Publicado en la revista académica Los cuadernos del Hipogrifo, este texto se plantea las relaciones existentes entre el tratamiento de la marginalidad en la literatura argentina y la tensión entre ficción y no ficción para entender el desarrollo de la misma en el Cono Sur.
Leí sobre todo esos libros periodísticos de los setenta que comenzaban a incorporar una novedad importante: se utilizaba un grabador para recopilar las historias. (…) En ellos aparecían las voces vivas de los narradores, y esto produjo un corte en relación con los sistemas de representación de la voz y de la narración.
Ricardo Piglia[1]
Piglia, productivo lector de Brecht y de su obsesiva vigilancia de la actualidad, permaneció siempre atento al desarrollo tecnológico y el modo en que los nuevos dispositivos modifican la lectura y la escritura además de, por extensión, la literatura. La cita del epígrafe está extraída de una entrevista donde habla de su novela Plata quemada, una novela donde, como es sabido, la narración se centra en los atracadores de un banco que, en vez de negociar con la policía su rendición, deciden enfrentarse a ella y de ese modo magnifican lo que podría ser una noticia más de serie roja para convertirla en una reflexión de profundo calado sobre la condición humana. Escrita y publicada durante el furor menemista, es una narración que usa los mecanismos del reportaje y la crónica periodísticos dentro de un contexto ficcional. La tecnología permite, hoy, el registro de hechos, palabras, que pueden ser luego recuperados por el escritor. Nunca fue más sencillo trabajar con «la verdad» y «los acontecimientos» y, sin embargo, llama la atención que en muchos casos los autores no decidan renunciar a la ficción. Incluso cuando se da el caso de que creen estar moldeando «la verdad», o, en el caso de que sean humildes, admitirán que se trata de «una verdad». El ejemplo de Prisión perpetua se presenta en todo caso como uno de los usos desviados o de las lecturas oblicuas que tan fecundos han sido en la trayectoria tanto crítica como creativa de Piglia. Sirve, además, como encarnación perfecta de las tensiones entre ficción y no ficción que ha vivido la narrativa desde sus inicios en toda Latinoamérica.[2]
Porque, sobre todo, la herramienta tecnológica de la que habla Piglia encarna la mirada fascinada ante la posibilidad de dejar la narración en manos de sus protagonistas, de permitir hablar a los que no tienen voz, los excluidos, un foco de interés central en toda literatura, y más en la argentina que siempre se ha dejado llevar por la simpatía hacia el fuera de la ley, pero sólo en fechas recientes ha introducido su discurso sin modulaciones retóricas. Si bien casi todas las literaturas latinoamericanas mostraron desde sus orígenes un interés palpable por la figura del forajido, el bandido o el bandolero, el caso argentino es más agudo, ya que un gaucho fuera de la ley ha llegado a erigirse como símbolo de la nación[3]. Su poema nacional, el Martín Fierro, es la historia de un forajido –al menos en su primera parte, la más celebrada por autores y crítica, antes de su prolongación, «La vuelta» donde Fierro se reintegra dentro del orden social–, y todas las construcciones identitarias, sobre todo las literarias, parecen exaltar más al fuera de la ley que a los cumplidores o custodios de la misma. Borges, que reparó en ello y elaboró toda una mitología del compadrito y su facón, lo explicitó en su ensayo «Nuestro pobre individualismo»:
Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese “héroe” es un incompresible canalla. (Borges 2004, 37)
Borges, como siempre, atina. No ya por señalar la simpatía hacia el criminal como algo consustancial de la Argentina y, por extensión, de sus producciones culturales, sino por participar en dicho proceso. Él mismo escribió muchos textos sobre cuchilleros, y casi ninguno sobre policías, así que puede afirmarse que predicó con el ejemplo, y que colabora así en la fijación de una literatura del fuera de la ley como literatura nacional. Labor en la que, paradójicamente, concurre con los personajes marginales en torno a los que pivota la narrativa de Arlt y, cómo no, anticipa la fusión de ambos modelos que elabora Piglia.
