Si con su primera novela, Los cuerpos del verano, Castagnet fue primero un rumor que circulaba de boca en boca y más tarde un secreto a voces, la aparición de su esperado nuevo libro en la editorial Sigilo ha generado la expectativa lógica ante la escritura de uno de los más inquietos e innovadores autores de la literatura en castellano de este siglo que está a punto de entrar en la mayoría de edad.
Los feos fueron los primeros en desaparecer. Según los buscadores, la primera fue la conductora de un micro escolar. Los adolescentes le gritaban vieja, gorda, cara de mierda. Entonces desapareció; primero el cuerpo y después la ropa. La gorda fea seguía manejando y quizás lloraba. Los adolescentes comenzaron a gritar y a filmar con sus bindi, aunque en realidad no había nada que se pudiera compartir en las redes: un asiento vacío y un paisaje borroso del otro lado de la ventanilla. A los adolescentes también les llegaría el turno de desaparecer.
Los detalles son lo primero que se pierde, pero al final la memoria es la supervivencia de un único detalle. Cuando desapareció por primera vez, Masita sintió como si todas las cosas de este mundo hubieran sido dibujadas en trazo grueso, como si se le hubieran dormido las piernas, como si su cerebro hubiera absorbido todo el líquido que lo regaba. Eyaculó. Lo transparente enturbiaba lo invisible. Reapareció en público con los pantalones manchados. Los demás pasajeros se rieron y quiso desaparecer de nuevo.
Le llevó tiempo dominar la desaparición; más tiempo le llevó no querer esquivarla, deshecho de miedo. Le tomó semanas en las redes, primero en un sitio de preguntas y respuestas pero luego descargando manuales de usuario y libros de texto budistas, ejercitando la respiración, el movimiento del vientre. Mientras tanto su cuerpo desaparecía y aparecía sin ningún control, un rayo negro durante una tormenta blanca.
Supo que lo había logrado cuando entró y salió de la casa de su madre sin que nadie se enterara. Para que la ropa no lo delatara esperó sentado en una plaza los diez a quince segundos que tarda la disolución parcial: todo aquello que está en contacto con el cuerpo. Camelia embalaba cajas que tenían escrito frágil en el cartón: Masita vio platos, botellas de whisky, discos de vinilo. Cajas con etiquetas naranjas, azules, negras. A Rapo no lo pudo percibir; Masita quiso pensar que quizás, por primera vez en mucho tiempo, simplemente no estaba encerrado en casa.
No le contó a Sabrina hasta varios días después. Todavía no se habían separado: ella le dijo que le ponía la piel de gallina, pero consideraba que era prudente que lo pudiera dominar. Su felicitación lo tomó por sorpresa; como siempre, tenía razón. Después de todo resultó ser una cuestión de supervivencia. Fue más simple para aquellos que trabajaban en sus casas. Quienes salían y no supieron controlar la desaparición fueron arrollados, atravesados, perforados. La sangre aparece con más frecuencia desde que los cuerpos desaparecen. Tuvo que ocurrir una masacre en una estación de tren para que el gobierno se viera obligado a intervenir por primera vez. Psicólogos, parapsicólogos, profesionales de cualquier tipo: todos ofreciendo aquello que los buscadores ya habían provisto hacía meses. O eso es lo que le gusta decir a Marcial.
Marcial está casado con Lupe, la hermana de Sabrina. Cuando tuvieron un hijo se mudaron a una casa y luego Marcial le alquiló su departamento de soltero a Masita. También cobra la renta de otro departamento, actualmente alquilado por una familia de africanos varados en la ciudad por un problema de papeles.
–Los controles están ásperos –le dice Marcial– y no saben controlar la desaparición. Demasiado riesgo. Vos deberías enseñarles, quizás, ni a mí me sale del todo bien.
Masita es el padrino de Flamarión, y Sabrina la madrina; sin ceremonia, solo de palabra, pero ese compromiso le pesa hondo incluso después de haberse separado. Como Flamita está aprendiendo a leer, todo el departamento está etiquetado con palabras. La ventana, la estufa, el inodoro. El florero que compró Lupe. El frutero y cada una de las frutas. El tacho de basura. El monitor, la impresora, la aspiradora, la heladera, el lavarropas, el secaplatos, el microondas, el equipo de música, los parlantes. Marcial es técnico de aplicaciones y su casa está llena de aparatos. “La tecnología funciona mejor con órdenes”, suele decirle, generalmente junto a un catálogo de nuevas aplicaciones, “órdenes y repetición”. Hoy está obsesionado con una nueva y, por primera vez, capta la atención de Masita:
–Me resulta fascinante esta aplicación para ver lo que desaparece. Lupe la usa hace rato, es parte fundamental de un juego al que es adicta. Está todo el día metida en el Tacto, a veces tengo ganas de manipularle el bindi y plic, cortarle la conexión. Dicen que el gobierno está discutiendo si la aplicación debe ser gratis, o si es peligrosa, te imaginarás en lo que puede convertirse. ¿No te llegan las noticias a vos?
Masita acerca una silla que dice silla hasta el monitor que dice monitor. La música está muy fuerte. Marcial le muestra la noticia donde prometen la aplicación. Masita le pregunta con cierta nerviosidad por Lupe: está meditando en el cuarto de al lado. ¿Cómo hace para meditar con una música tan invasiva?
–¿Te acordás de mi perro Escarcha? –le pregunta Marcial. No había problema con los anteriores inquilinos, pero los extranjeros se niegan a cuidarlo aduciendo que no figura en el contrato. Según Marcial no tiene lugar en su casa para una mascota, pero Sabrina le contó la verdadera razón hace unos meses: el perro es herencia de una pareja rota. Lupe lo ve como un fantasma de la ex de Marcial y no lo quiere en su casa. Masita, la verdad, tampoco.
