Autor de reconocido prestigio, Edmundo Paz-Soldán fue durante unos años la cabeza del iceberg de una literatura que va ganando por su calidad un lugar de peso en el mapa de la literatura reciente en castellano. Por eso es un honor para penúltiMa que el autor y su editorial, Malpaso, nos hayan permitido compartir el inicio de su más reciente novela, Los días de la peste, que acaba de ponerse a la venta esta misma semana.
[EL GOBERNADOR]
Lucas Otero se dirigió a la Casona escoltado por dos guardias, chicote eléctrico en mano. Llevaba el uniforme azul recién planchado, las relucientes botas negras con punteras de metal. Se desplazó con aire marcial por el camino de piedra pulida por el que se iba de la casa a la cárcel, ignorando a la gente que venía de visita y peleaba a gritos su lugar en la fila, los vendedores de artesanías y juguetes hechos por los presos, las caseras de los puestos de comida que ofrecían pollo asado y anticuchos. Cruzó el portón y el arco de la entrada bajo la mirada reverente de sus oficiales, en la explanada de palmeras de hojas alicaídas y verdeamarillas tres niños corrieron hacia él, uno con una lagartija moteada en la mano. Otero los saludó, Duque, Timmy, Ney, se estarán portando bien, sí Gober, estarán yendo al colegio, sí Gober, si no ya saben qué pasa, una carcajada violenta, cómo le gustaba esa sensación.
Una anciana de pelo ajustado en un moño con cinta verde le pidió con voz quebrada que la ayudara, mi hijo se muere en la Enfermería, quiso tocarlo y un guardia la golpeó con la culata del rifle. Otero se acercó a la anciana y la abrazó, atenderé tu pedido, mamita, ella se echó a llorar, que Ma Estrella se lo pague. Otero ordenó al Jefe de Seguridad Hinojosa que castigara la torpeza del guardia. Cómo no, jefe.
Krupa, el segundo de Hinojosa, le preguntó cómo estaba, jefecito, ¿durmió bien? Lo normal, el calor me despertó varias veces. Lo que mata es el calor, jefe, eso y otras cosas. Otero apoyó las manos en la hebilla metálica del cinturón, alzó la vista y descubrió bajo el sol destellante a los presos aglomerándose en el primer patio, en los escalones y en las galerías del segundo piso del edificio ante la vista de los guardias en posición de apronte, una multitud pendiente de él, almas dispuestas a cualquier gesto con tal de que escuchara sus penas y les diera mendrugos para tranquilizarse por unas horas. Ahora sí, estaba en casa. Era un rey de ese espacio finito, por más que cualquier rato llegara un comunicado del Ministerio de Gobierno recortándole el presupuesto y haciéndole ver que no pasaba de simple administrador de una prisión en Los Confines. De hecho lo que iba a hacer esa mañana provenía de una sugerencia del Juez Arandia, el cerebro de la administración provincial. Una forma de ganarse puntos ante él y el Prefecto Vilmos, porque si no lo hacía pronto llegaría la orden conminándolo a hacerlo. Ah, pero algún día verían.
Se detuvo a un costado del edificio e hizo una señal que llamaba a formarse a los prisioneros. Gritos, movimientos rápidos, empujones. Alrededor de mil quinientas personas buscaron sitio en el patio que antes parecía un mercado, con sus puestos improvisados para la venta de comida, papel higiénico, jabón. Pasar revista era una tradición iniciada con la fundación del penal, más de un siglo atrás. Una forma de contar a los presos, aunque nunca se llevaba bien la cuenta, pues no faltaban los privilegiados que negociaban quedarse en sus celdas y cuartos. Se pasaba lista todas las mañanas a las seis, pero también podía ocurrir a cualquier hora, cuando a Otero se le antojaba.
