Incluido en su debut editorial, el libro de cuentos Solitarios y manadas (Borde Perdido editora), este cuento sirve como carta de presentación de la narrativa del cordobés Maximiliano Castro.

 

El primer cliente de la corporación alemana que, tiempo atrás, había registrado la patente para la preservación de cadáveres, fue Ricardo Arena Salas, el magnate de los medios de comunicación que había padecido cáncer por quince años. La noticia se difundió después de que le aplicaron eutanasia en la sede clínica de la corporación, como estipulaba el contrato. Según se dio a conocer, el método que se empleaba incluía un estricto análisis de la situación etérea del paciente, radiaciones electromagnéticas, oxigenación y drenados, y por último la implantación del novedoso grupo de células que operaban la restauración de los sistemas y tejidos. Habían descubierto que mientras los campos energéticos del cuerpo permanecieran estables, lo cual se lograba con las radiaciones electromagnéticas en adecuada frecuencia, la consciencia no se desprendía completamente de estos y reaparecía al cabo de un variable lapso de coma, que podía durar años.

La aplicación del método a Ricardo Arena Salas fue inédito en personas. Los testeos previos se hicieron sólo en plantas y animales, y se desconocían las experiencias de la mente durante el período de ausencia.

El mundo esperó. En tanto, se multiplicaron las listas de inscriptos en espera de la corporación, entre cuyos nombres estaban los más célebres de la política, la industria y la aristocracia. Pronto un petrolero saudí murió en su palacio de causas naturales, y se supo que, aunque una vez disueltos los campos sutiles que nos constituyen la técnica de preservación resultaba inútil, en ciertos casos de singular apego a la personalidad y a la dimensión material de la existencia —que más adelante pudieron vincularse con algunos fenómenos psicológicos agudos—, los cuerpos sutiles permanecen cohesionados por algún tiempo tras la muerte clínica. Y en ocasiones así, la técnica alemana, aplicada incluso horas más tarde, como ocurrió con el árabe, aún servía.

El tercer caso fue el del hacendado italiano Marco Montana, un octogenario que solicitó la eutanasia pese al diagnóstico favorable de su estado de salud y desató una polémica internacional sobre los alcances de las libertades personales y la ética. Un tribunal se expidió en favor del paciente, quien recibió el tratamiento poco después y quedó en estado de coma por más de treinta años. Su familia directa había muerto de modo natural para entonces. El señor Montana, impasible ante la noticia, y motivado en cambio por las experiencias en la muerte, la misma semana en que despertó repartió su fortuna entre los desposeídos, dejó escrito que se deshicieran del cuerpo y sin explicaciones se quitó la vida.

Esto aconteció en una instancia confusa, de presiones políticas e industriales y un tenaz desprestigio social para la corporación. Pero durante los primeros años de implementación del Programa, y antes de que se diera a conocer el primer retorno de consciencia, una fiebre colectiva se instauró entre los ricos de todas las naciones, y aún entre los pobres, que lo vivían con frustración, cautivos unos y otros por la promesa de inmortalidad.

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El éxito del Programa de Preservación Corpórea creció exponencialmente con el paso del tiempo. Las investigaciones de la firma alemana prosiguieron y las técnicas se perfeccionaron. Y con la difusión pública de los primeros casos de retorno de conciencia se produjo una revolución, científica y social: de repente nadie quería resultar presa de la muerte definitiva por no haberse inscripto. Se hicieron tremendos sacrificios para afrontar los costos del tratamiento, para la mayoría imposibles, y muchas familias se disolvieron en discusiones sobre el destino de los recursos financieros.

Para algunos analistas, el manejo de las patentes por la Corporación, como empezó a conocerse a la Durst nach Leben, era en varios aspectos cruel, sobre todo en lo relativo a ciertas aplicaciones para la salud, derivadas de sus descubrimientos con las vibraciones electromagnéticas y en el área de regeneración celular. Afirmaban que, con la apertura de los derechos legales, beneficios críticos pudieron alcanzarse en diversos campos de la medicina, pero además de la ingeniería nuclear, botánica, veterinaria y cibernética, entre otros. El Directorio de la Körperschaft no hacía declaraciones ni compartía invenciones, y cada cual tenía su propia hipótesis acerca de esa extrema reserva: estrategia comercial, avaricia, presiones de la industria farmacéutica, secreto inconfesable, pacto con el Diablo, proyecto imperialista… Lo mensurable, es que el patrimonio de la firma crecía con solidez y no había competidores en el horizonte visible.

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La primera en despertar del sueño de la muerte, como la prensa llamó al estado de coma en estos casos, fue una empresaria danesa que había estado ausente por tres años, tras una historia de insuficiencia renal. Retomó su vida con normalidad y dijo recordar poco de la experiencia, quizás un prolongado sopor en un ambiente claro, con luces de colores intensos y cambiantes. No hizo mayores declaraciones. Murió otra vez a los pocos años en un accidente de tránsito, y los daños físicos volvieron inútil su acuerdo con la Corporación.

Y el último de los despertados —décadas más tarde— fue Paco Amenábar, el cineasta español, que retornó tras nueve años en coma. Reveló en un trabajo audiovisual sus oníricas vivencias en el «plano sutil», como explicó, «en un planeta astral en el que estuve de paso». Sin embargo, por tratarse de un artista y por la naturaleza ficcional del medio que eligió para contar su experiencia, su testimonio no fue tomado en cuenta por la comunidad científica ni el periodismo. El cineasta anuló enseguida su contrato con la corporación alemana y declaró que ya no temía morir, y que encontraba «muy burdo este mundo al que nos aferramos». Al momento de redactar este informe todavía vive, rodeado de naturaleza, en un retiro para ancianos en la campiña de Francia.