Unos pocos años más tarde de la publicación de Plata quemada, ya a comienzos de este siglo XXI, en plena resaca de la histórica crisis denominada como «Corralito» provocada en buena medida por esa gestión menemista retratada en novelas como la mencionada de Piglia o Vivir afuera de Fogwill, el novelista Carlos Gamerro se lanzó a la tarea de cartografiar el panorama de la narrativa policial y de serie negra en la Argentina del momento en un artículo publicado en el suplemento cultural del diario Clarín. El texto recibió una atención inmediata porque no se trataba de la aportación al tema de un advenedizo, al contrario, Gamerro contaba con el aval de ser el autor de uno de los policiales recientes más aclamados en la literatura local: Las islas, que supuso a su vez una aportación determinante a la narrativa del trauma relacionado con la Guerra de las Malvinas y, por extensión, con la dictadura de la Junta militar. Por eso, tampoco extraña la atención y eco que había atraído la publicación de su «Decálogo del relato policial argentino» primero en una revista digital pionera y ya extinta llamada «La máquina excavadora» y más tarde inserto dentro del mencionado artículo donde meditaba sobre el ocaso de lo que él denomina «policial negro» en detrimento de una vuelta al «policial clásico» en la narrativa argentina de los años noventa. (Gamerro 2005) Dicho artículo fue, finalmente, retocado –tiene añadidos que le amplifican el texto más allá de la nota de suplemento cultural y lo internacionalizan al incluir referencias a Fernando Vallejo, entre otros, y esboza el modo en que el crimen afecta a la imagen de un país y la representación del mismo– para ser incluido en el volumen de ensayos El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos con el más clarificador título de «Para una reformulación del género policial argentino».
Allí, entre otras cuestiones, viene a rebatir algunas ideas más o menos repetidas sobre la singularidad de la literatura policial argentina. Por ejemplo, cuando quiere responder a la eterna pregunta sobre la inexistencia de la figura del detective privado en la producción local:
Se ha sugerido que uno de los problemas es la ausencia de detectives privados en la Argentina. El diagnóstico, aunque apunta en la dirección correcta, es inexacto. Detectives privados hay, lo que no hay son detectives privados íntegros y honestos, desvinculados, y menos aún opuestos, al poder político y policial, a la manera del Marlowe de Raymond Chandler. (Gamerro 2006, 80)
Parafrasea en el artículo mismo a Juan Sasturain y su Manual de perdedores i: «Pero eso no existe, veterano. Es un invento yanqui, pura literatura, cine y series de tv… ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew Archer o Sam Spade existieron alguna vez?». Sasturain señala, y Gamerro asiente, que la idea de ese detective privado de estricta moral calvinista que construyó Chandler sería, en la Argentina de siempre, pero más en la del tránsito del siglo xx al xxi, una figura tan alienada a su entorno como el hidalgo de Cervantes. Desde esa perspectiva, compartida con la novela de Sasturain, arrincona la figura del detective a un uso retórico, un mero cliché del género que puede ser, en buena medida, la causa final del rebrote del policial clásico en los años noventa argentinos que había motivado la escritura del artículo: si se desactiva toda posibilidad de denuncia social a través del policial negro y éste pasa a ser un divertimento sin la ambición de juego intelectual del policial clásico, qué sentido tiene seguir escribiéndolo, parece proclamar Gamerro[4]. Por otro lado, en esa caracterización del detective y el policía como criminales enmascarados se evidencia la falta de interés que un autor puede sentir hacia dichos personajes para su hipotético uso como protagonistas: son delincuentes que juegan con ventaja, tramposos sin un ápice de heroísmo que pueda despertar simpatía en el lector.
Gamerro intenta buscar una respuesta, una explicación de esa proverbial simpatía del argentino hacia los situados fuera de la ley, y llega a una conclusión muy clara: el crimen organizado puede ser calificado como tal porque es la misma policía, o sus miembros, tanto da, quienes lo orquestan. Sirva como ejemplo el decálogo en sí:
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- El crimen lo comete la policía.
- Si lo comete un agente de seguridad privada o –incluso– un delincuente común, es por orden o con permiso de la policía.
- El propósito de la investigación policial es ocultar la verdad.
- La misión de la Justicia es encubrir a la policía.
- Las pistas e indicios materiales nunca son confiables: la policía llegó primero. No hay, por lo tanto, base empírica para el ejercicio de la deducción.
- Frecuentemente, se sabe de entrada la identidad del asesino y hay que averiguar la de la víctima. A diferencia de la policial inglesa, la argentina suele comenzar con la des-aparición de un cadáver.