Los murmullos se acallaron. Se escucharon las campanas de la capilla católica, que el cura Benítez hacía repicar cada vez que Otero visitaba el penal. La ceremonia era una versión abreviada de la original. El Gobernador iba pronunciando nombres como al azar. El preso al que se llamaba debía romper filas y acercársele, inclinar la cabeza y esperar hasta que se le diera permiso de volver a su sitio. La ceremonia duraba todo lo que quería el Gobernador, a veces dos horas, otras cinco minutos. Si era mucho no faltaban los desvanecidos por el calor.
Hinojosa hizo una señal y de un costado surgieron dos guardias llevando un pesado arcón de hierro. Lo depositaron a los pies de Otero. El Gobernador esparció los contenidos en el suelo. Imágenes de la Innombrable en estampas y escapularios, cráneos de cerámica —de animales y de seres humanos— conocidos como santitas. Polvo amarillo, hongos laminados, frascos de sustancia violeta. No le interesaba pelearse con el culto de Ma Estrella, de hecho lo ayudaba a gobernar mejor el penal, pero tampoco quería que las autoridades dudaran de su lealtad.
¿Quiénes son los dueños de todo esto?
Alzó una efigie de cerámica de la Innombrable, una rajadura en la cabeza le atravesaba un ojo. Una mosca verde zumbó sobre la diosa. Nadie dijo nada.
Nadie es el responsable. Nadie, nadie, nadie. Nadie puede levantar la mano porque no hay un solo culpable. Todos ustedes lo son. Esto ha sido confiscado en la última revisión. Estaba a la vista, en mesas y altares. Bajo sus camastros, en huecos en las paredes y entre las piedras del piso. En las esquinas de los baños y los techos, ¡qué imaginación!
Un preso levantó la mano. Le faltaba un brazo y le decían el Niño. Chinelas y shorts, el tatuaje de un pulpo en el pecho.
¿Qué quieres, Niño? Anda, di algún comentario tonto.
Hay libertad de culto. Que sepamos, nada de eso está prohibido.
Otero jugueteó con el chicote eléctrico. El Niño tenía razón pero no podía dársela en público. Se sintió incómodo ante el papel que había elegido, de fiel guardián de las sugerencias del Juez Arandia.
Libertad pero sin exagerar. No permitiré que la Casona se convierta en una cueva de la Innombrable.
Injusto, dijo el Niño.
A quejarse a los Defensores del Pueblo. Vamos a ver si te hacen caso. ¿Cómo fue descuartizar a tus papás? ¿Qué sentiste?
El Niño iba a hablar cuando el chicote eléctrico se marcó entre sus costillas. Hubo olor a carne quemada, gritos, y un intento de abalanzarse sobre Otero, que retrocedió y esperó a que los guardias agarraran al Niño con firmeza para continuar hablando.
Una semana de confinamiento solitario, gritó, molesto consigo mismo por lo que acababa de hacer, un impulso que debió haber controlado. Llévenselo. Quemaremos las imágenes y habrá peores castigos si las vuelven a obtener. Nadie, nadie. ¿Van a seguir diciendo eso?
El guardia Vacadiez se aproximó a las efigies y escapularios, los juntó en forma de pirámide y los roció con alcohol. Acercó el chicote eléctrico al montón, dio una descarga y las llamas crepitaron. Se levantó una columna de humo, formando espirales en las que Otero creyó ver rostros de prisioneros ya desaparecidos, sus huesos pudriéndose en un cementerio de leyenda en las entrañas de la Casona. Ordenó que volvieran a sus celdas. Se persignó mientras a sus espaldas se desvanecían en el fuego las imágenes de la Innombrable.
[RIGO]
Nos habían metido a la Casona y no sabíamos el porqué. Por la noche nos arrestaron en la estación, a punto de tomar la flota después de haber predicado en plazas y parques de Los Confines, como se lo prometimos a Marilia mientras se moría, y de nada sirvieron los gritos de inocencia ni los pedidos de explicación. Traspusimos el portón de entrada y fuimos llevados a una oficina con una foto enmarcada del Gobernador y afiches de películas de zombis, donde nos quitaron el carnet y confirmaron que nos llamábamos Rigo, como decía en el parte de detención. Se burlaron del nombre, le falta algo pues, una sílaba delante o atrás. Fuimos arrojados a un patio y un tal Krupa, piel cobriza y aires de oficial responsable, nos informó que dormiríamos allí a menos que pagáramos. Nuestra voz le dijo es su deber darnos una celda y él se rió, por lo visto no conoces este lugar.
