La semana que viene se falla el premio Man Booker, y este año la al mismo tiempo derrotada y vencedora, aunque sea moral, ha sido Hilary Mantel. Con las dos primeras novelas de la conocida popularmente como «trilogía de Cromwell» ganó el premio. De haberlo ganado este año, cosa que no sucederá ya que no está entre las finalistas, apenas llegó a la selección inicial para el jurado, habría logrado un hito histórico. En todo caso, su editorial en España –que no ha tenido empacho en cambiar los títulos de las novelas a su capricho, ya que salvo Wolf Hall, que tradujeron por En la corte del lobo (más o menos cercano), se han pasado por salva sea la parte la traducción de los títulos (y algún detalle más, pero bueno) en las siguientes: Bring Up the Bodies se convirtió en Una reina en el estrado  (¿?), y The Mirror and the Light en El truendo en el reino (¿?), se conoce que respetar los títulos debe ser un lujo–, se lanzó a reeditar de modo lujoso y llamativo los libros anteriores con la excusa del nuevo. Y les quedó una trilogía muy bonita, la verdad. En fin, el asunto es que sobre este libro, sus semejanzas y diferencias con los anteriores, ha escrito Rebeca García Nieto, y es para nosotros un placer poder acercar a nuestros lectores este texto.

 

Hace poco se ha sabido que Thomas Cromwell le dio gato por liebre a Enrique VIII al entregarle un ejemplar de la Biblia con las ilustraciones manipuladas. No es muy habitual que una figura de su importancia sea descubierta en el momento en que está intentando mover los hilos de la Historia. Eso sí, han tenido que pasar cinco siglos, con los consiguientes avances científicos, para que alguien descubriera su maniobra. A los lectores de Hilary Mantel la noticia no les habrá extrañado lo más mínimo: quienes hemos seguido las andanzas de Cromwell desde la publicación de En la corte del lobo, en 2011, sabemos bien cómo se las gastaba.

Han pasado dos mil y pico páginas desde la escena que abría la trilogía. En ella un chaval yacía medio muerto en el suelo a manos de su padre. Desde entonces hemos visto cómo ese chico se levantaba; cómo, a medida que se iba deshaciendo de todo aquel que se interponía en su camino, incluyendo a Thomas Moro, iba acumulando títulos hasta convertirse en una de las personas más poderosas de Inglaterra. Pero, pese a su meteórico ascenso, Cromwell nunca dejó de ver el mundo a ras de suelo. De hecho, al escribir la escena, Mantel supo que esa –la de Él, Cromwell– iba a ser la perspectiva desde la que contaría la historia. De aquel fardo de carne tendido en el suelo se decía que un solo golpe, en el lugar adecuado, podría matarle. Sabíamos, por tanto, desde el principio que, antes o después, el golpe de gracia le alcanzaría, aunque nadie, ni siquiera él, pudiera adivinar por dónde iba a venir. De eso, básicamente, trata El trueno en el reino, última novela de la trilogía.

A diferencia de lo que ocurre en los libros anteriores, lo primero que aparece al abrir la novela, encabezando el reparto de personajes, es la lista de los difuntos recientes. El tándem Cromwell-Enrique VIII ha ido dejando un reguero de cadáveres tras de sí. Precisamente tras la decapitación de Ana Bolena, que ponía fin a Una reina en el estrado (2013), se retoma la historia en El trueno en el reino. No obstante, aunque la trama progresa de forma lineal, Mantel obliga al lector a revisitar escenas de novelas anteriores. Y lo hará principalmente de la mano de Cromwell, que pasará revista a algunos de los episodios más complicados de su vida, despejando así algunas incógnitas que habían quedado sin respuesta: ¿qué fue lo que le hizo huir de su Putney natal?, ¿a qué venía su interés por que el pueblo llano leyera la Biblia?

El Cromwell de El trueno en el reino es ligeramente diferente al que estamos acostumbrados. Por primera vez nos encontramos con un hombre inseguro de sí mismo, más parecido, según dice, a su yo joven (al que él mismo llama “Thomas Cabeza de Mierda”). Acostumbrado como estaba a escribir la vida de los demás, ahora se encuentra con que su propia vida está siendo reescrita por otros. Las palabras que había dicho en un contexto se leen ahora de forma opuesta: la lealtad muta en traición con la facilidad con que se da la vuelta a un guante. En esta partida, uno puede ser rey y al movimiento siguiente ser peón. Hasta la persona más poderosa del mundo puede pasar al otro lado de la historia en menos que canta un gallo. Y lo fascinante es que la persona en cuestión no se da cuenta de la jugada.