- El principal sospechoso (para la policía) es la víctima.
- Todo acusado por la policía es inocente.
- Los detectives privados son indefectiblemente ex policías o ex servicios. La investigación, por lo tanto, sólo puede llevarla a cabo un periodista o un particular.
- El propósito de esta investigación puede ser el de llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca el de obtener justicia. (Gamerro 2006, 79-91)
La más llamativa de las modificaciones que establece esta versión definitiva del decálogo respecto a las anteriores es la inclusión, con esa intencionada cursiva que sólo afecta al prefijo «des», del profundamente connotado término «desaparecido»[5], insoslayable para entender la Historia, y por extensión la narrativa del crimen argentina de las últimas décadas del siglo xx y primeras del xxi, donde las narraciones testimoniales retrataban, también, hechos ocurridos contra la ley. En realidad, una lectura del decálogo como pieza exenta del resto del artículo arroja una mirada profundamente trágica de la Historia reciente argentina, donde los criminales actúan con el visto bueno de las fuerzas de seguridad, cuando no son directamente miembros de las mismas que se presuponen garantes de la integridad del cuerpo social del país, y el único acto de justicia al que pueden acceder las víctimas es al de que se reconozca su condición como tales. No es de extrañar, pues, que el héroe –el investigador– se asocie de modo automático con la figura del periodista, cuya función principal en las sociedades contemporáneas es la de ejercer una labor de denuncia y control de los excesos cometidos por las instituciones. Para combatir los delitos cometidos por ciudadanos se presupone que ya están las fuerzas policiales y el sistema judicial convenientemente desarrollados, y es su corrupción lo que convierte al fuera de la ley en héroe. Es importante, aquí, recordar las ya citadas palabras de Borges donde, siempre atinado, ponía en escena la figura del periodista para ejemplificar la relación de simpatía hacia el delincuente del carácter argentino. Esto es, reafirma la progresiva transición del policial negro argentino del terreno de la ficción al de la no ficción, mientras que el policial clásico, como es lógico, queda circunscrito al terreno de la ficción, a una narrativa destinada al entretenimiento y el escapismo, un policial de consumible y desechable, menemista.
Se consolida así la presencia determinante de la figura del periodista, por ser fiscalizador y perseguidor de los delitos perpetrados desde las instituciones, en la narrativa del crimen argentina. Y, precisamente por eso, Gamerro señala la centralidad de Rodolfo Walsh dentro del desarrollo del policial argentino. De todo el policial porque Walsh es, por un lado, el autor que se engarza dentro de la línea del policial clásico con los relatos reunidos en colecciones como Variaciones en rojo, pero es, al mismo tiempo, el iniciador con Operación masacre de toda la serie que bebe del hardboiled estadounidense, lo que Gamerro denomina policial negro[6]. Aunque, y esto es muy interesante y obliga a repensar el verdadero alcance de Operación masacre, también lo recalca Gamerro, va más allá del modelo del detective de Chandler[7] ya que «Operación masacre es algo más; supera la policial negra en el momento mismo de absorberla, (…) la lucha del investigador no es por lograr que se haga justicia, ni siquiera que se aplique la ley, sino, más modestamente, por hacer saber la verdad –que nadie quiere oír.» (Gamerro 2006, 88)
Walsh no encarna aún la figura que Borges prefigura, pero comienza a desbordar el lugar de simple investigador. No está, está claro, del lado del poder, de las fuerzas del orden, pero todavía no llega a estar del lado de los criminales. En una pirueta casi imposible se mantiene, y es ése el objetivo de Operación masacre, en la misma frontera que marca la ley. La investigación que él realiza se centra en la demostración jurídica de que fueron los garantes de la ley los que la incumplieron. No hay más objetivo en primera instancia que ése, al menos de modo explícito, en un texto que se publicó primero serializado en prensa y más tarde en libro.
