Viajar abre puertas, pero no necesariamente las del campo. Eso, que es algo que sabe todo buen viajero y desconoce el rutinario turista, sirve como detonante de esta crónica sobre un periplo centroamericano en el que el autor termina averiguando más cosas sobre sí mismo que sobre los espacios que lo rodean.
El 27 de junio de 2016 estaba en Ciudad de Panamá intentando que alguien me abriese las puertas del Panama House, en una calle de dirección única entre la Avenida España y la Avenida Brasil, ya de madrugada porque mi vuelo desde Atlanta había tenido un retraso considerable, porque el metro no funcionaba y tampoco había autobuses, y porque había acordado pagar menos con el conductor de una chiva a cambio de que me llevasen el último a mi destino, después de ir dejando gente por distintos puntos de la capital.
Así fue como empezó mi viaje por Centroamérica: montando en un vehículo sin distintivos y seguramente ilegal, rumbo hacia el fondo de la noche, metido en conversaciones a dos y tres bandas en las que todos los pasajeros íbamos explicando de dónde veníamos y el motivo por el cual estábamos allí, sin percibir en las bromas del conductor y el copiloto ningún tipo de ofensa o amenaza, como si cuanto decíamos no les importase gran cosa pese a ser ellos quienes preguntaban, tronchándose sin siquiera habernos dejado acabar nuestras respuestas.
Yo parecía ser el único turista en el interior de la chiva, los demás daban instrucciones bastante prolijas para hacer la ruta más corta hasta sus casas, abreviando a través de un laberinto de calles a oscuras y desvíos súbitos, en medio de un paisaje urbano carente de contornos pero en el que iba fijándome en las estaciones de servicio y los restaurantes abiertos, marcando mentalmente referencias por si más tarde las necesitaba.
Me llamaron la atención las indicaciones de los demás pasajeros al conductor y al copiloto. Nadie decía «Llévame al 33 de la Calle Oriente» sino «¿Sabe dónde está la Shell de El Dorado? Pues siga recto dos cuadras y tuerza a la derecha; mi casa es la de la reja amarilla». Más que indicaciones eran jeroglíficos.
-Entre a la calle a la derecha del edificio de la Coca Cola cerca de Hossana, pase el Colegio Javier, luego baje la loma hasta el final y tuerza a la izquierda en Los Ahuevados, que es la que algunos le dicen Juan Guizado.
Como descubrí luego, mucha gente no sabe el nombre de la calle donde vive, en algunos casos porque son calles que han cambiado mil veces de nombre, en otros porque no lo tienen. Google Maps sirve más bien de poco para orientarte por la ciudad, cuyo sistema de nomenclatura de vías no es fiable. Hay -por ejemplo- varias calles 52, la Calle 50 sigue el sentido de una avenida, y de la 51 a la 54 tienen nombres de empresarios pero carecen de placas. La Avenida Balboa es la Sexta Sur, la Fragipany es la Luis F. Clément, y la Calle Rubén Darío se conoce como Calle Buena Vista. Todo sin haber comenzado aún con la numeración de las casas, que en los barrios más humildes suelen tener números superpuestos, en un palimpsesto indescifrable porque el Ayuntamiento siempre prefiere hacer las cosas aprisa antes que hacerlas bien.
En Ciudad de Panamá, los carteros leen a Borges, los repartidores de pizza viven en un grabado de Piranesi, y los bomberos actúan como los indios y se dejan guiar por el olfato para apagar incendios.
Ningún trayecto se repite aunque uno salga desde el mismo punto y vaya al mismo destino. Los tranques (o embotellamientos) te desvían, también los socavones y los miles de repartidores aparcados en doble o triple fila, y eso sin haber llegado siquiera a los semáforos que no funcionan o a los policías de tránsito confundidos ante partituras dodecafónicas que no saben orquestar y a las inundaciones cuando la marea sube.
Qué puedo decir: en aquel lugar me sentía como en casa.
Cuando sólo quedaba yo en los asientos traseros y la chiva se paró de pronto en una esquina sin farolas ni luces encendidas en las casas cercanas, pensé en mí mismo y también pensé en mis hermanos a principios de los años ochenta, mientras tarareábamos las canciones de los Beatles sin saber qué decían, dejándonos llevar por ellas across the universe porque entonces el miedo había dejado de ser negociable si de verdad queríamos dar un salto en nuestras existencias, salir de casa de nuestros padres y descubrir de una vez el mundo.
En aquella época aún no sospechábamos que el mundo no se descubre, ni siquiera se intuye o se revela porque el mundo es en realidad algo pendiente de ser inventado, creado. Ignorábamos que lo real no siempre es realista, para serlo necesita estar hecho a nuestra medida y eso nadie puede hacerlo a no ser nosotros mismos.