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En la primera década, de acuerdo a los anuncios oficiales, resucitaron treinta y seis pacientes. Para sorpresa general la mayoría contrajo en pocos meses las dolencias terminales anteriores, pese a los organismos restablecidos por el tratamiento, y otros murieron tiempo después en violentos episodios. Algunos lograron una sobrevida extensa, de varias décadas, e incluso, el más notable de los casos, el del brasileño Jairo Magallanes, de más de un siglo. Estos aportaron los testimonios más completos acerca de las experiencias tras la muerte.

El resto, que enfermó o acabó de forma violenta, no tuvo recuerdos del período de coma. Pero conforme morían, eran tratados, resucitaban, enfermaban o se accidentaban y repetían el ciclo ―docenas de pacientes hasta cuatro veces en dos o tres décadas―, traían algunas imágenes difusas de estancias en ámbitos luminosos y limpios, de intensos colores, incluso de nacimiento en otras familias y de muerte prematura, y aunque los psicólogos compararon esas percepciones con sueños, muchos empezaron a creer que otra realidad se desplegaba en ese plano, otra vida en la muerte. El centenario Jairo Magallanes dio una invaluable explicación, minutos antes de abandonar su cuerpo por segunda vez, ahora a la manera de los grandes yoguis, tras una ceremonia al norte de Brasil unos años después de la quiebra de la Corporación y la disolución del Programa: «Somos una consciencia encadenada a tres cuerpos coexistentes, y en ellos vivimos miles de vidas. El anhelo del Amado Cósmico, nuestro Padre y Madre, es que nos liberemos y fundamos en Él, dichosos en la omnisciencia. Para esto es preciso trascender los apegos, y ascender los tres tramos que conducen a la liberación: uno, el del mundo físico, éste al que nos aferramos, corrupto y denso y rico en dificultades. Se alcanza dejando el cuerpo, limpios de hambres y deudas terrenas. La muerte, así, no es lo que parece, y es bendita. Se renace, de inmediato o al cabo de un balance, en el siguiente tramo: se escogen otros padres, planeta, ciudad, condiciones, en la dimensión astral, invisible para los presos del cuerpo físico.

«El plano astral es mayor que el denso, de vibraciones superiores, y abunda en belleza, sistemas solares, galaxias y universos. Todo se compone de luz. La percepción es intuitiva. La materia se modela con el pensamiento. Pero también ahí se está preso, con apegos sensitivos. Nuestros muertos renacen en el plano astral, tienen experiencias, y al morir ahí, sus cadenas con este mundo los regresan, y reinician el ciclo de la existencia que conocemos.

«Si, en cambio, alcanzaron la liberación de los deseos y deudas terrenas y astrales, ascienden al último tramo antes del infinito gozo en el Padre: la dimensión causal, compuesta de ideas. En este plano, que admite la creación de universos y el desplazamiento interestelar, el mundo astral aparece agobiante y bruto. La naturaleza de los deseos es perceptiva. La materia está compuesta por pensamientos. Es el restante y sutil cuerpo de la consciencia. Más allá, en la inefable omnisciencia, está Dios, el retorno, la integración, la insondable dicha». Así acabó. Lo ovacionaron, y un instante después —según la descripción de los testigos—, sentado en el pedestal sobre el que había hablado, sonriente, se desinfló, y el cuerpo resultó una montaña de carne sin vida.

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El decurso del Programa tuvo diversos matices a lo largo de los años. La atención internacional fue creciente y aun voraz, pero llegó un tiempo en que el imperio corporativo alcanzó su crecimiento máximo y, como la respiración o las órbitas, debido a una insobornable ley natural, empezó a virar hacia el lado opuesto. El detonante resultó, y de todas las posibilidades ésta era la menos temida, la tendencia colectiva de buena parte de sus clientes a suicidarse tras resucitar en la clínica. Algunos dejaban notas más o menos explicativas, otros parecían demasiado apurados por volver, y equipos de neurólogos, psicólogos, filósofos y psiquiatras conjeturaron que la realidad, si de tal cosa podía hablarse, percibida al otro lado de la muerte, superaba el prodigio de la terrena.

Las inmolaciones aumentaban en todas las naciones, semana tras semana. Incluso, cuando la noticia cundió, ciudadanos incapaces de cubrir el costo de un tratamiento en el instituto se mataban, sólo por curiosidad. El asunto llegó a los gobiernos; y estos, presionados por la opinión pública, decretaron leyes contra las libertades individuales. Las clínicas cerraron a medida que los juristas las cercaban. Y así, al cabo de varias décadas de liderazgo exclusivo y de una expansión inusual en los mercados, los misteriosos accionistas de la Corporación disolvieron la sociedad, vendieron los activos tangibles y desmantelaron, sin conceder una sola de las patentes sino, por el contrario, negándolas, el negocio más revolucionario del campo clínico y científico de los últimos doscientos años.

Al parecer, pasará bastante antes de que las multitudes, y por tanto la industria y los estados, estén dispuestos a experimentar de nuevo en esa área.

 

Maximiliano Castro

Maximiliano Castro nació en la provincia de Córdoba, Argentina, en 1982. Uno de sus cuentos, Manada, fue incluido en la antología La Ciudad Ficcional (2015), editada por Cartografías. Ha escrito la novela experimental «Urdir un Pájaro», la nouvelle «Crepúsculo de Eugenio Blandes» y el poemario «Unas Hojas Sueltas. Esas obras permanecen inéditas. La muerte no es lo que parece pertenece a la colección de cuentos «Solitarios y Manadas» (2017), editada por Borde Perdido.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La fotografía que ilustra el texto es del fotógrafo uruguayo Christian Rodríguez.