Acariciad los divinos detalles, recomendaba Nabokov a los jóvenes autores. Montfort es fiel a dicho consejo y construye sus narraciones sobre aspectos aparentemente menos relevantes pero que están cargados de significado.

Los verdaderos poemas huyen

Emily Dickinson

1.

No son más buenas, o quizá sí. Pero seguro más baratas. Ya ni siquiera recuerda la marca de las otras, las viejas. De las nuevas sí, las que son más buenas o quizá no (pero sí más baratas y resplandecientes). Son de una conocida marca lowcost de deporte, que tiene cien mil tiendas distribuidas por todo el país. Son negras y blancas. Las gafas de natación nuevas. Con tres puentes intercambiables para mejor adherencia. El cristal es extraordinario o al menos está nuevo y limpio y el otro día, cuando las probó por primera vez, quedó asombrado de lo bien que se veía el mundo desde sus gafas de bucear.

Me dijo: por fin veo.

Y no solo debajo del agua. Veía piernas, pies, brazos bañadores donde antes había sombras y bultos. Pero también se le hizo clara la suciedad del fondo de la piscina. Las rejillas blancas y grises del sumidero, los diferentes tonos azulados de los azulejos del fondo. Cabellos, alguna goma huida del pelo, burbujas. Pero, además, la vida, arriba: niños correteando por el borde la piscina con sus flotadores, churros y manguitos (ámbar, amarillos y verdes), los socorristas y sus camisetas donde ahora sí podía leer SOS, el reloj con la hora exacta, el cronómetro y sus diferentes marcas de colores; las banderitas blancas, el techo de madera pulida, las vigas blanquísimas y pulcras. Todo un mundo nuevo, me dijo.

Las viejas gafas de natación las tiene ahora sobre la mesa de la salita. Las puso anteayer en la bolsa del reciclaje (porque son puro plástico), pero más tarde las sacó. Y ahora las tiene ahí escrutándole (qué). Las lentes en su azul no tostado sino pálido y casi grisáceo. Las gomas elásticas antaño blancas ya enmarronecidas. Escrutándole (qué).

Como la gente que se guarda la piedra del riñón, allí tenía mi amigo Pablo sus gafas cadavéricas, al lado de la televisión.

2.

Al salir de la piscina, ayer (y después de haber nadado con sus gafas nuevas; esta vez solo veinticinco piscinas, por ser un primer tanteo) se hizo una foto, mi amigo Pablo. Pero ya en casa (a mí también me envió esa foto). Con las gafas nuevas; vestido (llevaba una camiseta negra de algodón y casi que parecía otra persona, con esa grandilocuente sonrisa). La envió al grupo de whatsapp de sus compañeros de trabajo, me dijo. Estaba sonriente. Al disparar el selfie se le disparó también la sonrisa. Emojis (sonrisas, puñitos, gifs variados) le pusieron sus compañeros del grupo de investigación neurolingüística de la universidad de Barcelona. Estaba (está) contento.  A veces un Emoji es mejor que mil palabras (¿o era al contrario?). Tanto da.

3.

Compró las gafas el otro día, una de estas tardes tontas de julio en la ciudad. Hacía calor. Le llamó su madre. Le dijo, ¿tomamos una horchata o un granizado? ¿te apetece?

Era ya al final de la tarde cuando paseando llegaron al final de Gran de Gracia. Estaba acompañando a casa a su madre, que vive en la calle Loreto, cuando vieron la tienda. Y su madre, como con ese sexto sentido que tienen las madres, señaló la minúscula entrada y le preguntó que si no necesitaba nada, a lo que él sencillamente encogió los hombros y la siguió. Fue entonces cuando vio la equipación para nadar que ofrecía la marca lowcost: tapones para los oídos, pinzas para la nariz, bañadores, toallas, gorros y voilà las gafas de natación.

Le cuesta decidirse, así que estuvo contemplando los diferentes modelos, comparando calidades, precios, especificaciones y características. Pero sin el ánimo propicio como para comprarlas. Solo es que, de repente, se acordó de haberse ido fijando en los diferentes tipos de modelos de gafas de natación que llevaban sus compañeros en la piscina. A veces le gusta curiosear, antes de lanzarse al agua, mientras calienta, pensar en las elecciones de los demás, pensar si es que los demás son más listos que él acertando con los productos que compran ( y en sus decisiones en la vida en general).

