su padrastro que añadió los primeros puntos al brazalete, e inició su carrera para ser varonil, en aquella época inocente cuando le enseñó que mientras más largo escupiera, más hombre sería; así que se esforzó, aprendió, y sin dificultad sobrepasó a los niños del barrio. También aprendió con él que los hombres solo deben orinar de pie y ruidosamente, y cada vez que lo hacía uno o dos puntos se sumaban a su marcador, misma cantidad que se restaba cada vez que iba al baño y orinaba sentado.

Fue sumando puntos al asimilar que un hombre de verdad nunca debe limpiar, barrer ni lavar. Tampoco ayudaba a su madre mientras ella hacía quehaceres, y no sentía culpa por ello, pues los puntos de hombría se sumaban a su total.

Entendió que los hombres no pueden ser tan débiles como para detenerse a ayudar a otros, que deben fuertes, que solo así prevalecen, y que si alguien necesita ayuda es porque es frágil e inútil.

Con sus amigos de la escuela ensayó más lecciones. Aprendió con ellos a insultar, a burlarse de cualquiera que fuera diferente, imponerse ante los gordos, las niñas y los que tuvieran la piel más oscura; ser mejores que la conserje e incluso que aquella pequeña profesora tan tonta que guardaba esperanzas en ellos y los trataba siempre con paciencia y cariño.

Aprendió también que solo los afeminados se preocupan por el cuidado personal. Que no hace falta ponerse desodorante ni lavarse los dientes, y no bañarse de vez en cuando tampoco está mal. Que puede eructar y soltar gases cuando quiera, que no importaba gritar ni reírse a carcajadas cada vez que le entrara en gana. A él nadie lo calla ni lo obliga a nada, es hombre, y con esa satisfacción de sentirse imponente, subían y subían los puntos de su marcador a niveles muy por encima que los de los demás niños de su clase.

Ser una persona pasiva implica debilidad. Él debía ser fuerte, violento, un macho verdadero que resolvía todo a su manera. Fue con este pensamiento que llegó a los catorce años, ingresó al colegio, y empezó a desarrollar una barba más frondosa que las de sus compañeros, aunque vergonzosamente escaza todavía. Pero tenerla le garantizaba más puntos, tantos como aquellos que ganó al comprender que era el más fornido de su clase, el de la voz más grave y el que tenía el pene más grande.

Pero al poco tiempo los orgullosos puntos se comenzaron a estancar. No podía demostrar más hombría si se mantenía entre niños de colegio. Por eso dejó a un lado sus clases e ingresó a una pandilla, donde estaría con hombres de verdad, y donde estaba seguro de que su hombría podría proliferar en la máquina en su muñeca.

Su primer requisito para ingresar fue robar un arma. El segundo, matar a un integrante de una pandilla contraria.

Aprovechó la época del carnaval, cuando el ruido era intenso y la ciudad se trastocaba; cuando los niños gritaban y llovía harina, espuma y confeti en las calles; cuando todo parecía un juego, todos se amontonaban para reír, y a nadie le importaba nada más que la fiesta popular.

Tan feliz marchaba después del asesinato, con la pistola en su mano y los puntos ascendiendo en su brazalete, que no se enteró de que un grupo de camaradas del muerto lo seguían. Es por eso que no estuvo preparado cuando, al llegar a su casa, dejaron volar cientos de balas que despedazaron su cuerpo, derramando sesos en la entrada de su hogar.

Como lluvia que chapotea, los puntos diluidos en la sangre del joven abonaron el tronco del árbol semillero frente a su casa. Fue así como lo encontró su padrastro al anochecer, con el brazalete aún intacto, ahora en cero, reducido de golpe por el grito agudo que soltó al ver a la horda pronta a matarlo.

Él no lloró, ni siquiera al enterrar las sobras del niño, porque era más importante conservar los puntos de su propio brazalete que demostrarse débil ante La Hombría.

 

Fernando M. Bonilla (San José, Costa Rica, 1993), estudiante de posgrado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Costa Rica. Ha cursado talleres de dramaturgia en el Taller Nacional de Teatro, Teor/ética y el Teatro Giratablas, pero su producción gira alrededor de la narrativa breve. Fue premiado con el primer lugar en la rama de cuento del Certamen Brunca 2019 en Costa Rica y ha publicado cuentos en revistas digitales de Costa Rica, Nicaragua, Ecuador y Estados Unidos, bajo el pseudónimo de Fernando Sequeira.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La imagen que acompaña al texto es del histórico fotógrafo español Antonio Fernández Soriano «Napoleón».