Lo real, el mundo, es la roca a la que el escultor da forma o la nada sobre la cual el arquitecto proyecta su edificio.
Fueron todos pensamientos muy íntimos -me consta- aunque seguramente en el año 2016, pese a seguir manteniendo los principios del movimiento y no conformarme con nada ni con nadie, mi apariencia era la de alguien moldeado por la edad y el capitalismo, con 52 años y suficiente pasta en el bolsillo, más experto en matemáticas que en idealismo, a quien ya no le importa demasiado si lo real es realista, alguien culpable de los inesperados delitos que los adultos solemos arrastrar por las buenas, cuando de repente y de forma inevitable los heredamos de antepasados a quienes ni siquiera llegamos a conocer y cuyos juicios y opiniones jamás habríamos compartido.
A esas alturas, mi apariencia había dejado de dar el pego y ya no era la de un constructor, a lo sumo la de un testigo.
Yo era papi y papi no se le dice a los jóvenes. Papi era lo que me había llamado el conductor de la chiva al acordar el precio de mi transporte y papi, en voz alta, con tono de reproche, era lo que me llamó el copiloto, su sobrino, al ver mis diez balboas, dando a entender que faltaba la propina, y consciente de que la noche y el silencio le daban la razón. Para mí, sin embargo, lo acordado era lo acordado; no iba a pagar un centavo más, así que no dije nada y abrí la puerta, arrastrando mis dos mochilas, menos preocupado por quedarme solo en mitad de una ciudad donde nunca antes había estado que por ver a aquellos dos alejarse para siempre.
No hubo adioses ni demoras. La chiva arrancó y en muy poco tiempo, al dar la vuelta a la esquina, ya no se oía el esforzado ronroneo de su motor; y yo comencé a golpear la puerta del hotel con mis nudillos, después de comprobar que el timbre no funcionaba.
Eran casi las dos de la madrugada, las luces en el interior estaban todas apagadas, no tenía un plan B, tampoco un móvil, y al cabo de unos minutos me dio la sensación de que si seguía golpeando de forma tan alegremente furiosa, y pese a no decir ni una palabra al hacerlo, ni siquiera el taco más recatado para cagarme en Dios por aquel contratiempo, atraería la atención de alguien cuyo retrato robot no era bueno, en lugar de despertar al recepcionista nocturno si es que lo había.
En mitad de la noche, en una ciudad desconocida, me sentí confundido como me siento cuando voy a escribir una frase, con miedo a tomar una dirección equivocada, intentando escalar una cima demasiado alta para mí, que además tengo vértigo, en lugar de seguir la corriente de un río sin remolinos, donde sea difícil ahogarme. Me refiero a una frase que no sea turística, guiada por las cosas de siempre, por el tipo de Auschwitz cuando anuncia el momento más terrorífico de la visita o por quienes se pierden en tecnicismos ante un Vermeer.
Había llegado a Panamá pero no sabía cómo decirlo.
Todo lo que necesitaba entonces eran unas cuantas palabras rápidas e impresionantes como un bólido surcando la noche en una película de Fellini, con el carácter evanescente y mortuorio de sus imágenes, disolviéndose casi antes de que los espectadores las hayan acabado de ver. No quería dar forma a una de esas frases disfrazadas con la máscara del estilo pero sin ningún misterio. Me conformaba con unas cuantas palabras capaces de reconocer en la noche de aquella ciudad centroamericana una ironía del día, aunque en mi caso aquella noche fuese una ironía de las líneas aéreas, con sus puñeteras escalas para no obligarme a perder dinero, a cambio -eso sí- de mi tiempo y de hacerme llegar tarde a todas partes.
No había un alma por las calles, nadie a quien preguntar, ninguna señal capaz de orientarme y muy pocas luces encendidas en los edificios. Una mujer, sin embargo, me observaba a contraluz desde un cuarto piso, seguramente preguntándose quién era yo. Me llamó la atención porque en cuanto me fijé en ella, la luz de su piso se apagó. Entonces pensé que ésa era la frase que buscaba, capaz de decir las cosas sin agotarlas, permitiéndoles conservar su intimidad, su misterio. Como un parpadeo de luz entre dos eternidades de tinieblas, en palabras de Vladimir Nabokov. Un instante en mitad del curso de tu vida. Ciudad de Panamá se convirtió súbitamente en el punto donde el mapa parecía estar concentrándose. Y ante mí ya no había hechos sino un cúmulo de infinitas y equívocas posibilidades.
Ese temblor es lo que de verdad hace hermosa a la noche, cuando algo simplemente se insinúa, evitando el desgaste de los adjetivos tajantes y los adverbios desmesurados, trampas de un cazador cuya idea del mundo es la de una presa a la que es necesario abatir.