Y, nada, al final se quedó con unas en la mano. Nabaji 550 b-fit Antivaho. 14,95 euros. Pero las sostenía sin ningún ánimo en particular. Leyendo en la caja sobre su comodidad y estabilidad, su buena luminosidad y su estanqueidad gracias a sus juntas muy flexibles. Y así andaba embobado, aun sin haber decidido si quería comprar las gafas. Lo que es seguro es que las necesitaba, pero de ahí a tomar la decisión de comprarlas va un trecho largo, cuando su madre se las quitó de la mano y se fue directa a la caja a pagarlas.

Quizá podía haber pagado él mismo las gafas o haberse negado a que su madre las pagara, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Se dejó llevar. Esta es la cuestión: se dejó llevar.

Así es mi amigo Pablo.

5.

Y entonces sucedió lo siguiente:

Resulta que era una mañana de sábado y, como suele suceder los sábados, estaba a rebosar la piscina, todos los carriles. Tanto los lentos como los rápidos (desconozco cuál es la razón para que no haya carriles de ritmo medio). Y como los lentos van muy lentos, pues mi amigo Pablo se metió en el rápido.

Había entre cuatro y seis personas para el mismo carril (la gente va entrando y saliendo con el pasar de los minutos) y al llevar ritmos diferentes no acababan de coordinarse. Siempre sucede que unos van más rápidos que otros; y en el grupito de entre los que iban más rápido que los demás estaba Ella. Le podía el ímpetu e iba adelantando a los demás nadadores, situándose en el carril de su izquierda, esquivando a unos y a otros con destreza y pericia, hasta que no vio a mi amigo Pablo y zasca, se chocaron los cogotes. Tremendo coscorrón. Y entonces -y aquí viene lo sorprendente- o le dijo o él escuchó (o quiso escuchar -o se lo inventó) o acaso se lo transmitió telepáticamente (así me lo dijo Pablo, “telepáticamente”) el siguiente mensaje:

Borracha de aire /

y corrupta de rocío /

me tambaleo por interminables días de verano.

Y mientras estos tres versos reverberaban en su mente y, a pesar de haberse quedado paralizado, le dio tiempo mientras ella huía, pues siguió nadando como si nada, a constatar dos hechos cruciales: que era la única mujer en la piscina que no llevaba gafas de natación y que sus ojos eran azules claros como la misma agua de la piscina.

Así, como si sus ojos se hubiesen fundido con las mismas aguas, desapareció. Para cuando Pablo se dio cuenta y volvió sobre sí y quiso correr a localizarla de nuevo, Ella ya no estaba.

6.

Y entonces, como nunca hay dos sin tres, sucedió lo del bañador.

El caso es que a las gafas nuevas de bucear, Pablo (o más bien su madre, sí, de nuevo lo pagó su madre) quiso añadir un bañador. Y aprovechó otra de las tardes en las que hubo de quedar con su madre para tomar un granizado o una horchata.

Sin estridencias: un bañador negro, sobrio, adusto, práctico. Talla M. Seis euros con noventa y nueve céntimos. Una ganga.

Pero no se lo probó y, al llegar a casa, preso de la emoción (se entiende) cortó las etiquetas del bañador. Lo sujetó con una de sus manos mientras se quitaba nervioso y excitado la bermuda, el calzoncillo y… no hizo falta que el bañador subiese más allá de sus rodillas. Ya se veía claro que no era su talla. Se había equivocado y ahora no había manera ni de cambiarlo ni de devolverlo.

Lo tomó como un mal presagio.

Y se sintió tremendamente idiota.

7.

Así que allí estaba Pablo en su casa, un viernes por la noche (después de una semana entera sin haber ido a la piscina). Las gafas viejas y el bañador nuevo (pero ambas cosas inservibles) sobre la mesa de la salita. Al lado de la televisión.

Mientras se tomaba un té verde y tenía puesta la tele (un programa de investigación periodística), contemplaba el refulgir brioso de la lycra negra en contraposición con la mortecina levedad de los colores quemados de las gafas (el azul ya casi enverdecido y el blanco amarillento y sucio).

Y entonces fue cuando se dio cuenta, me dijo.

Su mente hizo click.

8.

Pablo me pidió que le acompañara a la piscina, a buscarla.

-¿Pero para qué me necesitas a mí?

Y mi amigo Pablo se encogía de hombros y me decía: esa mujer tiene poderes telepáticos.

-Anda ya, qué tontería es esa…

-Que sí que sí que tienes que acompañarme. Yo solo no podré hablar con ella. Tú serás mi escudo. El otro día, al haberme dejado paralizado, ya no pude más hablar con ella… y por eso se marchó, desapareció. Créeme. Lo he pensado. Si estás tú, todo irá bien. Tendré valor suficiente para hablarle y nada nos detendrá.

