Uno de los lectores más acérrimos de la literatura argentina, además de traductor y crítico de la misma, el francés Guillaume Contré, se acerca a una de las primeras novelas de César Aira, Canto castrato, evidenciando en este texto su capacidad de llegar a los estratos más profundos de una escritura y aportar un punto de vista relevante al respecto. Un lujo para el Proyecto Pringles.
Publicada por primera vez en 1984 por la editorial argentina Javier Vergara y regularmente reeditada a partir de 1998 por Mondadori o Random House o cualquier otro tentáculo multinacional, Canto castrato – quinto libro del autor– es una novela peculiar dentro del conjunto de la obra de César Aira. El argentino ha convertido en uno de los hitos recurrentes de sus entrevistas el hecho de criticarla o, por lo menos, de dejarla un poco de lado como si se tratara de alguna excentricidad pasajera o de algún error de juventud. Pero como bien sabrá cualquier lector de Aira –o cualquier lector de sus entrevistas, que no viene a ser lo mismo–, no hay que tomar al pie de la letra sus afirmaciones de dandi experto en “bellas asimetrías”.
Canto castrato no es, ni de lejos, un texto menor perdido en el caudal de una obra abundante. Si bien no es fácil hacerla caber en el sistema general de lo aireano –un sistema marcado por una serie infinita de textos breves pensados para ser leídos de un tirón, es decir para poner a prueba esta dialéctica de memoria y olvido de la que está hecha la huidiza experiencia de la lectura (“El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar”, leemos al principio de Una novela china)– Canto castrato es una novela que por un lado ofrece un concentrado del para nada caprichoso arte aireano del capricho (un capricho convertido en ley general del arte del relato) y que por el otro nos permite imaginar a un Aira diferente, es decir, un Aira que no fuera el incansable autor de tantas “novelitas”, sino un escritor de novelas a secas. Es decir, de imaginar un Aira que no hubiera escrito y publicado un centenar de nouvelles cubistas, sino, como la mayoría de sus colegas, hubiera pergeñado cada dos o tres años un nuevo libro.
Este Aira estuvo a punto de existir o directamente existió en los años 80, década en la que escribió menos novelas, pero más largas. Y dentro del conjunto de estas largas novelas –La liebre, Embalse, etc.–, Canto castrato se destaca por ser la más larga de todas, es decir la más larga de toda su obra. Solo la superan en numero de paginas Las aventuras de Barbaverde, que no es una novela de 400 paginas, sino la reunión de cuatro novelitas con los mismos personajes, y antologías como El Cerebro musical o Diez novelas de César Aira, unas recopilaciones que se parecen a un adelanto de las obras completas por venir y cuyo lema económico y generoso podría ser “más Aira para todos”, formula a la que solo los peores esnobs no podrán suscribir (los que confunden el placer de la lectura con el coleccionismo de delgados libritos).
Canto castrato es una novela histórica que roza la parodia sin caer en ella, ya que la parodia es un recurso que se agota pronto y que Aira es un escritor demasiado sutil para dejarse atrapar en una trampa tan obvia. Si hemos de creer lo que cuenta su autor, la novela empezó como un juego o como una manera de curarse en salud. Aira la escribió en una época en la que traducía muchos de estos best-sellers norteamericanos que hacían de la novela histórica un artificio hueco lleno de tópicos y clichés de época (clichés de la época que pretendían reconstruir). Estamos hablando del Aira del principio de los ochenta (la acostumbrada fecha final que rubrica cada uno de sus libros reza en este caso “8 de julio de 1983”); es decir que estamos hablando de una época en la que la prepotencia de trabajo del argentino –que siempre estuvo fuera de la norma– alcanzaba niveles directamente inhumanos. De la misma manera que no se amedrentaba ante la descabellada (y maravillosa) idea de leer cinco siglos de literatura latinoamericana para escribir solo un muy subjetivo diccionario de 600 paginas, no le parecía ni imposible ni absurdo ponerse a escribir una novela histórica que podría compararse a las que traducía para ganarse el pan con (según la leyenda) una facilidad pasmosa.