Tuvimos que quedarnos en el patio porque no había quivo y ya debíamos el peaje que se cobraba a los arrestados cuando ingresaban a la prisión. Unas treinta personas arracimadas contra las paredes, algunas en los escalones que conducían al segundo piso. Ronquidos, llantos, gruñidos, ayes. El cuerpo se recostó contra una fuente de piedra agrietada, demasiado inquieto como para intentar dormir. De un corte manaba sangre sobre la ceja izquierda, producto de los zarandeos con los polis. Los murciélagos sobrevolaban el patio, zumbando agitados con su patagia cerca de nuestra cabeza. Grandotes y hocicudos, recordaban a los del hospital de aves, que los doctores a veces operaban pese a que no eran aves. Eso sabíamos, los murciélagos eran mamíferos. Entre vuelo y vuelo descansaban en las paredes y aleros del techo del edificio principal, incomodándose entre ellos, creando un manto negro que se alargaba sin descanso y se movía y respiraba. No nos dimos cuenta cuando el cuerpo se durmió, rogando que el arresto no tuviera nada que ver con el hecho irrevocable de que habíamos sofocado a Marilia con una almohada antes de partir rumbo a Los Confines. Sus gemidos eran compañía. Debíamos tranquilizarnos, lo ocurrido en una provincia no se sabía de inmediato en otra.
Despertamos, la sangre del corte reseca en torno al ojo. Temprano por la mañana, el sol limpiaba el patio. Caminamos medio mareados, descubrimos a un hombre alto y flaco con un mandil de enfermero.
Doctor, doctor, llamó la voz, y el hombre respondió, sí, el mismo. Señalamos el corte, y nos pidió que lo siguiéramos por pasillos estrechos a un segundo patio de baldosas resquebrajadas y luego a un cuarto en el segundo piso. Los ojos vieron a una mujer cambiando los pañales de una wawa en un camastro. ¿Qué hacían ellos en la cárcel?
El hombre sacó una venda de un cajón, la puso sobre la herida y la pegó con cinta aislante. Ya está, se puede ir. ¿Es todo? Es todo, sí. ¿No hay que desinfectar la herida? No se enrolle, es poca cosa, ¿Cómo me dijo que se llamaba? Rigo, pero no le dijimos nada, ¿y usted? Me llaman Flaco por aquí. ¿Y en otras partes? También. No supimos si reír.
Tuvo una mala noche, el Flaco habló al ver que no quitábamos la vista de la wawa. Se la pasó vomitando y con diarrea. Un rato le salían líquidos por todos los orificios. Le he dado remedio para que se le pase y nada. Por suerte se ha dormido.
Gotas de sangre seca en las sábanas. La wawa pálida. No se ve bien, dijo la voz.
Ya volverá su luz. Carito es resistente.
¿Qué hicieron ellos para estar aquí?
Nada. Queríamos seguir viviendo juntos. Con un poco de quivo se puede todo en la Casona.
La cabeza no le entendió. El cuerpo cansado, la voz prefirió no preguntar más.
Los pasos se alejaron del cuarto y la luz del día golpeó, intensa. Nubes deshilachadas salpicando la serena inmensidad azul del cielo.
Un gemido y nos sobresaltamos, seguros de que Marilia estaba detrás de nosotros.
Nada, solo la puerta de un cuarto que se abría.
La mirada se posó en una imagen en la sombra proyectada en la madera. Desapareció de inmediato. Travesuras del Maloso. Nos atragantamos. Lo hicimos por su bien, para aliviarla de su dolor. Lo cual no quitaba que habíamos hecho algo bueno-malo y que por eso la piel no estaba del todo tranquila.
