Con Lejos de Kakania (Editorial Periférica), Carlos Pardo extiende su personal ciclo narrativo autobiográfico, centrándose en este caso en la amistad entre dos poetas para repasar una serie de ideas sobre la amistad, la poesía y la vida que el también poeta Constantino Molina lee y sobre la que reflexiona para los lectores de penúltiMa.
La gatita, los porros, la madre, la cocina, el pobre Valentín tocando al timbre, unas albóndigas de bote, un pedo, Virgilio taciturno da un trago a su cervecilla y el protagonista envía un SMS a MJ: “Amorcito, esto es un coñazo. Te echo mucho de menos”. Peter Sloderjtik, Ashbery, Musil, Ajmátova, David Teniers y Lord Chandos. El barrio de Chamartín, el Imperio austrohúngaro, el Albaicín con sus mierdas de perro, Córdoba, la piscina de Cerrillo y un after en Churriana. Así es la narrativa de Carlos Pardo. Para los acostumbrados, como yo, a su poesía de pirueta intelectual es todo un acontecimiento acercarse a ella por primera vez.
Da la impresión de que el Pardo poeta ha estado conteniendo todos los ingredientes que purgaba de sus versos para soltarlos en tromba, abriendo la presa a chorro suelto, en su prosa. La anécdota, la vivencia, lo figurativo o las once sílabas que el lector no encontrará nunca en sus versos están en Lejos de Kakania, Editorial Periférica 2019. Una obra que podría definirse como una novela de autoficción escatológicoculturalista. Un texto ágil, divertido, plagado de chismes y colmado de una inteligencia -Carlos no es sólo un tipo inteligente, sino que además se esfuerza en parecerlo- que hila muy fino en su capacidad para captar las complejidades de la amistad, todavía mucho más complejas si nos atenemos a una amistad masculina entre dos sujetos poéticos que comparten generación literaria.
Este último tema, el de las generaciones literarias, podría ser una de las claves de la novela: la intencionalidad del autor por esclarecer la época heroica de una generación que al parecer acabó intencionadamente con las generaciones. Nada más lejos de la realidad, pues precisamente la generación de Carlos Pardo fue el último intento, infructuoso, por hacerse con un epíteto en la historia pendular de las generaciones de la poesía española. Historia que desde el romanticismo, y de manera más acentuada y concentrada desde la Generación del 27, ha ido columpiándose entre la emoción y el intelecto dando lugar a un eje cronológico en el que cada grupo nacía por simple contraposición al grupo anterior y el acusado agotamiento de las fórmulas precedentes. Así quedó el siglo XX dividido -a grandes rasgos y sin entrar en detalles- entre la generación del 27, la de la posguerra del 50, la de los novísimos-culturalistas y la de la poesía de la experiencia. A la generación de Carlos, la que yo llamo la de “los guapos” porque todos eran muy guapos, le tocaba intelecto. Le tocaba dejar de lado las historietas de barras y de amores que Montero y compañía venían explotando a granel cuando ellos aún eran unos niños que empezaban a cascársela -hablo en onanismo inclusivo-.
El fin de las generaciones fue, aunque quizás sea más correcto decir “está siendo”, algo espontáneo. Las generaciones nunca han existido y como vinieron se están yendo. Nada hay de intencionalidad en ese final. Cualquier lector puede entender que en la anterior ristra de generaciones hay cosas que se escapan: existen subgrupos, conceptos que no sirven para definir una obra, afinidades estéticas incongruentes y, sobre todo, hay autores que no encajan en ninguna de ellas. También hay desapariciones, misteriosas desapariciones que suelen tener vinculación con el género femenino.
Las generaciones literarias nacieron con el entramado de revistas, editoriales, antologías y el resto de agentes de publicación que vieron la luz a principios del pasado siglo. Con la llegada de internet han muerto. Eso es todo. Ya no hay agentes de poder que gestionen las publicaciones de picoteo o panorama. No hay generación que valga y en todas ellas lo más importante siempre han sido los cabos sueltos. ¿Por qué? Porque la literatura -y más si cabe la poesía- va a su marcha aunque el filólogo le ponga cajoncitos. Así es siempre, el erudito se monta un armario con todo bien ordenado y con el tiempo le sale un Fonollosa o una Emily Dickinson donde menos se lo espera. La poesía va a su marcha, a su bola, a su aire y por mucho festival y recital que se le haga siempre es más hacia dentro que hacia fuera, más un solo que una orquesta.
La mala herencia de todo esto de las generaciones han sido una beligerancia y una competencia un tanto pueril que ha quedado impregnada en el debate crítico. Un buen ejemplo de ello está en el artículo que Juan Marqués dedicaba a Lejos de Kakania en el mes de noviembre. El campo semántico del primer párrafo no tiene desperdicio, le falta poco para proponer la literatura como deporte olímpico:
“[…] hay pocos autores más acechados que Carlos Pardo en la literatura española de hoy. Él siempre va tres o cuatro metros por delante de los demás, y cuando quienes tratan de alcanzarle se acercan un poco, él ya está en algo muy diferente. Intentar ser un epígono de Pardo es un mal destino, porque tanto en lecturas como en recursos de todo tipo, siempre está por encima […]”
Puede que para la próxima obra de Carlos Pardo el crítico contacte con el COI.
Al margen de este entremés metaliterario, que en realidad es bastante prescindible para disfrutar de la novela, está lo quijotesco del tono y de la forma. En el tono está lo cómico: la sátira, la parodia -incluyendo la autoparodia- y lo patético. Todo ello envuelto en una ternura divertida que lima las posibles asperezas de lo que es incisivo casi en exceso. En la forma está la matrioska, las capas que dan lugar a la historia dentro de la historia. Una de ellas dividida en seis cantos en los que el autor nos demuestra que sabe contar sílabas. Y en todo ello está el hallazgo de las aristas más sibilinas y oscuras de una amistad. Su daño y lo que esa relación tiene de espejo. Los rencores y las envidias.
Desde el auge de la autoficción los psicoanalistas andan en armas contra las letras, pues se les escapa un buen porcentaje de ingresos: la del gremio literario. ¿Para qué pagar 80€ por sesión cuando uno puede escribirse una novela?
En realidad hay poco nuevo en la moda de la autoficción. La literatura de alto voltaje siempre se ha ventilado a través del yo, aunque ahora se le quite el disfraz y se la deje desnuda. Así lo hacía ya Cervantes hace cuatro siglos, cuando, con el disfraz de Sancho o de Quijote, nos hablaba de sus lecturas, de sus deseos, de sus lugares, de sus locuras y de sus miedos. Al igual que en este Lejos de Kakania, el Quijote abunda en topónimos, en anecdotario, en la cultura de su tiempo y en personajes reales que no pasaron a engrosar la Historia. Abunda lo que es la literatura de alto voltaje, aquello que no es sino una sublimación de la morralla cotidiana.
El argumento la novela no hay que buscarlo en la contraportada ni en las solapas rojas del libro. La mejor reseña la encontrará el lector en un poema de Adam Zagajewski. Está en su libro Asimetría, Acantilado 2017, página 53. Porque la literatura de alto voltaje es siempre lo mismo apareciendo en distintas voces y paisajes. Y no entiende de generaciones.
Costantino Molina Pozo-Lorente nació en Albacete en 1985. Es poeta y escritor. Abandonó los estudios de Licenciatura en Humanidades en el año 2006 y desde entonces ha trabajado en muy diferentes puestos de empleo que nada tienen que ver con la labor literaria (repartidor de guías telefónicas, pintor, camarero, ferrallista, jardinero y empleado en tiendas, supermercados y empresas de manufactura). Actualmente reside en Madrid y trabaja en la librería del Museo Thyssen Bornemisza. Ha publicado los libros Las ramas del azar -galardonado con el Premio Adonáis 2014 y el Premio Nacional de Poesía Joven 2016- y Silbando un eco extraño -publicado en 2016 por la editorial Hiperión tras obtener el Premio de Poesía Alfons el Magnànim-. Colabora de manera habitual en medios de prensa escrita como el suplemento cultural de ABC Castilla-La Mancha o la revista OcultaLit.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
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