Una vez, mientras Sabrina le cambiaba los pañales a Flamarión, Marcial le dijo de la nada: “Seguro que la culpa es de los buscadores. Primero autos que se conducen solos, y después personas que desaparecen. Muy sospechoso”. Marcial es bizco y mientras hablaba el ojo se le desviaba cada vez más.
A algunas personas la desaparición les cuesta más que a otras. Los que no saben cómo entrar, los que no saben cómo salir. Entran como si se tiraran a un pozo sin fondo; se disuelven durante tanto tiempo que cuando logran reaparecer dicen que estuvieron presos. “Extrañaba poder sujetar cosas con normalidad”, es el comentario más recurrente. Quizás sea el tacto, y no la inteligencia, lo único que nos mantiene humanos.
Una sola vez Masita casi se disolvió por completo; por entonces creía que era una exageración inventada por los científicos del gobierno para disuadirlos de desaparecer seguido. Acababa de volver de correr y estaba sentado sobre la alfombra con los ojos cerrados, anidando. Se sentía en el fondo del mar, a veces líquido y otras veces granulado. Luego el fondo del mar se abrió y una fosa negra y dilatada le chupaba los brazos, las piernas, la nuca. Luchó. Más tarde Sabrina le dijo que estiraba las manos y no tocaba nada donde con seguridad debía haber algo; cuando apareció lo hizo exactamente en el mismo lugar, pálido y todavía pataleando.
Esa noche discutieron y Sabrina le dijo que estaba abusando. Masita lo admitió. Las semanas siguientes intentó no desaparecer en lo absoluto. Controlaba la ansiedad con más ejercicio, más trabajo, más comida. Vomitó varias veces, engordó, cobró más dinero. Volvió a desaparecer de pie frente a la canasta de la fruta, mientras decidía entre una manzana y una banana. Sabrina vio una banana flotando y lo puteó. “No es mi culpa”, dijo Masita. Sabrina le respondió que por lo menos podía tener la decencia de reaparecer para contestarle.
¿Es por ser tan linda que Sabrina se niega a desaparecer? Tal vez sí, o tal vez no. Pero una vez Masita le preguntó qué se sentía al haber crecido sabiéndose bella desde tan chica, y Sabrina le respondió que para ella fue horrible. “Era una carga, no lo aceptaba, no era una ventaja sino una contra”, dijo, “pero ya lo asumí”. ¿Entonces? No hay nada contundente. Es linda y se niega a desaparecer. Yo tampoco desaparecería si me viera así reflejado en el espejo, piensa Masita. Ser feo habrá sido la primera razón, pero no fue la única. Quizás simplemente el mundo estaba agradecido de que solo desaparecieran los feos y prestó más atención al cambio.
¿Qué puede saber mi hermano de todo este sufrimiento?, piensa Masita. Deportista, grandote, enorme. Las chicas lo tocaban por cualquier cosa. Las amigas. Las compañeras del colegio. Las madres de las compañeras de colegio. Además, Rapo sí sabe cómo y cuándo y cuánto desaparecer. Masita está seguro porque fue su hermano quien le enseñó.
Masita venía leyendo los manuales pero no los comprendía. Rapo apareció frente a la puerta de su cuarto, la capucha puesta y una bandeja con la merienda entre las manos. “No seas boludo”, dijo, “te preocupa tanto la postura que mirá lo incómodo que estás”. Primero desapareció él, luego su ropa, luego la bandeja, luego la chocolatada. “Así”. Cuando reapareció la chocolatada estaba vacía. El resto de la semana lo ayudó a dominar la técnica. Se sentaba en el piso, se sacaba las medias y se masajeaba el arco de los pies. “¿No te da frío?”, Masita le preguntó una vez. Rapo dijo que sí, pero que una vez que desaparecía se iba a un lugar adonde no tenía frío. “Un lugar adonde está papá”, le dijo una vez, y aunque no entendió a qué se refería le contestó, tajante: “Papá nos abandonó, lo odio”. “Vos lo odiás desde lo de la tortuga, Masita”, le respondió riéndose. Fue una de las últimas veces que interactuaron, antes de que Masita se mudara con Sabrina, antes de que Rapo se encerrara en su cuarto.
Después de cenar Masita habla por bindi con Sabrina: él le cuenta de su última visita al abuelo y ella de su visita familiar. Hoy le deseé a mamá una fosa común para las madres menopáusicas, le dice, cansada. Solo parece recuperar energía cuando intenta convencerlo de aceptar el perro de Marcial. Masita intenta responder tranquilo pero termina fallando: Yo quería hijos, no mascotas. Sabrina no le contesta ningún otro mensaje por el resto de la noche. Más tarde lo llama Camelia por teléfono y le dice que Rapo ya ni siquiera está comiendo la comida que le dejan frente a la puerta. Es fácil imaginar la bandeja llena de moscas. “¿Estás hablando de una mascota o de mi hermano?”. Camelia lloriquea, y Masita se arrepiente de haber sido tan duro. “Quedate tranquila”, le dice, “me voy a ocupar”. “Ya es tarde para eso, Maximiliano”. Cuando Camelia deja de llorar corta la conversación. Sentate en el piso; reposá por un minuto. Sacate las zapatillas. El alumbrado público impide que se haga del todo de noche.
Martín Felipe Castagnet (La Plata, 1986) ha publicado tan sólo una novela antes de Los mantras modernos: la unánimemente aclamada Los cuerpos del verano. Dicho libro obtuvo en VII Premio a la Joven Literatura Latinoamericana otorgado por la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint Nazaire y ha sido traducido al francés y al inglés. Además ha realizado su tesis doctoral para la UNLP sobre la editorial especializada en ciencia ficción y fantasía Minotauro.
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