No sucederá así con las posteriores ediciones de esa investigación, ni con las siguientes de Walsh, mucho más centradas en lo que Gamerro describe:
También cambia el centro moral del género, que ya no se encuentra en la razón del detective analítico, en la ética anglosajona del detective a la Marlowe, o en el germano celo burocrático del hombre que –como el inspector Bauer del film El huevo de la serpiente– “sólo hace su trabajo”, sino en las redes de solidaridad entre ciudadanos comunes. (Gamerro 2006, 88-89)
Así quedan perfectamente delineados los dos bandos: el de las fuerzas del orden, verdaderos criminales que cuentan con el apoyo de las leyes y las instituciones, frente a los héroes, ciudadanos enfrentados a esas instituciones y sus herramientas de represión y que deben ser reivindicados a través de la escritura de esas narraciones de no ficción. Lo determinante, en todo caso, es la inversión de los roles: de policía a criminal y de criminal a héroe. Se establecen dos baremos, por un lado la moral encarnada en la ley y la ética que transgrede esa moral viciada. En una sociedad corrupta no resulta especialmente complicado ver al criminal como una figura disidente, y, desde esa situación de marginalidad, convertirlo en una figura prometeica no resulta aventurado. Los hechos históricos, en concreto las sucesivas dictaduras, no han hecho sino simplificar aún más esa labor en el Cono Sur, donde, paradoja, un prófugo es prejuzgado como héroe popular hasta que demuestra ser un canalla.
Gamerro dirige la mirada, pues, hacia la evolución que brota de la trayectoria de Walsh, la estela generada tras su deriva de militancia que termina por marcar de modo determinante a la literatura argentina contemporánea, pero quizás no logra dar con ese rastro porque en el momento en que escribió el artículo estaba apenas comenzando a desarrollarse la labor de los verdaderos herederos de Walsh: escritores que retratan desde la no ficción los ambientes criminales, pero nunca con intención fiscalizadora, al contrario, sino una mirada que simpatiza plenamente con dichas acciones. La misma mirada que Borges señala como arquetípicamente argentina y que puede rastrearse desde los inicios de la literatura nacional hasta el mismísimo Martín Fierro.
De entre toda la extensa producción reciente que desarrolla una mirada periodística, no ficcional, quizás sea Cristián Alarcón el referente idóneo para entender la verdadera semilla de Walsh en la narrativa del crimen de la Argentina actual. Sobre todo sus dos libros, que se mueven con ductilidad entre la novela, la crónica o el ensayo: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa[8].
Publicado en 2003, Cuando me muera dialoga de modo directo con Operación masacre. Aun más, con todos los temas más trabajados por el género de la no ficción. Desde sus primeras páginas establece el lugar desde el que será enunciado: el de los que están fuera de la ley.
Quizás hubiera sido mejor revelar la identidad de un asesino, la mecánica de un fusilamiento, un mensaje de la mafia, la red de poder de un policía corrupto, un crimen pasional cometido con una faca bien afilada. Detrás de cada uno de los personajes se podría ejercer la denuncia, seguir el rastro de la verdad jurídica, lo que los abogados llaman “autor del delito” y el periodismo “pruebas de los hechos”. Pero me vi un día intentando torpemente respetar el ritmo bascular de los chicos ladrones de San Fernando, sentado durante horas en la misma esquina viendo cómo jugaban al fútbol y sancionaban a las patadas al mal zaguero central. Me vi sumergido en otro tipo de lenguaje y de tiempo, en otra manera de sobrevivir y de vivir hasta la propia muerte. Conocí la villa hasta llegar a sufrirla. (Alarcón 2003, 16)
La declaración de intenciones queda clara, no se trata de desvelar un asunto particular, de convertir a la crónica en herramienta para lograr un objetivo mayor, sino que el autor se integra finalmente en la vida de la villa, pasa a ser uno de ellos, y cede su voz para que se escuchen las del resto de los habitantes del barrio sin establecer para ello jerarquía alguna, porque integrarse en su vida, pasar a ser uno de ellos no es sólo una condición necesaria para realizar una investigación periodística creíble, supone también igualar los niveles entre el narrador-periodista y los protagonistas-chorros. La ingenua antropología del periodista que se sumerge en el entorno quiere retratar es desactivada si tiene éxito, ya que no hay ya una mirada alienada sobre los otros, sino que con su integración se disipa, también, la distancia inicial entre ambas miradas para fundirse en una sola.