Cuánta razón tenía Guy Debord al decir que algún día entenderíamos que lo verdadero es tan sólo un breve instante de lo falso, rápido como un bólido, un intervalo de apenas duración entre lo que vemos de manera permanente y aceptamos sin casi detenernos a cuestionar aun si nos produce las máximas sospechas, porque tememos perderlo y quedarnos sin nada.
Así era la noche en Panamá aquella madrugada del 27 de julio de 2016, mientras me detuve para observar a la mujer en la ventana del cuarto piso de un edificio, poco antes de que la luz se apagase.
Siguió mirándome y yo a ella hasta que una mano sobre su hombro, acaso cariñosa, acaso violenta, la arrastró hacia el interior, difuminándose en una oscuridad que preferí no imaginar.
A cada uno le pertenece su propia noche.
Mucho tiempo atrás, al anochecer del 14 de agosto de 1519, Pedro Arias Dávila llegó a la que hoy se conoce como Bahía de Ciudad de Panamá al mando de cuatro naves y unas 300 personas a su cargo, entre tripulantes y pasajeros. Desde la lejanía vio luces en tierra firme, demasiadas hogueras para ser las de una tribu cualquiera, fácil de someter.
Pidió silencio después de haber ordenado que se echasen las anclas, dándole vueltas en su cabeza a un ataque sorpresa cuando los fuegos comenzaran a extinguirse. Los demás callaron no por temor a cuanto les esperaba en tierra sino por miedo a Pedrarias, como se conocía al gobernador y capitán general de la Castilla del Oro, un viejo militar de casi ochenta años y con mil batallas a las espaldas, héroe en las guerras de Granada, Portugal, Francia y especialmente África, donde había participado en los asedios y conquistas de Orán y Bugía, sobreviviendo a mil heridas mientras su lanza ensartaba a un enemigo tras otro.
Era un hombre reservado pero firme, a quien sólo le gustaba hablar lo justo, sobre todo si no estaba ante alguien de su mismo rango, aunque su voz sonaba tajante cuando daba una orden. Nadie sabía en qué pensaba ni si pensaba en algo que no fuesen estrategias de combate o luchas cuerpo a cuerpo, porque para él la única elocuencia no era la razón sino la fuerza de la razón, por eso solía golpear las mesas con su puño en cuanto se sentía cuestionado por alguien aunque también lo hiciese estando solo, seguramente protestando contra el cosmos, como cualquier narrador omnisciente sabe a estas alturas.
Los constipados constantes, las fiebres crónicas y el insomnio desde su llegada a América, más que agravar su salud, habían aumentado su impaciencia.
De no hablar con los oficiales a su cargo, utilizaba a intermediarios en las conversaciones con los jefes de las tribus o con los colonos, quizás porque estaba poco acostumbrado a perder el tiempo intercambiando palabras. Todo le sacaba de sus casillas: la naturalidad de los indios dirigiéndose a él sin la debida pleitesía, los caprichos de los colonos al colocar sus necesidades por delante de sus tácticas militares para civilizar aquellas tierras, y especialmente los continuos desmanes de sus propios soldados cuando se dejaban llevar por sus instintos y olvidaban la disciplina castrense.
Unos meses atrás había mandado ejecutar a Pedro Núñez de Balboa, su yerno, a quien se la tenía jurada desde su llegada a América, al desembarcar con casi 2.000 hombres en Santa María la Antigua del Darién y encontrar un poblado de chozas en lugar de una ciudad, sin recursos para darles alojamiento ni para proporcionarles alimento. Aquel asentamiento le pareció un lodazal, como sugieren algunas crónicas aunque otras lo describan en términos distintos y hablen sobre maizales, plantaciones de yuca o criaderos de cerdos. Lo cierto es que -según Bartolomé de las Casas y Pascual de Andagoya- de la partida de Pedrarias en un mes murieron 700 hombres de modorra (por fiebres que les causaban una profunda apatía) mientras los supervivientes se veían obligados a cambiar sus más preciadas pertenencias por comida, hasta quedarse sin nada para seguir comerciando.
¿Cómo se produjo un desastre así si antes nadie sufría escaseces en aquel lugar, e indios y españoles parecían vivir en un extraño equilibrio, repartiéndose tareas, conformes con cazar, pescar o cultivar en función a sus necesidades? En principio por la diferencia entre un aventurero y un conquistador, Balboa y Pedrarias.
