El próximo 11 de septiembre se pone a la venta en España publicada por Salto de Página la nueva novela de Aixa de la Cruz. Una novela que se adentra en algunos temas escabrosos de la historia reciente de España y el País Vasco con más valentía que muchas otras novelas que han obtenido mayor éxito comercial en este ejercicio. Aquí compartimos con los lectores de penúltiMa su primer capítulo. Corran a una librería para continuar leyendo.
He contado quinientos. Los hay por toda la orilla, no más grandes que un meñique. Son del color de la arena porque han muerto sobre la arena. Alevines recién desovados. Lubinas, probablemente. Camino descalza y con aprensión, con miedo de rozarlos. Pero no pienso en otra cosa que en su textura de gelatina contra mi piel. Me pregunto si estarán tan fríos como el agua, o más fríos, incluso. Me pregunto si habrán muerto por un vertido tóxico o por capricho de las mareas. No hay pescadores en la orilla, pero eso podría deberse al invierno, que se acerca. En el extremo oeste del litoral la arena es más blanda. Se me hunden los pies hasta el tobillo y resulta difícil avanzar. Me detengo cuando el monte Buciero irrumpe a la izquierda del horizonte. Lo he visto cientos de veces, pero nunca me había acelerado el pulso. O quizás sí. Quizás cuando era muy niña y comenzaba a leer clásicos de aventuras: La isla del tesoro, Grandes esperanzas, El conde de Montecristo. Todos ellos sucedían en aquel peñón boscoso que perfora el mar con agujas de caliza. Del antiguo presidio excavado en la roca se escapaban los criminales más temidos, cruzaban la bahía a nado y alcanzaban la libertad en esta costa. Muertos de hambre y más bestias que hombres, no tendrían reparos en devorar los despojos de una marea muerta como la que me envuelve. Estaban hechos de otra pasta, llevaban un parche en el ojo, su patria era su libertad. Del penal moderno nadie escapa. He leído que El Dueso tiene el índice de fugas más bajo de España. Si giro noventa grados la cabeza me encontraré con él, veré la misma playa y el mismo estuario que los reclusos. Respiro una, dos, tres veces y hago el gesto.
Ya está.
Ya estamos, frente a frente.
Y ahora necesito un descanso. Extiendo mi abrigo sobre la arena, como si fuera una toalla, y me acomodo encima. Todo cuanto me rodea está quieto. Los peces muertos, ni un solo barco en la entrada de mar que separa Laredo y Santoña. Las aguas lucen tan mansas que desconfío. El cielo es de un gris uniforme; no se mueve una nube. Ha pasado media hora desde la última vez que me crucé con alguien. Y sin embargo, cada detalle gira, o brilla, o es intenso de tal manera que transmite la velocidad secreta de sus partículas. No esperaba sentirme así, porque esto no es miedo, ni angustia, sino euforia. Estoy borracha de aire y quiero gritar aquí estoy, aquí estoy, va en serio. Llevaba meses planeando los detalles, pero aún no me lo había creído. Me ocurre bastante, tal vez por falta de imaginación: no soy consciente del muro hacia el que corro hasta que choco contra él.
Ignoro si he venido a este lugar para estrellarme, pero la espera, al menos, ha terminado.
Es la primera vez que visito la urbanización en temporada baja. Como el descampado de una feria cuando se va la feria, como las zonas de bares a plena luz del día, su aspecto es postapocalíptico. En verano, la decadencia de estos bloques construidos durante el boom inmobiliario de los años sesenta queda mitigada por el trasiego de coches de lujo, partidas de tenis y niños rubios que corretean por los jardines. Pero sin gente y sin luz, sólo quedan las ruinas, las teselas verdes de la fachada que se desprenden con los golpes de viento. Su ruido al impactar contra el suelo es el único que se sobrepone al de las olas. Se escuchan muy fuerte porque entre la fachada principal y la playa apenas hay cuarenta metros de paseo marítimo. Habré dicho miles de veces y sin verdadero conocimiento de causa que no hay nada más relajante que el sonido del mar, pero éste es mucho peor que el tráfico de cualquier núcleo urbano. La contaminación acústica a la que estoy acostumbrada tiene la riqueza de una gran sinfonía, voces en contrapunto, cambios de ritmo.