Pero no es, en ningún caso, una mirada simplificadora, lo que presencia el lector al transitar por ambos libros es que Alarcón establece una identificación tal con sus entrevistados, con sus conocidos y amigos pasado un tiempo, que puede llegar a retratar la oposición que se da en las villas miseria entre los dos tipos más habituales de delincuente: el chorro –asaltante armado, ratero, etc.– y el transa –minorista de la droga–. Precisamente cada uno de los libros gira en torno a cada uno de esos mundos. En el primero, explícitamente subtitulado Vidas de pibes chorros, puede escucharse la opinión que estos tienen de los transas, sobre todo cuando van pasando los años y ya no son proveedores de un poco de olvido o de excitantes:
Los Toritos siempre fueron transas y a los transas no se les tiene ningún respeto. Ellos, que podrían hacer la plata robando, poniendo caño, se quedan ahí vendiendo porquería que le arruina la vida a la gente. Yo no digo nada, que cada uno haga lo que haga, pero no es algo que yo haría. (Alarcón 2003, 91)
En Si me querés, en cambio, aparece el punto de vista contrario, el del transa, sobre los chorros. En concreto lo que Alcira, la traficante con las que una relación más íntima llega a tener Alarcón durante la investigación, hasta el punto de acompañarla en algún viaje a Perú y apadrinar a uno de sus hijos, piensa sobre los chorros:
Hay que tener mucho huevo para robar. Agarrar un arma, te la puedo agarrar, pero de ahí a ponérsela a una persona, no puedo. Sufro yo más que ella. Todo es diferente entre lo que vos hacés y lo que hago yo. Lo mío es transar. Yo no te pongo una pistola para que vengas a comprarme droga, vienen a comprar. Vos te querés matar solo. Es un negocio, vos acá pedís lo que querés y yo te lo doy. (Alarcón 2010, 35-36)
Es en esa complementariedad donde se cimientan las similitudes entre dos libros publicados con siete años de distancia. Alarcón es capaz de involucrarse con sus informantes hasta formar parte de sus vidas, de sus familias. Y en esa singularidad, que lo iguala a otros grandes del periodismo de investigación como Gay Talese[9], se basa la credibilidad de sus crónicas.
Esa inmersión en las vidas de los que están fuera de la ley hace más comprensible una mirada sobre la policía coincidente con la analizada por Gamerro: las fuerzas de seguridad no luchan contra el crimen, sino que lo organizan, obran en connivencia. El chorro, en el caso de Cuando me muera, debe tener más cuidado de los policías que de los otros delincuentes, no porque puedan prenderlo, sino porque son competencia que juega con ventaja. Lo sorprendente es que la corrupción jamás beneficia al ratero, al ladrón de baja estofa, los policías corruptos, valga la redundancia, son en sí los peones privilegiados de los grandes narcotraficantes y ladrones de guante blanco. Y la ley no parece hecha para erradicar el crimen, sino como utensilio para las venganzas policiales contra sus rivales en el negocio. Así, por ejemplo, lo ven los ladrones con los que convive el periodista en Cuando me muera:
Si hay una constante en el desarrollo de las organizaciones de narcotraficantes durante la década del noventa en la ciudad de Buenos Aires es la desidia o complicidad policial con el crimen. A una trama de corrupción oscura y urbana se le sumó una práctica absurda pero también rentable para la corporación: la invención de causas judiciales por narcotráfico contra mendigos, borrachos, prostitutas, adictos, cartoneros, inmigrantes recién llegados de su país o del interior, o pacientes del Hospital Borda. (…) O en una versión más cruda, un oficial de menor rango los citaba para un trabajo como albañiles y les dejaba un paquete en la mesa del café, para que luego uno de sus compañeros de brigada los descubriera. (Alarcón 2010, 101-102)
En el siguiente libro, Si me querés, Alarcón va más allá. La corrupción policial no es un hecho exclusivamente argentino. Al acompañar a muchos de los transas a sus países para conocer sus orígenes y motivaciones, termina por encontrar muchos datos relacionados con el pasado de toda una familia de peruanos entre los que destaca el que terminará siendo jefe de uno de los clanes de la villa, Teodoro, que militó de joven en el Partido Comunista y es respetado entre sus hombres y enemigos como miembro de Sendero Luminoso. Al hojear el expediente judicial del delincuente, que debe leer a la carrera frente a la juez que le franquea el acceso al mismo pero le impide hacer otra cosa que no sea leerlo, ratifica sus sospechas, la policía no es, sólo, la organizadora del crimen en las calles, es también el brazo armado de que se valen las instituciones para abusar de sus ciudadanos.