Al primero, que ya antes se había arruinado en La Española cuando las plagas y las deudas le impidieron asentarse en una plantación, la riqueza no le interesaba quizás porque no pretendía regresar a España convertido en el aristócrata que nunca había sido, tan sólo quedarse en aquellas tierras y comenzar su historia desde cero, adelantando -sin saberlo- la primera regla del Club de Automovilismo Italiano varios siglos después: «todo lo que está detrás de mí no importa». A Pedrarias, de familia judeoconversa y muy influyente en la corte, la riqueza tampoco le debía de interesar mucho, a no ser para continuar escribiendo su nombre en la historia de España.
Ninguno de los dos se movía por codicia. Ambos eran astutos, diciendo siempre verdades a medias al tiempo que se estudiaban. Balboa, sin embargo, mentía mejor, por eso se ganó tantas veces la confianza de Fernando el Católico con promesas de oro, por eso evitó a base de regalos muchos enfrentamientos con los grandes caciques indios, y por eso -tras las desastrosas incursiones de Pedrarias y sus hombres en tierra firme para no sucumbir en Santa María la Antigua del Darién- fue él el primer europeo que consiguió llegar al Océano Pacífico (conocido como Mar del Sur entre los indios) y encontrar de paso lo que consideró un vergel donde el oro y los alimentos estaban al alcance de la mano, sin saber que a su regreso lo esperaba Francisco Pizarro para hacerlo prisionero y que poco después Pedrarias ordenaría ajusticiarlo junto a tres de sus hombres, cuyas cabezas ensartadas permanecieron en la plaza central de Acla -una ciudad fundada por Pedrarias- durante una semana. Tampoco sabía que sobre su nombre caería el olvido hasta que en el siglo XIX Washington Irving, durante su cargo como Embajador de Estados Unidos en España, rescató su nombre y sus hazañas de entre los documentos relacionados con la conquista de América que consultó en la Biblioteca del Escorial para escribir algunas de sus obras, en cuyas páginas necesitaba el brío de los héroes porque con ellos es más fácil dar forma a las leyendas, que tanto han ayudado a los estadounidenses a enmascarar los capítulos más negros de su historia y a jugar con las historias de otros países.
El 15 de agosto de 1519 Pedrarias fundó Ciudad de Panamá en mitad de la noche, cuando ya todos los fuegos de los indios panamás se habían extinguido, asentándose en el poblado donde estos últimos fundían oro y fabricaban piezas de orfebrería para los caciques de otras tribus.
De aquellos indios hoy sólo queda su nombre porque ninguno sobrevivió a las enfermedades que llevaban consigo los españoles, ni al trato que recibieron a partir de entonces, como esclavos. Se los tragó la Historia con mayúscula como se traga a quienes sueñan a oscuras y con ambos ojos cerrados, sin darse cuenta de que es en ese momento precisamente cuando uno debería estar más a la defensiva si no quiere ser borrado de la faz de la tierra, donde la verdad nunca ha sido otra cosa que una babélica pugna entre relatos escritos de noche para con ellos gobernar el día.
Así más o menos, en una especie de trance nocturno, se han ido adentrando los viajeros en Panamá. Los soldados estadounidenses en la madrugada del 20 de diciembre de 1989, durante la invasión para derrocar al general Manuel Antonio Noriega; y el novelista británico Graham Greene en la madrugada del 15 de marzo de 1976, tras aceptar la misteriosa invitación del general Omar Torrijos (dictador del país desde el golpe de Estado de 1968) y montarse en un vehículo militar que le estaba esperando en el aeropuerto, sin protestar cuando los soldados le vendaron los ojos, dispuesto a morir si al fin le había llegado la hora pero también deseoso de verse cara a cara con la persona que durante años se había hecho pasar por él en diferentes países, un doble encarcelado por orden de Torrijos, que quería descubrir quién era el verdadero Greene y cuáles eran las intenciones del falso, recién llegado a Ciudad de Panamá sin un bolívar en el bolsillo, al parecer después de que lo hubiesen soltado de una cárcel en Haití.
Hilario J. Rodríguez actualmente vive y da clases en Virginia Occidental (USA). Colabora con medios de prensa escrita (Leer, Imágenes de actualidad, El Estado Mental, Abc, La Vanguardia o Revista de Occidente). Ha escrito diversos estudios sobre géneros cinematográficos, películas y directores; y las novelas Construyendo Babel, Mapa mudo y El otro mundo. Además ha sido comisario de ciclos de cine, exposiciones y seminarios. Recientemente publicó Perder ciudades (Newcastle), Nostalgia del futuro (Micromegas) y Hotel Insomnia. Gracias por no ir al cine (Innisfree), y tiene en prensa Un astronauta perfecto (Micromegas, 2017). Ahora mismo trabaja en sus dos próximas novelas y en un libro sobre Estados Unidos.
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero
adelanto de Un lugar seguro
de Olivia Teroba