[EL FLACO]
Esa mañana el Flaco salió a hacer sus rondas por los patios de la Casona. Los arrestados de la noche anterior estarían durmiendo en el primer patio y en las escaleras que daban al segundo y tercer piso, y los pacos rogarían entre bostezos que alguno tuviera billete, para exprimirlos y justificar la larga noche de turno. Arresta- dos de los que ni siquiera se enteraba el Gobernador, que entraban y salían por el portón principal después de pagar el peaje y estarse unas horas sin hacer nada. Había quienes se quedaban para siempre porque no tenían billete o nadie los reclamaba o descubrían que el lugar no estaba mal. El Flaco también conseguía unos pesos y así lo hizo con los dos primeros que se le acercaron, brutalmente golpeados, con rasguñaduras en las mejillas y moretes en los brazos. El tercero que le tocó atender tenía un corte leve sobre un ojo y lo curó rápido porque quería volver a sus rondas pese a que Carito lo preocupaba. Su mujer se haría cargo, él no podía permitirse una mañana libre. Había llegado a la prisión hacía un par de años, sin saber nada de medicina, y aprendió a atender a los presos a la fuerza, para ganarse la vida. Un recluso que era su vecino le vendió un estetoscopio antes de partir, y él se lo colgó al pecho y eso le dio seriedad. A veces se inventaba diagnósticos, confiado en que unas palabras bastaban para tranquilizar a sus pacientes, aunque no faltó la golpiza propinada por el hermano de una mujer a la que no reconoció a tiempo una peritonitis, con la amenaza de matarlo si seguía ejerciendo de médico. Por eso trataba de meterse solo con los nuevos.
[SABA]
Despertó esa mañana con el cuerpo adolorido, abrazada a Carito. La garganta le raspaba, las articulaciones estaban hinchadas y una debilidad general le impedía ponerse a hacer cosas en el cuarto, atarearse como le gustaba. Cualquier rato caería enferma si no lo estaba ya. Quizás Carito le había contagiado algo. Tanto vómito por la noche, de no creer. El Flaco minimizó el asunto, es un poco de temperatura, se le pasará, pero a ella le parecía que empeoraba desde que aparecieron los primeros síntomas, dos días ya. ¿Y la sangre qué? Ah, apenitas. Sí, un poco, pero también diarrea, temblores y un llanto de esos que pegaban las ánimas intranquilas.
Debía ir a El mapache sin botas, faltarse sin permiso le podía costar el trabajo. Aunque no sabía. El otro día los corderos destazados que trajo la dueña del restaurante le parecieron sospechosos. Corrían rumores de que en un lote cerca de la prisión se había encontrado un montón de colas de perro y que negociantes de mala conciencia hacían pasar perros como corderos para ven- derlos a restaurantes. El mapache sin botas era el mejor restaurante de la Casona, pero últimamente había habido quejas de los clientes acerca del sabor de la carne. Desde entonces Saba soñaba con perros con cabeza de carnero y borregos que ladraban.
Volvió a hundirse en el colchón, envuelta entre las sábanas, creando un hueco cálido y protector para Carito. No quería despertarla, por fin había caído dormida en la madrugada, después de que los vecinos vinieran a quejarse, que al menos cerrara la ventana. Le tocó el lunar debajo del ojo izquierdo. Más que lunar una verruga, pero ella lo pintaba con un lápiz negro y eso escondía el defecto.
Qué ganas de quedarse. El Flaco no le tendría pena. La acusaría de floja, debía ayudarlo a ganar tela. Tenían ahorros y con un poco más podrían cambiarse a una mejor sección, un cuarto más grande con baño privado, quizás un departamento de dos habitaciones en el primer patio, demasiado esfuerzo por las noches para que sus vecinos no escucharan nada a la hora del ñaka, a ella que le gustaba gritar tanto.