En este cuento armado con precisiones que buscan verosimilitud jurídica se usa el lenguaje de la literatura popular, y es inevitable sentir que se está leyendo una novela por entregas, en la que la materia prima es la verba inflamada y voluptuosa de Sendero, y al mismo tiempo el chisme barrial y la invención del rumor. La acumulación de supuestas pruebas no resistiría la revisión de la causa judicial por parte de un tribunal imparcial. (Alarcón 2010, 148)
Los chorros de la villa de San Fernando que protagonizan Cuando me muera no tienen, en sí, ideología. No pueden permitírsela. Pero sí tienen sus mitos. En concreto Víctor “Frente” Vital, cuya muerte es la que llama la atención del periodista hacia el universo villero. Como ha sucedido siempre entre los oprimidos, y más desde la revisión que el Romanticismo hizo de muchos de esos mitos históricos, el héroe lo es porque se convierte en líder de una comunidad. Frente a las agresiones externas, se encarga de proteger, a veces incluso atacar, pero siempre como portavoz de su entorno. Y, en el caso remoto de que no fuera siempre así, la mitificación se encarga de convertir todo posible prontuario policial en una hagiografía.
Son dos los elementos que esgrimiría cualquiera de sus fieles para que canonizaran al Frente: su generosidad con el producto de los robos y el respeto que imponía como enemigo intransigente de la policía y villero preservador del orden informal. No hay quien no marque un antes y un después de su muerte en la vida de la villa. (Alarcón 2003, 59)
Es aquí donde comienza a hacerse más patente la influencia de la mirada de Walsh. El que pudiera pensar que a Alarcón le interesan los chorros sencillamente por estar al margen de la ley, por morbo, está muy equivocado. Si precisamente le llama la atención la vida y muerte del Frente es porque en un lugar que a nadie importa él fue capaz de dotar de sentimiento de comunidad y pertenencia a través de sus robos. Aunque ausentes de toda ideología, en las acciones de los pibes chorros hay mucha más política de lo que pudiera pensarse. Uno de los grandes hitos de la villa fue el asalto y secuestro de un camión de reparto de productos lácteos:
Pues “los pibes”, el Frente junto a Manuel y Simón, los hijos de Matilde, lo secuestraron, lo vaciaron todo en esos carros tirados por caballos en que muchos en la villa juntan cartones por las noches, y lo repartieron a la manera en que durante la década del setenta hicieron los militantes de las organizaciones armadas. (Alarcón 2003, 62)
De modo análogo, en Si me querés el desarrollo del comercio de las drogas permite establecer una nuevas relaciones entre vecinos que la labor represora de la policía durante la dictadura se encargó de descabezar. Así, Alarcón reconstruye las detenciones de los líderes políticos y su reemplazo por las mismas mujeres que, pasado el tiempo, serán las encargadas de dirigir el menudeo de estupefacientes, en muchos casos mujeres venidas de entornos agrícolas, las primera emigrantes de la villa.
En el barrio se instaló la ausencia. Después de los secuestros, los vecinos quedaron atemorizados y con las espaldas descubiertas. A pesar de todo sacaron fuerzas de la organización interna para enfrentar los intentos de desalojo y las topadoras de los militares. Todavía late entre los pobladores más antiguos de Villa del Señor la imagen de las mujeres de polleras y chinelas, con los chicos en brazos, frenando el paso de las máquinas. (Alarcón 2010, 62-63)
Porque, en muchos casos, la conciencia de clase, el posicionamiento ideológico, es una de las pocas cosas que sobreviven a la migración. Los clanes de paraguayos, bolivianos o peruanos que van ocupando su parcela de poder en las calles de la Villa del Señor tuvieron una sólida formación política, y no terminan de abandonar los ideales en que fueron educados.
