En estos tiempos de confinamiento se nos escapa que ha habido gente que eligió la clausura como marco de su existencia. Durante siglos fueron los que se entregaban a la vida religiosa quienes elegían esa vida aislada, pero con el paso del tiempo hemos ido sabiendo de más personas que elegían el retiro como espacio idóneo para su vida cotidiana. Uno de ellos, Mario Levrero, logró, incluso, convertir esa monotonía y encierro en el tema mismo de sus novelas. Una narrativa capaz de transformar por completo a quienes la leen.

 

Lo primero que hace es comprar dos sillones. Uno mullido, idóneo para el descanso, el otro con el respaldo más recto, escogido para ser el lugar de lectura. Reubica los enchufes, para quitar la computadora de en medio de la sala. Modifica su entorno, pensado para el trabajo, en un entorno más amable, donde sea posible disfrutar, también, de sus ratos de ocio. Todo esto lo financia la beca que le ha dado la fundación Guggenheim, y la narración de todo un año, en el que vive confinado como ha venido haciendo en los últimos años, sin salir de su casa en la calle Mitre al 1376 salvo cuando llega alguna de sus amigas, siempre jóvenes y casi siempre alumnas de su taller, y lo saca de casa por obligación, para que no se le atrofien las piernas, y le hace andar diez cuadras en la Avenida 18 de Julio en la que él se detiene en todas y cada una de las librerías de saldos para buscar las novelas policiales que eran su vicio, es lo que hoy en día conocemos como El diario de la beca, que no es otra cosa que la explicación pormenorizada, la bitácora, de por qué no puede terminar ese proyecto llamado La novela luminosa, que se quedó truncado casi veinte años atrás, para cuya conclusión la ya citada fundación le ha otorgado una de sus renombradas becas.

La lectura de las más de cuatrocientas páginas, en su edición original de Alfaguara, del Diario de la beca no hacen sino profundizar en la deriva de una existencia enclaustrada, basada en rutinas controladas obsesivamente, en repeticiones y obsesiones que apenas experimentan progresión o cambio alguno y que no cumplen otra función narrativa que la de su registro como persistencia de unos tópicos que, si bien no arman un argumento, sí que hacen más evidente la sucesión de hechos, de días, que termina por hilvanar un relato anticlimático, y acaso por eso mucho más realista, naturalista incluso, que las novelas convencionales. Pero esa deriva no es nueva en la trayectoria de Levrero, como tampoco el recurso al diario en la elección del vehículo literario para que ese aparente indolencia cobre forma. Desde la temporada en la que Levrero vivió en Buenos Aires, no llegaron a ser tres años a mediados de los años ochenta, justo después de que se truncase la escritura del proyecto original de La novela luminosa, comenzó una escritura del confinamiento, del espacio cerrado, que se inicia en el Diario de un canalla, publicado por primera vez dentro del libro El portero y el otro y póstumamente recuperado ya de modo exento, junto a un texto extraño, donde reconstruyó la rutina de unos meses pasados en Burdeos en el año 1972 –lo que convierte a ese libro en una especie de recopilación de las dos estancias en el extranjero de un escritor que no salió más de su «paisito», hasta ese punto abrazó el enclaustramiento también nacional–, y que alcanzó unas cotas literarias notabilísimas en el que es el libro más acabado de Levrero: El discurso vacío.

La vida cotidiana en Colonia, a dónde se ha mudado por amor, y donde tiene que convivir en un mismo espacio con su mujer, con el hijo de esta y con el perro Pongo, son los pilares sobre los que se levanta la novela. La excusa argumental es bien conocida: Levrero se lanza a la redacción de unos ejercicios caligráficos con la alocada creencia de que supondrán algo parecido a una terapia conductista: en la medida en que sea capaz de trazar una caligrafía perfecta estará, de algún modo, obligando a su cuerpo a funcionar bien, a mejorar, a sanar. «Letra linda, yo lindo». Pero esos ejercicio se desbaratan ante la imposibilidad de escribir sobre nada. Levrero confiesa que el único modo de escribir reparando en el trazado de la letra es escribir sobre el mismo hecho de trazar correctamente la letra, lo que es aburrido. Y cuando olvida eso en los ejercicios brotan todas las tensiones personales que la convivencia, su aclimatación a la realidad doméstica de su nueva familia, le provocan. Ahí ya queda claro que, como sucedía en Diario de un canalla, la existencia enclaustrado no supone problema alguno para el escritor, es la fricción que se genera en su espacio íntimo, el tener que someterse a los horarios del resto, el no poder disfrutar de modo totalmente libre de los suyos, la presencia de ese otro, u otros en este caso, que se interpone entre su escritura y él. El diario de la beca es un texto que realmente pivota en torno a esa tensión: por un lado el placer de los tiempos pasados en soledad dedicados a la programación, la escritura y la anotación obsesiva de sus costumbres y las tensiones provocadas por el mundo exterior, que le provocan sufrimiento y al mismo tiempo le son completamente necesarias, ya sea porque se trata de los cursos con los que obtiene sus ingresos, o porque son las visitas de los, la mayoría de las veces las, que velan por él, bien como «doctoras» o «cocineras», cuando no amantes.