Saba no quería un cuarto más grande, decidió esa mañana entre dolores, mirándose en el espejo desconchado que colgaba en una pared, aunque reconocía la tentación de un baño privado. En el primer patio hasta agua caliente tenían, mientras ellos debían ir al baño público de la sección y comprar baldes de agua para lavarse. Ni qué decir de las suciedades nocturnas. Ya que estaba, para qué soñar con un mejor espacio en la prisión si se podía imaginar más fácilmente la libertad. Quería salir de la Casona y llevarse a su hija. No había hecho nada, solo estaba ahí para acompañar al Flaco. Él también decía no haber hecho nada, pero todos sabían que sí. Había envenenado al primer marido de Saba por culpa de la locura de amor que los entercó. Esa locura que ya no los visitaba. Ella estaba convencida de que nunca llegaría a irse con el Flaco porque a él le faltaban seis años de su condena y además no tenía ninguna intención de pagar para que se la acortaran. Tampoco se acercaba a los Defensores del Pueblo que venían los domingos y ofrecían hacerse cargo gratis de ciertos casos. De hecho al Flaco le gustaba la vida en la Casona.
Mientras se vestía y arrullaba a Carito, que había despertado y agitaba los brazos desconsolada, Saba concluyó que, a diferencia del Flaco, ella odiaba la Casona. Carraspeó, y una tos metálica la sorprendió. Una tos que no parecía de ella. ¿Qué sería? No, no había hecho nada y el Flaco no la había inculpado. Era consciente de que afuera podría tener más opciones. Carito, por ejemplo, podía haber sido mejor atendida esa mañana. Tranquila, nena, todo estará bien. Ahora, en cambio, debía pedirle a su vecina que se quedara con Carito mientras ella iba a trabajar. Saba misma podía haberse quedado en cama. El dolor de cabeza le nublaba la vista.
[KRUPA]
Después de que se fuera el Gober, Hinojosa me pidió que llevara a los del cuarto patio a sus celdas. A sus órdenes, jefe. Los acompañé junto a tres de mis audaces. 43 caminaba con la cabeza gacha y los ojos cerrados porque la luz le hacía daño dizque. Apenas entramos al patio donde estaban las celdas del confinamiento solitario, Oaxaca se puso su manopla y le dio uno bien dado. 43 se arrodilló llevándose las manos al estómago y Oaxaca lo tiró al piso de un empujón. Déjenme solo con él, gritó, y lo encerró en su celda cric crac le dio con el chicote eléctrico, uyuyuy. Vacadiez se puso a sacarle fotos y filmarlo por entre los barrotes y 43 se quejó del brillo de la cámara, el flash le nublaba la vista, sus ojos bien sensibles estaban. Sensibles, mis pelotas. Cómo gritaba. Ayer yo había encontrado a Oaxaca meándolo. Esta basura se merece esto y más, exclamó. No le respondí porque tenía razón. 43 tenía los días contados. El padre del chico abusado me acababa de dar el adelanto para que me encargara de limpiarlo.
Estaba en esas ensoñaciones cuando el Gringo se desplomó al entrar a su celda. El Niño se acercó a verlo y yo lo aparté de un empujón.
Levantate campeón, te voy a dar un dulce de premio. ¿O te la meto doblada? Alegrate que me agarrás sin ganas de ñaka, Gringo.
No puedo más, Krupa.
Le di la vuelta jalándolo de su melena rubia.
¿Cómo que Krupa, carajo? Para ti soy señor Krupa.
Éramos tan amigos, me lloró, hasta socios.
Esto te pasa por hacerte el vivo, carajo.
Tenía una cara de susto que me hubiera dado pena en otro momento. Devolvés el billete que nos has robado y charlamos, dije. Se quedó callado. Anudé un alambre en torno a su cuello y se lo apreté hasta que se puso bien rojo. Lo dejé tirado y Vacadiez le sacó una foto, la garganta morada, la marca del alambre como un collar en la piel. Lo ayudé a levantarse, dio un par de pasos y se dejó ir chas chas la cabeza contra el piso.
Déjeme, señor Krupa, se acarició la mejilla rasmillada, que vengan a comerme los buitres.
No hay buitres por aquí.
Sabe a qué me refiero.
Te vas a joder bien entonces.
Mis campeones y yo salimos del cuarto patio.

Edmundo Paz-Soldan (Cochabamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como «McOndo» gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).
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