Yo los admiraba mucho a él y a su mujer, Elena Iparaguirre. A nosotros nos llegaban sus escritos, a veces en grabaciones escuchábamos sus discursos. La verdad es que es una persona que me inspira mucho respeto, pero también sé que la revolución es algo muerto, ya fue, ya murió. (Alarcón 2010, 262)
La disidencia encuentra más puntos en común de lo que pudiera pensarse desde el poder. Así se cierra el círculo que el periodista ha trazado desde la primera imparcialidad de la investigación primera de Walsh hasta su muerte armado en los alrededores de la estación de Constitución. Los dos libros de Alarcón juegan a plantear un recorrido semejante pero invirtiendo tan sólo la perspectiva: al principio pueden parecer meros delincuentes, tal y como se los presenta desde el poder y los medios que este controla, pero a poco que uno rasque se da cuenta que tras esas actividades ilegales se agazapa la disidencia del que no ha tenido otra opción para la supervivencia. O, lo que es lo mismo, el lumpenproletariado no deja de ser proletario, y sus sueños son los mismos que los de cualquier ciudadano. En un momento dado, Alcira, la matrona transa de Si me querés, que se mueve impulsada por una capacidad innata de prosperar se dedique al negocio que se dedique, le confiesa al periodista, a, como ella lo llama, “Cris”: «Salió en libertad y cumplió con su palabra. Durante unos días fuimos como todo el mundo. Pusimos una cocina y vendíamos empanadas. Fue poco tiempo. Pero fueron días hermosos. Nunca más volví a sentirme así de libre.» (Alarcón 2010, 194)
Ahí, a la postre, es donde Alarcón ha sido capaz de triunfar, al ganarse la confianza de los criminales obtiene sus historias, pero siempre bajo la condición de que jamás los traicione. La lealtad, como bien señaló Borges, atinado siempre, es la mayor virtud para un fuera de la ley, frente a la corrupción y miseria moral de los guardianes de la ley.
Me había dado pena de mí mismo por haber hecho ese chiste, pensando que no era el momento, pero quizás haya sido esa broma, y mi risa ante su risa, la única garantía que selló la confianza. Debí prometerle lealtad: no revelar nombres reales; no darle al enemigo información que lo pueda perjudicar, evitar que la verdad que él cuenta sobre su vida termine sirviendo como prueba en un juicio. Desprecia a la policía y a la Justicia. Debo jurar que nunca, jamás, testificaré en su contra. Estoy de acuerdo. En mi ética, la mayor virtud está en la verdad. La verdad está lejos de las comisarías y de los tribunales. La verdad está sólo en la calle. (Alarcón 2010, 119-120)
Es ese contrato, el suscrito con sus informantes, lo que para Alarcón pasa a ser el verdadero emblema de su escritura. No es gratuito pues que el primero de los libros se abra con una explícita advertencia: «Las identidades de los personajes de esta historia han sido cambiadas para preservar su integridad.» (Alarcón 2003, 13) Que, siete años más tarde, se convierte en una declaración de intenciones desafiante, una provocación incluso, donde puede leerse sin ambigüedad alguna a qué bando pertenece el periodista:
Si bien este libro es el resultado de una investigación periodística, el autor no se propone colaborar con el trabajo del Poder judicial y la policía. Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados con el firme propósito de no perjudicarlos. Los lugares y las coordenadas de tiempo y espacio fueron modificados u omitidos. Las identidades de los testigos de los crímenes han sido protegidas: en algunos casos se ha descompuesto a una persona en dos o más seudónimos, o sumado a dos personas en uno solo. (Alarcón 2010, 11)
Pero es en esta declaración donde, quizás inadvertidamente, Alarcón modifica el estatuto mismo de su libro. En su pretensión de no perjudicar a sus informantes deforma esos hechos. No sólo encubre bajo máscaras o nombres falsos lo sucedido sino que, como reconoce, los transforma. Quien lee Si me querés no lee, en realidad, un reportaje, sino una novela. Porque la relación que establece con los hechos es semejante a la que Cervantes determinó al escribir la primera novela moderna: un universo que es leído como verosímil por el lector, que dialoga con la realidad y establece la posibilidad de suplantarla, pero que no es, en sí, un documento histórico. Posiblemente Alarcón estás más apegado a la realidad que muchos novelistas, pero no por ello deja de escribir una novela. Basada en hechos reales, por recurrir al cliché, pero novela al fin y al cabo. Y es, de ese modo tan rocambolesco como termina construyendo no tanto un libro que dialoga con Walsh, que también, sino uno que interpela al de Piglia. Que hayan llegado por caminos opuestos no borra el hecho de que se han, finalmente, encontrado. Piglia quiere dotar de verosimilitud a su historia y usa herramientas periodísticas, Alarcón quiere proteger a sus informantes y termina por construir una ficción al deformar los hechos. El producto, en todo caso, viene a ser él mismo. Quizás sin ser plenamente consciente de ello, lo ha dejado escrito de su puño y letra.