¿Nos?

 

Para demostrarle lo infundado de su juicio me avine a acompañarlo un sábado

(he de mencionar que, de primeras, no me creía nada de la historia, pero Pablo es mi amigo y a los amigos tenemos que quererlos).

Recuerda, me dijo, no lleva gafas de bucear.

 

Yo sí que quería llevar gafas de bucear y me compré unas de vista panorámica 180 grados, para no perderme nada. Gafas especialmente diseñadas para jóvenes y seniors que necesitan lentes de contacto (yo). Las gafas marca Aqua Sphere. Modelo Seal XP 2. Ultra ligeras: 75 gramos. El contorno que recubre el cristal azulado, las tiras de color transparente.

13, 95 euros (de oferta, de normal cuestan 19,95)

9.

No me quedaba claro lo que se suponía que yo hubiera de hacer, pero allí estábamos. Yo por el carril lento, yendo a paso de tortuga. Y mi amigo Pablo por el carril rápido, yendo a tanta velocidad que cada dos piscinas debía pararse varios minutos a coger aire (el choque de cogotes se había producido en el carril rápido).

Estaba desbocado, parecía un potro salvaje, Pablo.

Pero en su carril solo estaba él. Era como si tratarse de batirse con un nadador invisible.

El resto de carriles estaban también bastante despoblados. No sé si es que nos habíamos equivocado de hora o qué; quizá habíamos venido demasiado temprano.

Cuando me cansé de nadar (los que no estamos acostumbrados al ejercicio físico enseguida nos venimos abajo) estuve un buen rato deambulando por los bordes de la piscina, tratando de localizar a alguien que no llevase gafas de natación. Pero nada.

 

Al rato, me encogí de hombros, mientras veía a Pablo sin hacer nada en una de las esquinas de la piscina, y le dije: ¿qué, nos vamos?

-No, la última.

Y allá que se tiró de cabeza de nuevo en la piscina y, cual potro desbocado, hizo un par de piscinas más.

En fin, que nos marchamos a casa. Porque se había hecho la hora de la comida y allí estaba claro que no iba a venir nadie más (los fines de semana de verano cierran al mediodía).

Habíamos fracasado.

 

La entrada del gimnasio/piscina es un largo pasillo con la recepción a un lado.

Saliendo, iba mi amigo Pablo cabizbajo y silencioso. Pero entonces, me fijé. Hablando con el recepcionista había una chica flaca, llamativa por su tez blanquísima y porque iba toda vestida de negro (mallas y un top pegado). El cabello azabache, con raya en el medio, partido en dos, con un moderado volumen. Lo único raro es que no llevaba bolsa deportiva ni nada, solo un bolso color carne.

Pero ajá, me dije (y no le dije a Pablo): ahí la tenemos.

Me puse a su lado y esperé pacientemente a que terminara.

La observé con el mayor decoro que pude, desde atrás -a una distancia prudente-.

Sus brazos flacuchos no parecían los de una nadadora, ni tampoco los de una deportista. Pero cualquiera sabe. Hay gente esmirriada que hace jiu jitsu y te puede pegar sin que te des cuenta una buena tunda de hostias.

Así que esperé, nada de tonterías.

Mientras, le hice un gesto a Pablo, que ya estaba en la calle. Fumando. Incrédulo.

 

Era difícil entenderla porque más que hablar susurraba. Entretanto, el recepcionista andaba chequeando algo en su ordenador. Al poco, el recepcionista negó con la cabeza y ella solo dijo: Vale.  Mas entonces ocurrió lo extraordinario:

Al girarse y verme (y sí, ¡tenía los ojos azules claros!), como si se hubiera topado con un rayo de sol contra los ojos, se echó ligeramente para atrás (debiera haber sido, al revés, pienso ahora que lo cuento, pero bueno) y se llevó el dorso de la mano contra el rostro. Y dijo, juro por Dios que dijo: “Podría estar más sola sin mi soledad”.

Salió como una exhalación, como si flotara por el aire (como si, en verdad, nadara por  sobre el H2o), pasó al lado de Pablo y se esfumó. Tal cual.

Así me lo dijo Pablo: cuando me giré, ya no estaba.

Del susto, hasta se le cayó el cigarro (y la bolsa de deporte) al suelo.

Se ha de hacer notar que desde la posición donde estaba Pablo y hasta el final de la calle había mínimo doscientos metros.

¿Cómo demonios pudo desaparecer por segunda vez?

10.

¿Puede darse una autosugestión compartida?

¿Puede que alguien nos estuviese hipnotizando a distancia?