El experimento, por supuesto, no le salió bien. Por lo menos, no como lo había planeado. Es decir que le salió muy bien, pero no en tanto que experimento. Lo que empezó como broma terminó como literatura (a muchas novelas les pasa lo opuesto y parece que sus autores no se dan cuenta). Canto castrato tiene todos los elementos de una novela histórica para damas aburridas de California (de hecho, Aira pensaba al principio firmarla con el nombre inventado de alguna de esas exquisitas rubias) y a la vez no tiene ninguno. En sus paginas pasan un montón de cosas y a la vez no pasa nada. Su tono es leve, por momentos juguetón, pero no desprovisto de melancolía (el spleen apenas insinuado del que mira con perplejidad el paso amorfo del tiempo, como si el tiempo fuese un aliado dudoso). Su estilo es pausado y elegante –in fine, clásico– y a la vez lleno de rarezas (de asperezas escondidas bajo la superficie de lo ameno). Si en apariencia no deja de hablarnos de “ese negocio de moda, el espionaje” en la Europa decadente y pre-revolucionaria de los años 1730, en rigor “desde el vacío fluctuante de su distracción” se pierde en delicados sinsentidos y sutiles postergaciones (las “bellas asimetrías”, otra vez). Es decir que en las 300 paginas de esta novela se encarga sin descanso y con dedicación de pervertir desde dentro a la vieja novela linear, este artefacto que tanto placer de lectura nos habrá dado a todos (los de nosotros que le dan valor al ocio de la lectura) y que ha sabido resistir a todas las provocaciones de la vanguardia.
No estoy diciendo nada nuevo, apenas parafraseando lo que el propio Aira dijo en más de una entrevista: que el gesto vanguardista, por más fascinante que sea –y Aira, claro, ha caído más de una vez bajo su embrujo–, no basta y no resiste mucho tiempo frente a los viejos valores de la legibilidad y del placer del relato. Lo que queda por hacer, entonces, cuando uno pese a todo cree en la necesidad de lo nuevo y en el hechizo del vanguardismo (en la maravillosa imposibilidad de hacer cualquier cosa y convertirla enseguida en genialidad), es tomarse todas las libertades que un siglo de rupturas habrá dado al artista y invitarlas como de contrabando en el cuenco de la novela tradicional. O, en el caso de Canto castrato, en el contexto de parodia involuntaria de la novela tradicional que es la novela histórica de consumo. Desde ya, intuimos la complejidad del procedimiento: hacer una parodia voluntaria de lo que no es sino una parodia involuntaria y encontrar ahí un corte de camino hacia la novela genuina. O no tan genuina, claro, ya que la novela aireana –aun la que viste los harapos de la novela convencional (Un episodio en la vida del pintor viajero, pongamos el caso, su libro más difundido y traducido)– no deja de ser un experimento dirigido al lector hastiado que se ha fumado todos los libros.
Esta paradoja está en el centro de Canto castrato. Por un lado, nos propone zambullirnos en sus vericuetos con toda la maravillosa ingenuidad del lector de intrigas, que sigue la historia que se le cuenta –con el agregado variopinto de la Historia “verdadera”, con sus galerías de costumbres antiguas, de pelucas y extravagantes vestidos, toda una maravilla readymade–; por el otro, no para de enfrentar el lector a diques, desvíos y aplazamientos del argumento, que a veces parece tan somnámbulo como lo es su personaje principal, el Micchino, estrella de los castrati que se pasea por los pasillos claroscuros de su palacio con sus casi dos metros de altura (una exageración aireana no tan exagerada, ya que la castración provocaba una alteración en el desarrollamiento de los huesos que convertían a estos exquisitos cantores en tipos más grandes que la norma). Pero, como bien dice Herr Kleite, el mentor y agente artístico del artista, “si existe un castrato, todo esta permitido”. Y el argentino, claro, se permite todo en esta novela sin trama que, comparada con la mayoría de sus relatos que empiezan en un punto y terminan en diez mil reflejos cóncavos y convexos, parece tener una trama de lo más definida (y, de hecho, como en las novelas que pretenden ser más reales que la realidad, hay muertes y amores y enigmas y traiciones y desenlaces e incluso una cita con el Papa; es decir que hay lo único que cuenta en una novela: aventuras). Como en sus libros más recientes, no hay final apurado para atar los hilos (el hilo, en Canto castrato, es tan fino, tan delicado que el escritor nunca lo pierde); tampoco hay catástrofe ni gusanos gigantes ni nada de las extravagancias más llamativas del corpus aireano que durante muchos años sirvieron a sus detractores para tacharlo de frívolo, de inconsecuente o directamente de mal escritor (es decir, que sirvieron de escusas para no leerlo). Lo que no quiere decir que Canto castrato carezca de frivolidad; todo lo contrario, salvo que la frivolidad es su tema. En eso, tiene algún parentesco con la deliciosa novela del inglés Ronald Firbank, La flor pisoteada (1923), que hace de la frivolidad rococó de un reino imaginario su tema y su bandera (se la puede leer en una bella traducción de Ernesto Montequin publicada por la editorial argentina Mardulce).