Qué extraño es extrañar la bocina de un coche.
Mañana bajaré al pueblo y compraré tapones para los oídos. De momento, deambulo por la casa como un animal que marca un territorio recién conquistado. No la recordaba tan grande, pero lo es, inmensa, para familias numerosas de las que sólo eran posibles durante el franquismo. El salón la divide en dos espacios. En el ala oeste, la cocina y los tres dormitorios con literas comunican con una terraza estrecha que da a los jardines comunitarios. Aquí dormían mi madre y sus hermanas, y la chacha, que era «la chica» y tenía baño propio, con bidé y ducha, pero sin pila. Aquí también dormía yo cuando era pequeña, pero esta vez me instalaré en la habitación de los padres, en el ala contraria. Tiene cama de matrimonio y acceso a una terraza más grande, con vistas al mar. Comienzo a colgar mi ropa en los armarios y hago espacio en los cajones vaciándolos de objetos que parecen inventarios de mi infancia. Muchos son basura: rastrillos y cubos de playa, pelotas de tenis que han perdido el fuelle. Los escondo en el trastero sin ningún miramiento, pero con otros me demoro, dejo que a ore la nostalgia y descubro que estar sola tiene algo muy bueno y es que la vergüenza se esfuma. Me acerco al oído una caracola gigante que recogí en la orilla hace más de veinte años y escucho la voz de mi madre, que suena muy bien cuando es dulce, diciendo fíjate, es el sonido del mar, que se ha quedado grabado. No me importa que esta imagen sea cursi, ni que se me escapen las lágrimas, porque puedo, porque nadie mira.
Es una sensación extraña. Yo siempre he vivido con más gente. Hasta los dieciocho, en casa de mis padres. Luego, en la universidad, pasé de la residencia a un piso compartido con tres chicas de hispánicas a las que conocí en una asignatura optativa sobre La Regenta. Las habitaciones eran diminutas, así que nuestra vida transcurría en el salón. Recuerdo pies y manos por doquier, marañas de cables que parecían serpentarios, el tecleo de varios ordenadores al tiempo y, por supuesto, las bromas privadas: el chico de Nuria rebuzna cuando se corre, Ana saca brillo a los muebles con vaselina, Esther se levanta sonámbula a comer jamón. Eché en falta aquella intimidad sin intimidad, aquel espíritu de comuna, cuando me mudé con Carlos. Pero a Carlos no le he echado en falta nunca. Ni siquiera un poco.
Un sonido nuevo, distinto al del mar, distinto al de la carraca del frigorí co averiado y distinto al del viento, me sobresalta mientras termino de deshacer la maleta. Son las poleas del ascensor, que baja de mi descansillo al portal y que en el portal recoge a alguien que lo obliga a desandar sus pasos. Me tenso como si se avecinara un peligro, y el sonido del timbre, aunque previsible porque soy la única inquilina del bloque, me dispara las pulsaciones. Camino hacia la puerta con sigilo y guiño un ojo antes de acercarme a la mirilla. Un hombre de pelo cano y buzo de trabajo aguarda con expresión simplona. Debe de ser el conserje, el chico para todo de la urbanización. Había olvidado que existe como existen las canchas de tenis, las limpiadoras con co a y otros emblemas de clase caducos que sobreviven en primera línea de playa. Me inquieta haber pensado que estaba sola cuando no era el caso. Pero una vez aquí, en el umbral, descalza, más que inquietud siento pereza, pereza de utilizar el «usted», hilvanar frases solemnes y transmitir una amabilidad distante, de reunión de negocios. En ausencia de mi madre, me veo obligada a ser ella.
Buenas tardes, señorita Icaza.
Mi apellido es Rodríguez, como mi padre, pero sería inútil corregirle. Las llaves de esta casa me hacen o bien una Icaza o bien una intrusa. Siempre me ha resultado incomprensible que se pueda sentir orgullo por un apellido, pero está claro que el tono zalamero del conserje se inscribe en un código crepuscular que tampoco entiendo. Buenas tardes, mucho gusto. Mientras me detalla sus labores —vendrá a diario a recoger mi basura y a comprobar que estoy bien, podará los rosales y cortará el césped, me entregará la correspondencia— intento imaginar cómo transcurre su jornada durante el invierno. Es probable que nunca le haya tocado lidiar con un inquilino de larga duración en estas fechas y me pregunto si agradecerá la compañía o si habré estropeado sus rutinas, el vermut del aperitivo, la siesta en la caseta de herramientas. Es tartamudo y tiene tics. No sé si debería arme de este hombre. Y no, no hace falta que entre en casa a revisar la instalación eléctrica.
Espero que lo haya encontrado todo a su gusto, la chica de la limpieza estuvo aquí hace dos días. Si quiero que siga viniendo de manera regular, él puede gestionarlo. También puede traerme bombillas, en caso de que se fundan, e incluso víveres (ésta es la palabra que usa). Deduzco que estará acostumbrado a las propinas generosas de los propietarios que no cayeron en desgracia, que no imagina que me dobla el sueldo y que el coche que conduce es mucho mejor que el de mis padres. Sobresale de su riñonera el llavero de un Mercedes, como por descuido, pero dudo que lo sea. Cada vez me siento más incómoda. Ahora se interesa por el motivo de mi estancia y menciono mi tesis doctoral. Esto le impresiona un poco; sin duda mejora la imagen que se habrá formado de mí al ver el Twingo verde que he aparcado en la entrada. Lo veo ladeando la cabeza al pasar junto al garaje, pensando: estos jóvenes. Como si tener un coche barato equivaliera a vestir bombachos en lugar de traje y chaqueta. Una opción contestataria. Qué cosa más bonita esa que estudia. Mi mujer y yo somos muy aficionados al teatro, pero no vamos a menudo porque ya sabe, hay que desplazarse hasta Santander. Es obvio que tiene ganas de charla y no sé cómo ponerle n. Me siento torpe, incapaz de mantener al servicio en su sitio.
No, esto no ha tenido gracia.
Me crujo los nudillos, miro el reloj y las baldosas hasta que, providencial, suena el teléfono. Discúlpeme… (No recuerdo su nombre). Tengo que atender esta llamada. Al cabo de unos instantes, el conserje ha desaparecido con mi bolsa de basura a cuestas y mi madre me grita al oído: Agustín, se llama Agustín. Pórtate bien con él, que no tienes a nadie más.
Putos libros. Hice el traslado de Barcelona a Bilbao, de vuelta a casa de mis padres, gritando eso: putos libros. Cinco años de vida que se resumieron en cincuenta kilos de papel dentro de cajas de supermercado, Leche Pascual, Huevos xl. Aristas que se me clavaban en el pecho y en las caderas, no había forma indolora de cargarlas. ¿Y para qué los quería? No eran libros valiosos; ediciones de bolsillo, casi todos, y yo jamás releo. Pero supongo que los necesitaba como constatación de que aquella época había concluido. Los necesitaba en mi cuarto de niña-adolescente junto a las colecciones del Barco de Vapor y los manuales de la universidad. En esta ocasión, apenas traigo una docena, pero han bastado para que el trolley se atascara en cada bache y desnivel desde la estación de autobuses hasta casa. Los voy apilando, uno por uno, en las baldas del dormitorio y uno por uno leo sus títulos y me atraganto. Posmodernismo y teatro en Latinoamérica, De la fenomenología a la semiótica performativa, El nuevo teatro en Buenos Aires… Teatro, teatro y más teatro. Pocas disciplinas artísticas me interesan menos. Está muerto, y por algo será. De todas formas, cuando descubrí que Mikel Areilza, el escritor vasco sobre el que escribo mi tesis, había tonteado con el género, no me alarmé. Cualquier estudiante de literatura cuenta con las herramientas necesarias para diseccionar una obra dramática. Texto, después de todo. Terreno conocido. Claro que me faltaban datos, desconocía lo más importante: que la obra no llegó a escribirse, jamás tuvo una forma estable, sujeta al papel. Aquello en lo que anduvo Areilza poco antes de suicidarse no fue una labor de dramaturgia, sino algo intermedio entre la actuación y el testimonio. Algún experimento incomprensible que intentaré comprender con la ayuda de estos apasionantes volúmenes que ya me acechan desde los anaqueles.
Me siento en la cama y admiro, con cierto orgullo, la forma que ha adquirido mi pequeña biblioteca, el mosaico que dibujan los sucesivos lomos, la cordillera de alturas. Y tengo la ocurrencia de que los libros no existen para ser leídos, existen para reposar de esta forma y confines colonizadores, para que nos adueñemos del espacio y este dormitorio que hace unos instantes no era el mío, ahora, en cambio, sí lo sea. Es innegable que hay obras que sólo se conciben para el bulto. Al principio fantaseaba con el aspecto que tendría mi tesis una vez impresa, con sus tapas señoriales de cuero, con el cuerpo de letra, con su tipografía… Pero he comprendido que su destino de libro es síntoma de irrelevancia. Porque las tesis doctorales son como esos volúmenes falsos que adornan las estanterías de Ikea. Papel muerto. Bosques talados en vano. Cuando nalice mi beca, y con ella mi autopsia sobre la figura de Areilza, sólo me quedará el consuelo de saber que fue mi excusa para instalarme aquí este invierno. Para volver a ver a Jokin.
Termino de ordenar los armarios y ya ha anochecido. Es demasiado pronto para la cena, demasiado tarde para todo lo demás. Descorcho el champán que le robé a mi padre y me siento a degustarlo en la terraza, en la que comunica con mi dormitorio. Tiene la extensión de un loft que no podría permitirme en Barcelona, y no hace frío porque está cubierta. Mi abuela mandó sellarla con cristales corredizos que se ajustan entre el barandal y el techo. Era la única forma de protegerse de un viento que destroza sombrillas en agosto. Así que más que una terraza parece un invernadero, o un terrario. A poco que pegue el sol, hierve como una sauna y pronto estaré en manga corta, compadeciendo a los transeúntes que tiritan por las calles.
O regodeándome. Los cántabros siempre nos han odiado. Yo estoy arriba y ellos abajo.
Comienzo a nombrar el espacio.
Esta mesa será mi mesa de estudio. Estas vistas, tan similares a las de Jokin, serán mis vistas.
Para los arquitectos que diseñaron la urbanización y le pusieron el nombre de «Los Apolo» debo de ser una astronauta encerrada en su cápsula espacial. Pienso en esa escena de Alien en la que la teniente Ripley se desnuda despreocupada, creyendo que está sola en el espacio cuando en realidad la observa alien y la observamos nosotros. Me pregunto si habrá alguien que me observe a mí, pero es improbable: la urbanización está desierta. El turno de Agustín naliza a las ocho, no hay ningún coche aparcado junto al mío y los bloques de apartamentos presentan un dibujo triste de persianas bajadas.
Es un capricho absurdo, pero quiero hacerlo.
Siempre he sido una persona pudorosa, alguien que al salir de la ducha corre las cortinas aunque su ventana dé a un patio privado. Ahora, en cambio, me pongo en pie, de cara al mar, y comienzo a desabrochar mi camisa. Lo hago lentamente, botón a botón, como no hago nunca. Como imagino que hará Jokin cuando podamos tocarnos. Si mi urbanización se moviera doscientos metros hacia el este, me encontraría ante el penal de El Dueso en este instante. No sé si él puede ver el mar desde su celda. La verdad es que apenas sé nada sobre su vida ahí dentro.
Dejo caer la blusa y mientras dudo sobre si quitarme o no el sujetador, me viene a la cabeza un recuerdo que he reelaborado hasta el empacho durante los últimos seis meses. Estoy en el instituto y alguien ha traído un maniquí. Lo ha encontrado en la basura, frente a una tienda de Zara, y qué gran hallazgo, las posibilidades son infinitas. Lo sentamos a la mesa, le damos de fumar, dibujamos sus genitales y lo balanceamos sobre el abismo, fingiendo que lo vamos a arrojar contra los coches que circulan por la carretera. Luego tenemos clase de gimnasia, y al salir del vestuario, me encuentro con que los chicos del curso han saqueado mi mochila para vestir a nuestra nueva mascota. Compiten por ver quién es más rápido desabrochando sujetadores. Es decir, desabrochando mi sujetador. Me indigno tanto que pierdo el habla y para expresar mi enfado, arrojo objetos: borradores, tizas, diccionarios y, al final, una silla. Impacta contra una frente que requerirá tres puntos de sutura. La frente es la frente de Jokin, que está cubierto de sangre, y me grita, y yo grito, y el escándalo alerta al jefe de estudios, que sin previa visita a urgencias nos envía al despacho del director, que no está, que tardará un minuto, que al final será una hora, y durante esa hora, mientras alterno insultos y clínex, mientras intento taponar una herida, Jokin y yo nos enamoramos.
Ésta es, al menos, la versión consensuada. Quién sabe cuándo empiezan las historias. Depende de quién hable, de quién seleccione, y de lo mucho que se quiera remontar a los orígenes. Soy consciente de que fue una mano de cartas rarísima la que hizo posible que el hijo de un electricista y yo estudiáramos juntos. Hoy sería impensable, porque las élites no quieren que sus hijos se mezclen con la escoria, con inmigrantes sudamericanos y marroquís en grupos de cuarenta y cinco alumnos por aula, con las cámaras de televisión que reportan el último suicidio por acoso. Pero a finales de los ochenta, cuando se implantó el modelo de inmersión lingüística en vasco, los colegios públicos se llenaron de clase media-alta, de la prole de abogados y políticos nacionalistas que querían predicar con el ejemplo. Mis padres, a quienes era indiferente aquella lengua que jamás aprendieron, se dejaron llevar por la moda, aunque insisten en que la clave fue la religión: no querían salesianos ni carmelitas, no querían misa semanal. Querían que me codeara en clave laica con las sobrinas del Lehendakari. Tal vez ése fue el instante en el que se decidió todo, una matrícula de inscripción escolar, un vórtice abierto en el sistema de clases, una decisión política. Quién sabe. No tomé conciencia del país en el que vivía hasta que detuvieron a Jokin, y apenas han pasado dos años. Aún me cuesta encajar mi relato en su contexto.
No me atrevo con el sostén, pero me deshago sin remilgos de la falda y de las medias y quedo en ropa interior frente a los jardines, frente al paseo marítimo y frente al reflejo de mi cuerpo en los cristales. Lo estudio con cuidado. Estudio mi cuerpo como si no me perteneciera, desde la distancia, para así juzgarme con imparcialidad, o con los ojos de otro. Pero la cuestión pronto deja de ser «qué veo» y se convierte en «qué ha cambiado». Cuántas de las células que me componen estaban aquí hace una década, la última vez que nos vimos. Intento recordar cómo era yo entonces y veo más hueso que carne y me veo picuda, pálida, alguien que a contraluz, sin la ayuda de rayos x, no se hace fotos, sino radiografías. Creo que he mejorado, que ahora soy más guapa, pero quién sabe. Quién sabe si no habrá cambiado mi olor, o mis gestos, o cualquier detalle nimio pero determinante, clave para que Jokin me reconozca. Porque no quiero una primera cita, no quiero ser una extraña, con tantos o tan pocos privilegios como alguien a quien contactas por internet y al principio no es sino un per l con nombre y foto, y unos intercambios tímidos, tentativos, y luego meses de correspondencia, cada mail más largo, más íntimo, hasta que al n, lugar y fecha, llevaré una or en el ojal, para que sepas quién soy.
Nosotros ya sabemos quiénes somos.
Nosotros no nos conocimos hace seis meses; nos reconocimos. Como Orestes y Electra ante la tumba del padre, como dos gemelos separados al nacer que se reencuentran, ya adultos, en la cola del supermercado.
Relleno la tercera copa de champán y me desabrocho el sujetador. Lo arrojo con orgullo sobre la pila de ropa que se acumula a mis pies. Ya sólo faltan las bragas. Tanteo la goma y miro más allá de mi reflejo, hacia el paseo marítimo, cuyas farolas alumbran la urbanización y los primeros arenales. Tras ellos, apenas se intuye el mar. La noche es tan oscura que no es posible distinguir el horizonte, dónde acaba el cielo y comienza la superficie que lo refleja. Nunca me he bañado de noche. Me pregunto si se apreciarán distintos matices de negro o si será como cerrar los ojos sin entornar los párpados, como volver a sumergirse en el líquido amniótico. Menuda ocurrencia. Esto es lo que pasa por beber antes de las comidas. Siento las extremidades libres, un poco anestesiadas, y mucho calor, a pesar de que estoy desnuda. Bueno, semidesnuda, que es lo máximo a lo que aspiro. Acabo de descubrir que no me bajo las bragas porque no puedo, porque es un gesto que sólo sé hacer cuando forma parte de una secuencia de varios gestos, cuando es el paso intermedio entre levantar la taza del váter y orinar, el trámite necesario para que alguien te folle. Ni siquiera para masturbarme me las quito, porque la masturbación no es coreográfica. Me acaricio así, con la tela de por medio, los dedos índice y corazón dibujando círculos sobre el encaje…
Se enciende una luz a mi derecha. No pierdo el tiempo en localizar su origen. Sé que las luces no se encienden solas y eso es lo único que importa. Ahí fuera hay alguien. Puede que acabe de llegar o que llevara un buen rato mirando, que al ver que el espectáculo se calentaba no se haya conformado con las sombras, con la imaginación, porque no es un niño de los noventa que ve pornografía codificada del Canal Plus; estamos en el 2016, la imagen lo es todo y él seguro no es un niño. Es alguien que observa. Se me cae la copa al suelo y se hace añicos. El ruido desata la huida. Piso cristales rotos, pero sólo sentiré el dolor cuando esté a salvo, en mi dormitorio, con las persianas bajadas y con ropa. Entonces recobraré el aliento, despacio, inhalando, cuenta hasta cinco, y exhala, así, muy bien, como te enseñaron en pilates, donde no duraste mucho, porque parecían clases de preparación al parto y porque tú eres más de maratones, de correr por correr, como ahora, que corres por deporte, por puro vicio, has dado una vuelta absurda en lugar de tomar el camino más corto, en lugar de abrir la puerta de la terraza que comunica con tu habitación. Pero ya estás, ya estoy, con el pijama puesto, tratando de recordar dónde guardé las pinzas. Las voy a necesitar para sacarme los pedazos de vidrio que se han incrustado en mis pies.
No estoy completamente sola. Hay vida en la urbanización de al lado, en la residencia Carlos v, copia exacta de Los Apolo, pero con teselas azules en lugar de verdes. Nos separa un seto. Cuarto piso, mano izquierda. Un hombre fuma asomado a la terraza y mira cómo barro los restos de la copa que he roto por su culpa. La luz de antes provenía de su piso. Al igual que yo, es el único inquilino de su bloque y en contraste con la oscuridad de la fachada, su parcela deslumbra como si contuviera un incendio. También he visto a un gato que merodea por los jardines, estrecho y escurridizo, poco más que una sombra. Le he chistado y, al oírme, se ha escondido en los bajos de mi coche. Eso es todo. Ya estamos todos. Personajes de una novela de aventuras. En esta orilla, Robinson Crusoe, y en la opuesta, el Castillo de If, la prisión de el conde de Montecristo.

Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es licenciada en Filología Inglesa y doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad del País Vasco. Es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores) y del libro de relatos Modelos animales (Salto de página, 2015). También ha colaborado en diversas antologías de cuento como Última temporada (Lengua de Trapo, 2013), Bajo Treinta (Salto de página, 2013) o la selección en lengua inglesa de narradores europeos Best European Fiction 2015 (Dalkey Archive, 2014).
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