Levrero construye un universo desde su habitación, como una especie de Maistre contemporáneo destruye los mitos más o menos extendidos del autor cosmopolita y viajero, el ciudadano del mundo, para presentarnos una figura completamente opuesta, la de alguien que, más que huir del mundo, o protegerse de él, no lo necesita, porque descubre que el universo está dentro de sí mismo. La apabullante lección que lega en La novela luminosa es que hay algo más grande que la novela, y es la vida. Entre las noticias, breves y apresuradas, que aporta en el Epílogo del Diario, con el que se cierra como tal la edición póstuma de La novela luminosa –aunque no se equivoquen, el libro estaba ya completamente acabado antes de su muerte, no hay nada en él que no esté ahí por decisión del propio autor–, se nos revela que la elección final del diario como género ha servido para poder intentar atrapar la vida. «Un diario no es una novela; a menudo se abren líneas argumentales que luego no continúan, y difícilmente alguna de ellas tenga una conclusión nítida. (…) Me hubiera gustado que el diario de la beca pudiera leerse como una novela; tenía la vaga esperanza de que todas las líneas argumentales abiertas tuvieran alguna forma de remate. Desde luego, no fue así, y este libro, en su conjunto, es una muestra o un museo de historias inconclusas.» Leído así nos queda claro que Levrero reventó la misma idea de la novela desde dentro, ya que al intentar hacer una descubrió un género más grande, más abarcador incluso, y lo hizo desde la reclusión, voluntario pero enclaustramiento al fin y al cabo, al que se sometió voluntariamente en su casa de Mitre 1376 con vistas a Policía Vieja.

Pero lo más llamativo, y que muy a menudo se pasa por alto cuando se hace referencia a esta reclusión de los últimos años de Levrero, es que la segunda de las novelas que escribió, El lugar, ofrecería una lectura casi contraria a esa idea del espacio cerrado como locus amoenus del autor en la que terminó cómodamente apostado Levrero. La peripecia de sus primeros textos es bastante singular. De creer lo que él mismo dijo en entrevistas, y no tenemos motivo alguno para cuestionarlo o sospechar de él, esos primero textos se escribieron con la sombra tutelar de Kafka como modelo y fueron puestos en circulación de modo muy dispar. Tras la publicación de la plaquette Gelatina en 1968, en 1970 se publicaron dos libros de Levrero: La ciudad, su primera novela, y La máquina de pensar en Gladys, su primer libro de cuentos. Esa novela está muy unida, sobre todo estilística y simbólicamente con dos libros, París y El lugar, que se escribieron casi a la vez, ya que La ciudad se dio por concluida en 1966, El lugar  en 1969 y París en 1970. Juntos conforman lo que hoy se conoce como «Trilogía involuntaria», título bajo el que se han llegado a publicar como un libro único. París se publicó en 1980 en la colección Plata de El Cid editor, una década después de haber sido escrita. Pero mayor es aún el lapso en el caso de El lugar, que apareció, íntegra, dentro del número especial de la revista El Péndulo en enero de 1982. Allí, junto a un cuento de Ballard, un cómic de Tardi, textos de Elvio Gandolfo y contando con ilustraciones de Luis Scafati, que por aquella época firmaba tan solo como «Fati», se publicó una historia de pesadilla, cargada de múltiples lecturas simbólicas que, precisamente, gira, ciñéndonos de modo literal a su argumento, de un hombre que quiere escapar de un «lugar» extraño formado por habitaciones vacías y, lo más importante, opresivas. El libro transcurre en esa fuga del espacio cerrado, pasando por habitaciones, túneles, etc, para finalmente, una vez ha conseguido regresar a su hogar, terminar por estar convencido de que tampoco cuando está fuera, libre, es feliz. «Ahora que la ciudad, mi ciudad, me resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de aquel otro lugar.» Funciona finalmente la novela como reverso del argumento de La ciudad, donde el protagonista abandona su casa para buscar el queroseno que necesita y no lo vemos sino deambular por la intemperie urbana. Aquí esa intemperie se torna deseo, objetivo y, acaso, horizonte teleológico.

Quizás la crítica se ha empeñado demasiado en ver la evolución, real e indiscutible, de la prosa de Levrero y del modo en que trabaja con los materiales, de los enteramente ficcionales de sus inicios a los explícitamente biográficos de sus libros finales, sin atender a las constantes que se mantuvieron durante sus casi cuarenta años de producción: la consideración de que su obra es realista, si bien se trate de un realismo «aumentado», usando la acertada acuñación de Ursula K. Le Guin, y la tensión entre los espacios abiertos, o públicos, y los cerrados, o privados. La transición de Levrero parece indicar que fue poco a poco encontrándose más a sí mismo en el refugio, en el espacio circunscrito y delimitado que podía controlar por ser su domicilio, y donde él controlaba de modo celoso las visitas. El hogar puede ser inhóspito, parece decirnos la narrativa de Levrero, pero siempre es preferible a la intemperie, a la falta de privacidad, sosiego e intimidad que solo se encuentra en la casa propia.

Levrero nos enseña que lo extraordinario es lo cotidiano, o que lo cotidiano es en realidad extraordinario. Sea una reclusión o cualquier otro aspecto de la vida. «Me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario», escribe en El lugar, pero podría haber sido, también, un fragmento del Diario de la beca, acaso sin necesidad tan siquiera de alterar el orden de la frase para decir que las situaciones cotidianas no eran tan distintas de las extraordinarias, ya que olvidamos la complejidad, el aislamiento, la soledad y la necesidad de afecto en la que están inmersas nuestras rutinas. Sin que nos demos cuenta. Levrero supo ver eso, y, quizás, por ese motivo, se encerró.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.

La fotografía de Mario Levrero está realizada por Eduardo Abel Giménez que fue, entre otras cosas, amigo íntimo de Jorge Varlotta.