Las desapariciones quiere ser una concisa y particular historia del arte, un recorrido por el museo como teatro de la memoria, la construcción de un pequeño álbum familiar y una exploración de las diferentes formas que ha ido adoptando la escritura a lo largo de la historia, transformando a los escritores una y otra vez. Sus personajes son oscuros pintores de los que no se conserva ninguna obra, cuadros robados, falsificados o atribuidos de manera errónea, libros concebidos para ser escritos pero no necesariamente leídos, e imágenes que no siempre dialogan con los diferentes textos a los que acompañan, convirtiéndose así en desvíos o en zonas con vida propia. Es una alegría poder compartir con nuestros lectores esta primicia por gentileza de su autor, Hilario J. Rodríguez y de la editorial Newcastle.

 

 

Antes de babel

El 15 de febrero de 1894 un hombre resultó malherido tras la explosión de una bomba que él mismo transportaba, muy cerca del Royal Observatory de Greenwich, a escasos metros del meridiano cero. Yo me enteré de todo esto en febrero o marzo, 112 años después, y casualmente estaba en Londres.

Leyendo el Time Out, vi una fotografía de la antigua escuela Ragged de Newport Street, reconvertida en una galería de arte alternativo llamada Beaconsfield.  En aquel momento exhibían una instalación, Greenwich Grado Cero, de Rod Dickinson y Tom McCarthy, el primero un artista multimedia y el segundo un escritor. Aunque no los conocía, me pareció interesante lo que se contaba sobre la obra en el Time Out y decidí ir a verla.

El moribundo a quien se encontró después de la explosión de 1894 era un anarquista francés de nombre Martial Bourdin. Le faltaban las dos piernas y un brazo, y tenía el rostro desfigurado, pero llevaba en uno de sus bolsillos documentos que lo identificaban. No pudo hacer ninguna declaración porque murió camino del hospital, sin haber recuperado el conocimiento. En la habitación alquilada donde se alojaba desde hacía varios meses, entre Hammersmith y Shepherd’s Bush, la policía encontró un jeroglífico en las paredes, cubiertas por recortes de periódico, mapas, fotografías, panfletos,  cartas enviadas desde diferentes puntos de Europa (Rusia, Italia, Francia, España, Serbia, Bulgaria, Moldavia) y extraños hilos atados a alfileres que unían unas cosas con otras. Quienes llevaron a cabo la investigación tuvieron que pedir ayuda a varios profesores de literatura inglesa al no saber cómo interpretar algunos versos de poemas isabelinos escritos con caligrafías diferentes, tan diminutas que para leerlos era necesario utilizar una lupa de gran aumento. Aquel extraño texto (y me refiero a aquel libro desplegado en las cuatro paredes de la habitación) tardó casi medio año en ser descifrado, quizás de manera incompleta aunque eso no impidiese descubrir que la intención de Bourdin era destruir el Royal Observatory de Greenwich. Los periódicos, no obstante, habían hecho sus propios cálculos y a la mañana siguiente de los hechos hablaban sobre un acto terrorista. Ya por aquel entonces las noticias, con sus titulares (que parecían parpadear como luminosos de neón) y sus imágenes (que anunciaban no la muerte de Dios pero sí la muerte de sus palabras y de las palabras en general), se adelantaban a cualquier investigación, a cualquier criterio de verdad fiable.

La instalación en la galería Beaconsfield reconstruía una sala de lectura con atriles iluminados para que los visitantes pudiésemos leer noticias de la época como en una hemeroteca y que de algún modo siguiéramos el proceso de la investigación policial a través de unos audios que se retransmitían en bucle simulando señales de radio emitiéndose  desde lugares que aparecían iluminados en un enorme mapamundi colgado de una pared. En realidad lo que se escuchaba eran versos encadenados de John Lily, Philip Sydney o Edmund Spencer, a quienes nunca había leído y cuyas obras hojeé algo después sin encontrar en ellas el sentido que posiblemente tenían en la instalación y mucho menos en la red de interconexiones que la policía encontró en la habitación de Martial Bourdin, si es que ambas tenían algún parecido.

Buena parte de la poesía isabelina sigue un modelo conocido como eufuismo, tan retórico y elaborado que a veces su sentido continua encriptado todavía hoy pese a las miles de tesis que les han dedicado universitarios de todo el mundo durante los dos o tres últimos siglos.  Me dio la impresión, eso sí, de que la instalación no pretendía clarificar algo en parte ininteligible sino más bien convertirnos a los espectadores en receptores, en diales de un aparato de radio registrando frecuencias. Por decirlo de algún modo, no pretendía convertirnos en simples mirones, tampoco en hermenéutas, lo que buscaba -me parece- es que al final del proceso nos convirtiésemos en transmisores, tecnología al mismo nivel que la que utilizaban los imperios para destruir a los anarquistas y que la que utilizaban los anarquistas para destruir imperios. Tecnología más allá de cualquier ideología, más allá de cualquier tipo de manipulación, tecnología capaz de funcionar de forma autónoma, sin instrucciones de uso.

De un modo similar a los terroristas que atentaron contra las Torres Gemelas de Nueva York o el edificio del Pentágono en Washington DC el 11 de septiembre de 2001, Martial Bourdin quería destruir uno de los edificios más emblemáticos de un imperio, desde donde la sociedad británica había decidido dividir el mundo, marcando así su hegemonía cartográfica, para establecer líneas divisorias, fronteras, dar forma a países y culturas, y en definitiva mutilar el globo terráqueo. La consigna del Imperio, como ya todos sabemos, era «divide y vencerás», «enfrenta a tus enemigos entre sí antes de enfrentarte tú a ellos». La instalación de Rod Dickinson y Tom McCarthy, no obstante, jugueteaba menos con la política o las armas que con las nociones de espacio y tiempo, auténticos arquitectos o escultores frente a los cuales los seres humanos no somos más que una pandilla de diletantes, con nuestros mapas constantemente incompletos, con las guerras que hoy nos hacen vencedores y mañana perdedores, con las culturas que creemos hegemónicas hasta que nos damos cuenta de nuestra prepotencia (cuando en el desierto nos pica un escorpión o en la selva nos sorprende la mordedura de una serpiente), y de los Estados que creen que pueden gobernar el mundo hasta que sus enormes tentáculos les juegan una mala pasada y sucumben por querer abarcar demasiado territorio. Entonces se vienen abajo pese a sus castillos, muros y fortalezas, en cuanto un grupo de bárbaros les plantan cara o les sorprende un enemigo invisible (llamémosle la gripe, la covid-19 o la tormenta perfecta) con cuyo poder destructivo no contaban.

Si entendiésemos por completo el relato encriptado de Boudin, seguro que nos sentíamos decepcionados. Transportaba su bomba en nombre de algún ideal anti burgués o anti imperialista. Solo quería destruir un edificio por si con él podía borrar el concepto que lo habitaba, sin importarle las víctimas civiles que pudiese provocar la explosión (vigilantes, porteros, limpiadores, oficinistas, quizás incluso un cartero retrasado con el reparto y quizás también un vendedor callejero de perritos calientes o globos para los niños). Uno puede imaginar los motivos, la canción de Raffaela Carrà que sonaba en su cabeza y que nunca llegó a entender por completo porque en lugar de bailarla se le ocurrió que era mejor entenderla como parte de algún manifiesto revolucionario. El caso es que no alcanzó su objetivo y murió en el intento mientras el destino se cachondeaba de él al ver su cuerpo reducido a pedazos. A Gran Bretaña, al Imperio británico, aquel torpe terrorista le vino de perlas para afianzarse todavía más en sus creencias, en su mesiánica labor más allá de sus fronteras, reduciendo a los brutoides y poniéndolos a trabajar en favor de sus intereses.

No, definitivamente a Erickson y McCarthy las formas les interesaban más que el contenido, por eso habían dirigido un cortometraje de un minuto donde Bourdin alcanzaba su objetivo y hasta es posible que en él saliera por patas antes de la llegada de la policía. La cámara adopta un punto de vista enigmático, de algún operador amateur filmando los prados que hay alrededor del Royal Observatory de Greenwich mientras un paseante permanece de espaldas en el encuadre, con la mirada puesta en el humo y el fuego que se elevan hacia el cielo tras la explosión, paralizado hasta cuando un policía pasa a su lado corriendo.

Bourdin era un terrorista y como tal era un novelista, si nos dejamos llevar por Don DeLillo cuando aseguraba que los terroristas son los novelistas del futuro. Y su libro, aquel jeroglífico desplegado en las paredes de su habitación entre Hammersmith y Shepherd’s Bush, no pedía una lectura convencional, similar a la que haríamos con Los endemoniados de Fiódor Dostoievski. Su lectura debía efectuarse manualmente, reproduciendo sus partes, uniéndolas tal cual estaban unidas en el original, y dando forma a una bomba al hacer todo esto, una bomba que cada lector debería colocar en objetivos muy precisos y que solo él conocería porque solo él habría sido capaz de desencriptarlos durante el proceso de lectura, producción y montaje, sintonización, recepción y emisión. Así, una bomba en Londres tendría muy pronto su eco en Berlín, Ciudad del Cabo, Hanoi o Guadalajara (España); y esas últimas bombas tendrían a su vez sus propios ecos en otras partes del mundo. Y todo daría comienzo.

Al salir de la galería Beaconsfield no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que Erickson y McCarthy me acababan de adjudicar una misión. Debía convocar a todos los agentes secretos de inmediato, para entrar en acción.

 

 

Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963)  ha vivido en España, Portugal, Reino Unido, República de Irlanda y Estados Unidos, países donde ha ejercido la docencia en universidades, institutos y colegios.   Como escritor, ha colaborado con medios de prensa y revistas (El Estado Mental, JotdownAbcLa VanguardiaLeerRevista de OccidenteDirigido por o Imágenes de actualidad). También ha escrito estudios sobre géneros cinematográficos, películas y directores, además de dirigir y coordinar ciclos, exposiciones y publicaciones para numerosos festivales de cine. Sus últimos libros en ese ámbito son Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine (Micromegas, 2016) y Gracias por no ir al cine (Innisfree, 2018).  En su obra de ficción destacan Construyendo Babel (que será reeditada  muy pronto por Editorial Contraseña), Mapa mudoEl otro mundoPerder ciudades y Un astronauta perfecto, estas dos últimas obras publicadas por Newcastle, donde acaba de aparecer su última obra de ficción: Las desapariciones. Actualmente trabaja en un libro de viajes sobre Los Balcanes y en una novela.