La construcción de una figura de poder dentro de un territorio suele tomar prestado lo que necesita de la ficción, hasta para convertir una biografía imposible en un relato oral que se vale por sí mismo, capaz de ser verosímil y de perdurar. La leyenda no sólo se construye con la exageración y la mentira, sino también con ciertos tópicos como la compasión del líder ante las miserias de sus dominados, y al mismo tiempo su costado oscuro de matón que debe destacar su mayúscula crueldad: en el mismo hombre, las virtudes y los defectos extremos del ser humano. (Alarcón 2010, 93)
O, tal vez, la relación no hay que establecerla a tan corto plazo, entre producciones de dos décadas sucesivas de la convulsa historia argentina, sino trazar una línea mucho más extensa, que abarque en sí toda la literatura nacional, y que conecta estos mitos de chorros y transas de los albores del siglo XXI con los gauchos y bandoleros que fueron mitificados a través de personajes como Martín Fierro o Moreira para construir la identidad nacional. Tal vez haya sido ése el objetivo de Alarcón, mostrar las virtudes y defectos del ser humano que son más tarde los cimientos de una leyenda. Acaso lo que estos dos libros señalen es que frente a la tendencia incrédula de pensar que nos encontramos en el fin de la Historia en realidad compartimos la época en la que se forjan los mitos de un futuro más o menos próximo. Unos mitos donde los delincuentes de poca monta son los verdaderos símbolos de una nación perforada por la corrupción política y las inoperantes administraciones a las que se enfrentan. Unos nuevos mitos fundadores para una nueva literatura.
[1] Vásquez, 2001.
[2] Es conocida la prohibición impuesta desde la corona española de la venta de libros de ficción en el Nuevo mundo, así como los obstáculos que sufrió la introducción de la imprenta. Resulta paradójico que los libros de ficción, que entraron contrabandeados en el continente, estuvieran fuera de la ley.
[3] Sobre los procesos de construcción de la identidad nacional en Latinoamérica a lo largo del siglo xix y comienzos del xx y la función del bandidaje en los mismos puede consultarse la monografía de Juan Pablo Dabove (2007). Para el caso concreto de la lectura analítica y teórica del retrato realizado dentro de la producción literaria exclusivamente la referencia es el libro de Josefina Ludmer (1999).
[4] Las islas es un policial que funde ambas líneas, donde el investigador es un ex servicio secreto cuya especialidad son las bases de datos y el emergente –la novela se publicó en 1999, un año después de la creación de Google– entorno informático.
[5] Sobre el proceso de fijación de términos en el imaginario común y la labor de desgaste de los mismos y reactivación dentro de la narrativa de Mariana Enríquez trabajé en «Aparecidos» (Jiménez Morato, 2014. Pág. 153-156).
[6] Una interesante fusión, ya que si bien se señala un origen estadounidense, el del hard-boiled, la nomenclatura elegida tiene que ver con la «série noire» de Gallimard, dedicada a novelas policiales y denominada así por el color de sus cubiertas.
[7] El arribista que crea Hammett en Red Harvest tiene una proyección distinta que el calvinista de férrea ética de Chandler, y por eso no ha sido tan imitado dentro de la producción del género.
[8] En adelante, para simplificar la lectura, Cuando me muera y Si me querés.
[9] El propio Talese ha reconocido que mantiene contacto y amistad con muchos de los informantes de Honor Thy Father o Thy Neighbor’s Wife a través de los años.
Bibliografía
-Alarcón, Cristian. Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Buenos Aires, Norma, 2003. Impreso.
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-Walsh, Rodolfo. Operación masacre. Madrid, 451 editores, 2008. Impreso.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
Perengano: todavía menos que fulano, mengano o zutano.
La imagen que ilustra el texto es un fragmento de una fotografía de Horacio Coppola.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero