El conjunto de relatos que alberga este libro fue en 2009 finalista del National Book Award, un mérito nada desdeñable habida cuenta lo complicado que es destacar en la pléyade de libros que se editan cada año en Estados Unidos. Acaso se deba a la capacidad de Campbell de retratar no ya el sueño americano o su pesadilla, los dos clichés entre los que se mueve casi toda la narrativa que allí se escribe, sino a los que han perdido ya el sueño. Insomnes, sonámbulos y zombis que pueblan los escenarios del Michigan rural donde ella misma vive y conoce de primera mano.

 

La madre gira la llave en la vieja cerradura, empuja con el hombro la pesada puerta de roble y se queda paralizada en el umbral. El padre la rodea, entra en la cocina de la casa de campo familiar –cuyas paredes pintó de amarillo canario el verano pasado con su hija– y deja caer una de las dos bolsas de comida en el suelo de linóleo. En la boca de la hija de trece años reluce un aparato dental.

–Hostia –dice la niña, apretando la bolsa de gimnasia contra el pecho.

Los fuegos de la cocina están negros, requemados, los azulejos de encima están chamuscados y el lateral adyacente del frigorífico está tiznado. Hay sábanas colgadas en las ventanas, una de las cuales está rota y le han arrancado los cristales. En el ambiente perdura un olor a amoniaco y el cubo de basura está repleto de paquetes vacíos de pseudoefedrina, filtros de café y papel de aluminio engurruñado.

Una rubia de pelo rizado se marcha, desapercibida, por la puerta trasera, desciende las escaleras y se dirige al río. Hace unos días fue uno de los cuatro intrusos que estuvieron cocinando metanfetamina en la casa, pero cuando el domingo pasado se largaron los tres hombres, con la idea de descansar en sus casas antes de volver al trabajo el lunes, la chica se quedó escondida en un armario empotrado de la habitación de la hija. Los tres hombres no se habían dado cuenta de que esa chica flaca de cara destrozada solo tenía dieciséis años, ni de que se había guardado suficiente meta durante la preparación para seguir metiéndose durante más de una semana.

La familia descubre que por toda la casa hay objetos que han cambiado de sitio. En la encimera de la cocina hay una instalación con frascos de condimentos –salsa de rábano picante en equilibrio sobre la mostaza, que se alza sobre la mahonesa, flanqueada a su vez por dos botes de kétchup– en el centro de un círculo de velitas de cumpleaños dispuestas en fila india. Los cajones están vacíos y su contenido desplegado en altares sobre mesas, cómodas y rincones. En el lavabo del baño hay medicamentos, cremas y botes de pastillas alineados simétricamente. Sobre una toalla de invitados verdiblanca que recubre la cisterna, hay tubitos de protector labial arremolinados en torno a un frasco viejo de Pepto-Bismol. En el centro de la cama de matrimonio hay un belén consistente en una pareja de figuritas de madera y un nido de ramitas que contiene unos huevos azul pálido de zorzal robín (recogidos y vaciados por una bisabuela). Hay doce pinzas de la ropa dispuestas en paralelo a los pies de la cama, como niños que se posicionan para una foto de grupo durante una fiesta.

Figurillas y retratos que hacía tiempo se habían vuelto invisibles para la familia –en sus viejas yuxtaposiciones de la estantería del pasillo– han reaparecido de golpe: las rocas pintadas con rasgos de trol se mezclan con miniaturas de cerdos, cabras y dinosaurios de bronce. Ahora estas criaturas contemplan una foto enmarcada de la hija con su trofeo de gimnasia. (La hija se cambió de gimnasia a natación hace un año, cuando pegó un estirón de diez centímetros, justo después de que le sacaran esta foto.)

La intrusa sacó brillo a todos los objetos y las fotos enmarcadas con unos paños que depositó después en el cesto para la ropa sucia del pasillo. Encima del cesto hay una docena de preciosas cajitas de pañuelos grises, azules y amarillos, todas abiertas y con varios pañuelos extraídos.

La intrusa simuló que estaba de visita en la casa de campo de su propia familia, que los pómulos de las fotografías eran los pómulos que ella había heredado y que pertenecía a este lugar de manera tan natural como sus muebles y sus adornos. Aunque ha pasado la semana sola, la intrusa ha reconfigurado el salón, de manera que los sillones de cuero viejo y las butacas de mimbre están ahora enfrentadas, en una conversación circular, en lugar de mirar a la televisión. La intrusa pasó la aspiradora por el salón y después cambió la bolsa y la volvió a pasar, aspirando todas las telarañas e incluso la ceniza de la chimenea.

En un principio parece que faltan unos cuantos objetos de la habitación de la hija, pero al cabo de un rato la hija los encuentra, están en su armario empotrado, donde la intrusa durmió cinco noches en un nido acondicionado con todas las almohadas de la casa. Se acurrucó allí con dos ponis y un unicornio de peluche, un pijama rosa de franela con la inscripción «La Princesa de Papá» y el cuaderno secreto de color morado con espiral, idéntico al que la hija tiene en la ciudad. La intrusa leyó y releyó el cuaderno, en el que la hija ha descrito en detalle sus frustraciones, ya sea por una carrera de natación que le salió mal o por chicos; ha escrito también que se siente inmersa en un dolor que la abruma, un dolor que la conecta con chicas con las que nunca cruza una palabra, a las que solo conoce de vista, chicas duras de las que tiene miedo, con los ojos maquillados y esa forma de taladrarla con la mirada si las observa demasiado.

La hija ha vivido más de trece años sin tener que pasar ni una noche con la cómoda colocada contra la puerta de la habitación para impedir que entren los novios de su madre. Nunca nadie le ha quemado la cara con un cigarrillo y ella nunca se ha quemado los brazos con cigarrillos para recordarse lo mucho que duele. La hija nadadora nunca ha intentado inyectarse con una aguja rota, nunca ha estado recluida en un reformatorio ni en el baño mugriento de un apartamento abandonado en un sótano, nunca ha pasado una noche entera temblando de manera incontrolable en el asiento trasero de un coche. La hija nunca ha roto una ventana para colarse en la casa de otra gente, nunca ha deseado algo hasta el punto de hacer cualquier cosa con tres hombres, desconocidos, para conseguirlo.

La intrusa ha recorrido la orilla a gachas y ahora llega a una barca que pertenece a un vecino. Desata la cuerda, se sube y aleja la barca de la orilla de un empujón antes de reparar en que no tiene remos. La corriente atrapa la barca y durante las próximas horas va flotando río abajo. A veces, el viento se apodera de la barca y la hace girar.

Es la hija adolescente, la nadadora, la estudiante de matrícula, quien descubre que su colchón desaparecido está en el porche que da al río y grita «¡Mami!», un término que no utiliza desde hace años. La intrusa había sacado el colchón al porche en cuanto se fueron los hombres. La hija observa la sábana, desgarrada, revuelta por un lado, la funda del colchón manchada de semen reseco, más semen del que su madre haya visto nunca. La madre agarra a la hija de la mano, intenta apartarla, pero la hija ve que la tela también está embadurnada de sangre seca y oscura.

–No mires –dice la madre, pero la hija sigue mirando.

La hija inhala ese olor a crimen, sabe que ya ha experimentado esa presencia espectral y ha sentido su escalofrío: en los pasillos de su colegio, en el supermercado, en las miradas de los hombres y las mujeres en la playa del lago Michigan, donde va a nadar con sus amigos.

Esa noche, después de que la barca de la intrusa encalle cerca de una tienda de vinos y licores en una ciudad desconocida, la hija se acuesta en la habitación pequeña que hay junto a la cocina, que el padre llama en broma «la habitación de la chacha». En la pesadilla que no cesa de despertarla, la chica entra en la habitación de una desconocida –su propia habitación, en realidad– y encuentra allí su propio cuerpo, expectante.

 

Enlace para la precompra del libro en la web de la editorial Dirty Works con un par de extras para los más tempraneros: http://www.dirtyworkseditorial.com/tienda/libro-desguace-americano 

 

Bonnie Jo Campbell (1962) creció en una pequeña granja de Michigan con su madre y sus cuatro hermanos y puede que sea una de las únicas beneficiarias de una beca Guggenheim que sabe cómo se castra un cerdo. Cuando se marchó a Chicago a estudiar filosofía, su madre alquiló su habitación. Después se recorrió EE.UU. y Canadá haciendo autoestop. Un día vio en una farola de Phoenix un cartel del célebre circo Ringling Bros. and Barnum & Bailey y se unió a la caravana vendiendo granizados. Los demás vendedores eran tipos rudos, desdentados, tatuados y llenos de cicatrices. La gente prefería el puesto de Bonnie Jo porque parecía la vecina inocente de la puerta de al lado. Se sacó mucha pasta. Más tarde ascendió los Alpes en bicicleta y organizó viajes de aventura por Rusia, los países bálticos y Europa del Este. En 1992, tras obtener un máster en matemáticas, comenzó a escribir sobre la vida en las pequeñas localidades rurales de Michigan. Es autora de dos novelas y tres colecciones de relatos y ha sido nominada al National Book Award en dos ocasiones. Actualmente reside con su marido y otros animales en las afueras de Kalamazoo. Estudia Kobudō (古武道), «el camino antiguo del guerrero», el arte marcial ancestral de Okinawa, y le gusta pasar el rato con sus dos burros: Jack y Don Quijote. En su refugio subterráneo ideal para el fin del mundo habrá arroz, frijoles, frutos secos, hortalizas deshidratadas, agua, una buena reserva de guantes y calcetines (porque es de pies fríos), material para escribir y todo Dickens. Su bar favorito es el Tap Room, donde suele haber peleas. Le gusta estar donde está la vida. La gente de ese bar son los personajes que pueblan sus relatos, su tribu. Aunque conviene señalar que ya no bebe ni se pelea tanto como antes, porque necesita estar despejada por las mañanas para poder escribir.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.

La ilustración de la cubierta del libro que ilustra la entrada es de Antonio Jesús Moreno, «El Ciento», la traducción del cuento de Bonnie Jo Campbell (así como del resto de los incluidos en el libro) es de Tomás Gonzalez Cobos.