¿es verdad, como me dijo la primera vez Pablo, que esa chica podía tener poderes mentales y fue capaz de paralizarnos?

11.

Por la noche, ya en casa, descubrí en Internet algo que se llama el método Coué de la autosugestión consciente, o de cómo podemos autosugestionar nuestra mente. Se basa en dos principios: el primero es que toda la idea que tenemos en el espíritu deviene una realidad en el dominio de la posibilidad y el segundo que al contrario de lo que se piensa, no es la voluntad la primera facultad del hombre, sino la imaginación.

¿Puede que ambos nos hayamos sugestionado para oír unos versos de Emily Dickinson (que no nos son ajenos, pues ambos los estudiamos en la universidad)?

Y no solo eso, ¿podríamos haber caído en la sugestión (y confusión) conjunta de un efecto de la imaginación que se nos impuso no solo a la voluntad sino a la realidad misma?

Soy incapaz de dar contestación a estas dos preguntas (de momento).

12.

Mi amigo Pablo ahora se había obsesionado con el tema y comenzó a ir todos los días de la semana a la piscina. Se dijo: quizá haya dejado de venir los sábados, por razones de trabajo o acaso es que pasa los fines de semana fuera de la ciudad. Habrá cambiado sus hábitos.

Probó suerte con la franja de las 07:00 a las 08:30.

Probó suerte la semana siguiente con la franja de las 13:00 a las 14:30.

Probó suerte la otra semana con el intervalo que va de las 20:00 a las 21:30.

Nada.

Lo único, que me dijo: joder, huelo todo el puto día a cloro.

13.

Y fue que se nos acabó el verano y se nos echó encima septiembre, así que pasó un tiempo largo sin que nos viéramos. Entretanto, le dije que podía ser que Ella hubiese dejado de ir a la piscina durante el verano y que quizá ahora con la vuelta al trabajo regresase.

Pablo me dijo que tanto le daba, que tenía mucho trabajo estos días y que “con su pan se lo coman”. ¿Con su pan se lo coman, quién?

A veces no entendía a Pablo.

14.

Yo ya sabía del carácter inconstante y veleidoso de mi amigo Pablo, y de su indecisión crónica. Nos conocemos desde los años de la universidad. Estudiamos juntos en la Facultad de Filología de la UB; ambos, en algún momento, habíamos delirado con la bonita idea de ser poetas.

Nuestros años de estudiante (pero no solo esos, los casi veintipico largos que le siguieron) están llenos de historias estrafalarias, graciosas, divertidas. Me he entretenido mucho con el paso de los años. Lo quiero, es mi amigo.

Nos han pasado miles de cosas juntos. Sin embargo, esta historia de la piscina me traía escamado. ¿Y si no había nada de sugestión en este asunto y de verdad había algo así como una sirena en la piscina Sant Miquel de la calle Muntaner? Sería toda una sensación. Saldríamos en los periódicos.

15.

Yo también tenía lío en el trabajo. Estaban haciendo reducción de personal (no en mi empresa, en todas) y cada vez nos cargaban con más trabajo, por el mismo sueldo.

Así que mis días volaban como hojas caídas de los árboles en una ventosa tarde de otoño.

Todo para decir que nos plantamos en diciembre.

Nos habíamos visto Pablo y yo en varias ocasiones. Para tomarnos unas cervezas. Otra vez fuimos a un concierto que Los Rebeldes daban en el Luz de Gas y también quedamos para una cena con sus compañeros de trabajo (a Pablo se le había metido en la cabeza que una de sus compañeras, Paula, podía ser una novia para mí ideal, pero no; aunque, en fin, eso es una larga historia, otra).

16.

Con el horizonte de las vacaciones de Navidad al frente y ese breve instante de relax que se produce al sentir su inminencia, me volví a acordar de los incidentes del verano. Le llamé a Pablo por ver si todavía conservaba sus gafas viejas y el bañador.

-¿Así que los tiraste?

-Bueno, mi madre… además hace varios meses que no voy a la piscina, me pasaron los recibos,  no había dinero para pagarlos y una cosa llevó a la otra y, total, que me han cancelado la membresía y hasta que no les pague los dos meses, no puedo ir. ¿Qué tal tú?

 

Saber ambas cosas (la desaparición de las gafas y la imposibilidad de la presencia de mi amigo en la piscina) hizo que fuera germinando en mí una idea.

Solo faltaba la ocasión idónea.

17.

Como sabía que, como bien diría mi amigo Pablo “la ocasión la pintan calva”, metí la bolsa con los útiles de la piscina en el maletero del coche (para gestionar las actividades de nuestra agencia de eventos tengo que moverme mucho; no solo por la ciudad sino también por toda Cataluña).

Debía estar preparado.

Así que la llevaba conmigo ya desde hace unos días; la bolsa del gimnasio.

Y voilà, la tercera semana de diciembre todo tiende a tranquilizarse mucho. Yo ya estaba con los últimos detalles de un evento que nos había solicitado una empresa de cosmética para el que debía pasar por Dasler para acabar de concretar un servicio de vajilla, cristalería y cuberterías.

Dasler está justo delante de la piscina Sant Miquel, en la misma calle Muntaner.

Fue rápido. Todo firmado, fechas de entrega, pagado el recibo.

Todo en orden. No tenía nada más urgente que hacer durante la mañana, más que volver a la oficina y revisar algunos papeles, hacer alguna llamada. Pero todo podía esperar a la tarde.

Me quedé en la puerta de Dasler, fumando un cigarrillo.

Tuve una corazonada.

 

Eran las once y poco de la mañana. Tenía el ticket de la zona azul pagado hasta dentro de una hora. Así que compré el acceso para un solo día (12 euros) y me metí en la piscina.

Estaba ciertamente tranquila.

Apenas tres personas nadando y la socorrista sentada en una silla. Así que me metí en uno de los carriles rápidos. Pero iba lento. Bueno, a mi ritmo, vaya.

Paraba apenas a cada vuelta. Me sofocaba (y pensaba: has de dejar de fumar). Pero le iba cogiendo el gusto a cada brazada. A los principiantes nos cuesta agarrar bien la respiración y fundirnos con el agua, pero cuando llevaba cuatro o cinco vueltas, si no llegué realmente a sentirme, como diría mi amigo Pablo “como pez en el agua”, al menos notaba una menor incomodidad. No fluía como un ser anfibio, pero me sentía bien.

Y comencé a probar de nadar de espalda. Entonces, sin darme cuenta, como a media piscina, un brazo apareció desde mi izquierda, proveniente del otro carril, y golpeó suavemente mi brazo.  Del susto tragué algo de agua y me paralicé. Quise girarme a ver quién había sido, pero ya no había nadie, así que supuse que el otro nadador habría avanzado ya rápidamente por su carril y no lo distinguía.

De cualquier forma continué nadando estilo espalda y a la próxima vuelta una mano, nuevamente, pero esta vez por debajo del agua, y esta vez venía desde el lado derecho. O sea, desde el otro carril. Esta vez no me detuve porque noté el burbujeo que anuncia la presencia de alguien cercano y continué nadando.

Estaba cansado, pero me había hecho feliz el ejercicio.

Con el envalentonamiento que te dan las endorfinas (que es parecido al del alcohol) me propuse hacer un par de vueltas más. Esta vez estilo crol.

Superada la primera, me dije: esta última a toda velocidad. Puse todas las energías a trabajar en mis brazos y piernas y allá que me fui. Y otra vez el toque de una mano por mi parte derecha. Esta vez cerca del abdomen. El tacto de otra piel me hizo bien. Me gustó. Sentir el calor humano hizo que saliera de la piscina con una sonrisa y que, en ese momento, no me llamase la atención (como debería haberlo hecho) la extraña calma que había en los carriles de mi izquierda y mi derecha. Cuando ha habido alguien nadando en una calle el agua queda reverberante, moviéndose. Hay ondas expansivas. En fin.

Pero allí, nada. El agua estaba calma y queda, tal que abandonada.

Solo había nadadores en los tres carriles de la izquierda del todo de la piscina (en total son seis). Aunque, ya digo que las endorfinas son más pendencieras que el alcohol. Y en este estado uno está mucho más centrado en sí mismo, en la tensión y apretamiento de los músculos que en el mundo exterior. El deporte te vuelve más auto-consciente.

 

La verdad, sin embargo, y me lo cuestionaba en el coche, como un idiota, camino de la oficina, es que debía haber mirado en el fondo de la piscina. Ahí estaba, seguro, la razón de ser de mi corazonada, me dije. Aunque, si he de ser sincero, no estoy seguro de querer saber la verdad última de esta ¿ficción? ¿autosugestión? Prefiero que quede así, como una performance poética (inexplicable). Como si, al final, nuestros sueños líricos universitarios se hubiesen cumplido, aunque de una forma efímera y pueril.

José de Montfort (Castellón, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014). Se ocupa de las relaciones con la prensa en la editorial Alianza. @jsdemontfort

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La imagen que ilustra el relato es una fotografía de Nicholas Samaras.