Por más que haya en los distintos escenarios de la novela –una serie de ciudades que divisan el libro en cuatro partes: Nápoles, Viena, San Petersburgo y Roma– un trasfondo político (o su caricatura portátil y novelesca: el espionaje), lo que prima en esta “alegre Europa” que “no terminaba de preocuparse” ya que “confiaba en el infinito de sus propias permutaciones” es el gusto por la frase ingeniosa, por la ilusión de profundidad (como si esta dudosa mercancía, “la profundidad”, fuese lo que garantizara de manera inquebrantable la calidad literaria y el hecho de que leer una novela no fuese una perdida de tiempo). Un desvío del arte anglosajón del “wit” hacia el absurdo de unos complejos andamios que se muerden la cola para mejor demostrar que la inteligencia no basta para hacer buena literatura, se necesita también su contracara, la idiotez. Como si cada descripción, cada pensamiento de los personajes o del narrador omnisciente fuesen aforismos truncos: “los vieneses eran una raza de meteorólogos pensativos, sin sangre en las venas”; “en ciertos momentos conviene pensar mal, así es como progresa la historia”; etc. Frases que contemplan a prudente distancia el abismo del sentido, un agujero rutilante que atrae y repela.
La frivolidad, en este mundo de poderes fluctuantes, es la de “las dinastías” que “terminaban por obstruir los acontecimientos”. Aira describe un mundo autista al borde del desmoronamiento (las revoluciones que vendrán, acontecimientos que por cierto no serán obstruidos, aunque eso es otra novela, una que Aira no escribiría); un mundo de dignatarios que juegan a espiarse unos a otros pero que al final comparten los mismos valores y gustos. Este mundo autista parece encarnarse plenamente en la lejana corte de San Petersburgo, donde han sido invitados el Micchino y la corte de los milagros que lo sigue a todas partes (una vieja costurera loca, un jorobado obsesionado con la religión, la hija paranoica de su agente, unos jovencitos castrati en ciernes…). El palacio ruso es una lujosa burbuja totalmente aislada en un mar de nieve; de hecho, en Rusia, “la percepción se ve sometida a dura prueba, a una tensión que elimina a lo humano, o lo obliga a replegarse en la crueldad”. Si, como dice en algún momento el Micchino, el tema es “olvid[arse] de los detalles”, puesto que “lo que importa son las atmosferas”, el San Petersburgo de Aira es pura atmosfera: una ciudad fantasma en la que agonizan a lo lejos –muy lejos de los jardines del palacio de la princesa con sus elefantes de hielo– unos campesinos brutos y sus rituales de violencia. Si bien Nápoles es un generoso e hirsuto caos en el que la gente elegante va a hacer picnic en las faldas del Vesubio y si la capital de Austria es una ciudad tan civilizada que se asemeja a un museo vacío de mármol deslumbrante (“Viena se iluminaba antes que otras ciudades por la mañana, porque estaba en una depresión, y la gravedad actuaba sobre la luz con más fuerza”), la capital de Rusia es pura barbarie, algo que existe sin existir, como el frío extremo, tan imposible y a la vez tan certero, “lo más figurativo imantado por lo más abstracto, rotunda alegoría de la política”.
Pero, más allá de las ciudades y de los imperios, lo que brilla en esta novela, es la voz. La del castrato, su canto cristalino e inhumano. Un canto tan perfecto que casi nunca se lo escucha. Pocas, muy pocas son las escenas en las que, por fin, el Micchino se pone a cantar (de hecho, en la primera parte, Herr Kleite, su agente y mentor, se pasa capítulos enteros buscándolo, como si un castrato no podía ser sino una leyenda huidiza, fuera de campo). Esta voz es un poder superior –superiormente frívolo– más poderoso que los más poderosos de los monarcas, cuya frivolidad no alcanza nunca ese techo de vidrio, porque el Micchino, el rey de los castrati, es el más frívolo de todos ya que la frivolidad, para él, no es un mero juego (como sí lo son esos mensajes cifrados que los intrigantes quieren que se disimulen en los libretos de opera). La frivolidad, para el Micchino, es su ser mismo, para eso le cortaron los testículos: “El poder de la voz […] era un martillo divino que daba en el preciso centro del anillo de cristal, y ese golpe asombroso volvía a repetirse una y otra vez, con una suavidad vertiginosa.” Los artistas, de todos modos, “son perpetuos, y eso es necesario para la estabilidad de la armonía del mundo”. Y la literatura, “la reina de las artes” como no deja de rezarlo Aira en cada una de sus entrevistas (este genero aparte que se aparta de la literatura hasta convertirla en espejismo), es el estuche perfecto para garantizar que esta armonía sea perene. Como lo piensa en algún momento un personaje de la novela, el tema es armar “la más perfecta combinación de belleza humana y belleza a secas.” O sea, de nuevo, “lo más figurativo imantado por lo más abstracto”.
Cuando se publicó en 1984, la novela fue presentada por José Bianco, escritor y traductor tan exquisito como discreto, ligado al circulo de Borges y la revista Sur. Este no dejó de percatarse de la “suerte de milagro” logrado por Aira. Un milagro que estaba destinado a multiplicarse, una vez franqueado definitivamente el umbral que separa la vieja novela de la nueva “novelita”. O, para decirlo según las coordenadas de Macedonio Fernández (acaso el verdadero maestro de Aira), una vez consumido el pasaje de la “última novela mala” (que vendría a ser Canto castrato, último o penúltimo intento de escribir una novela “cabal”) a la “primera novelita buena” (que vendrían a ser el centenar de plaquettes que siguieron). Mil y una novelitas por venir que Bianco, que murió dos años después, no tendría oportunidad de leer, lo que no le quita pertinencia al milagro aireano que, como buen arúspice, supo leer en Canto castrato: “con un tema escabroso, hacer un libro puro, limpio”. Porque esto, acaso, es el gran secreto, convertir cualquier cosa, cualquier tema (aunque para Aira no es tanto el tema en sí lo que importa, sino el pasaje de un tema a otro) en este encaje delicado cuya profundidad brota a la superficie: la literatura, tan concentrada en sus libros como escasa en muchos otros. Algo que, acaso, tiene que ver con otro comentario perspicaz de Bianco: “Nos da placer leerlo, y pensamos que si tuviéramos diez o doce años nos daría el mismo placer”.
Escribir, a fin de cuentas, es fantasear como si uno no hubiera perdido de vista sus diez o doce años, inventar mundos a su antojo. Y escribir novelas históricas es fantasear al cuadrado, convertir los mundos ya existentes –los que fueron, expuestos en las repisas del pasado– en espejismos somnolientos, en burbujas inasibles como un canto cristalino. Acaso podríamos terminar citando el íncipit de otra novela –otra fabula– “histórica” de Aira, aún más limpia y pura, casi evanescente, escrita algunos meses después (“15 de enero de 1984”), esta novela china a la que aludimos más arriba: “Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eternidad.”
Guillaume Contré nació en Angers, Francia, en 1979. Es escritor, traductor, critico literario y compositor. Escribe sobre libros en la revista francesa Le Matricule des Anges, donde se encargó de dosieres dedicados a las obras de César Aira, Juan José Saer y Robert Louis Stevenson, y para revistas digitales como Espacio Murena (Argentina) y penúltiMa (España). Ha llevado al francés novelas de Pablo Katchadjian, Eduardo Muslip, Ariadna Castellarnau, Angélica Gorodischer, Preti Taneja, Max Aub, Gabriela Cabezón Cámara y las obras completas de Ricardo Colautti. También a los poetas Juan L. Ortiz, Juan Luis Martínez y Osvaldo Lamborghini. Escribió un prologo para la antología Degenerados: muestra de narrativa chileno-argentina hipercontemporánea, editada por Gonzalo León [RIL Editores, 2018] y el ensayo autobiográfico Fuera de campo publicado en la antología El río y la ciudad [Editorial Eduner, 2019]. Sensatez [Editorial Pre-Textos, 2019], novela corta escrita en castellano, es su primer libro propio. Salió en Francia en una versión traducida por él mismo bajo el título Discernement [Éditions Louise Bottu, 2018].
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