Desde que se publicó En la corte del lobo, Mantel ha visto sus novelas convertidas en obras de teatro, en una exitosa serie de la BBC y ha ganado dos Booker. Sabemos ya que no ganará el tercero (habría sido la primera en lograrlo), pero quizá ha conseguido algo todavía más difícil: dar prestigio a un género que estaba en horas bajas. La llamada “novela histórica” nunca ha tenido buena reputación entre los críticos y estos han hecho auténticas filigranas para evitar usar la etiqueta de marras. Como la propia Mantel dice en un artículo que escribió para reivindicar el género, para no “manchar” una obra como Yo, Claudio, los críticos preferían hablar simplemente de “literatura”. Ocurrió lo mismo con Marguerite Yourcenar. El escritor Louis Auchincloss afirmaba que el término “novela histórica” no se ajustaba a su obra porque su célebre Adriano resultaba tan familiar a los lectores como los veteranos de Vietnam.

No obstante, no todos los críticos entienden esta familiaridad como algo positivo. El inglés que hablan los personajes de Mantel no es exactamente el del siglo XVI. Aunque no abusa del recurso, la escritora deja caer de vez en cuando alguna que otra expresión más propia de nuestra época. Así, de Anna de Cleves, antes de convertirse en la cuarta esposa de Enrique VIII, nos dice que nunca ha estado casada y sus consejeros la mantienen “fuera del mercado”. El gran Christopher Hitchens comparaba el uso de este tipo de expresiones anacrónicas en las novelas de Mantel con la salpicadura del agua bendita: “Puede que no hagan ningún daño, pero tampoco aportan nada bueno”. A mí, en cambio, me parece que aportan cercanía y dotan a las novelas de una peculiar actualidad.

A James Wood le resultaba también sospechosa la psicología de los personajes. El crítico bromeó diciendo que Mantel había escrito una muy buena novela moderna y luego había sustituido los nombres de los personajes por los de figuras históricas del siglo XVI. Aunque la reseña de En la corte del lobo era elogiosa, Wood afeó a Mantel que procediera “como si los últimos quinientos años fueran un intervalo relativamente trivial en los anales de la motivación humana”. Es cierto que muchas cosas han cambiado en estos cinco siglos, pero no tengo tan claro que el ser humano haya cambiado drásticamente en lo básico. Las ansias de poder de lord y lady Macbeth no parecen haber pasado precisamente de moda. Los ensayos de Montaigne, coetáneo de Cromwell, no han perdido actualidad –incluso hay quien los ha propuesto como libros de autoayuda para sobrellevar los males contemporáneos–. Por otro lado, aunque ya no esté tan vinculada al concepto de pecado y a esa idea de Dios-vigía propia de la Edad Media, seguimos sintiéndonos culpables. El dios al que tenemos que rendir cuentas ha mutado (ahora tiene más que ver con la implacable religión capitalista de la que hablaba Walter Benjamin), pero el malestar que sentimos cuando no estamos a la altura que nos impone, no.

Algunas personas dirán que el Cromwell recreado por Mantel no se ajusta exactamente a la Historia, pero esto tampoco debería preocuparnos. Al fin y al cabo, la historia que aparece en los libros de texto tampoco lo hace. En el proceso de documentación, la escritora se encontró con “datos contradictorios”, “fuentes con frecuencia dudosas, adulteradas y posteriores a los hechos”. Se conservan cartas de su puño y letra, pero eso no significa que nos muestren cómo era el “verdadero” Cromwell. No es casual que en la novela tenga siempre cerca un libro de Petrarca. Como ha contado en alguna ocasión Antonio Orejudo, Petrarca fue construyendo cómo quería pasar a la posteridad a través de sus célebres cartas –sería, por tanto, uno de los primeros autores en practicar la autoficción–. Este elemento ficcional es subrayado por Mantel cuando, en su momento más crítico, Cromwell se sienta a escribir a Enrique VIII: incluso bajo la apariencia de una sinceridad total, “uno no puede evitar mentir”.

Es posible que, como sugiere Mantel, la verdad histórica no se encuentre en ningún documento, sino entre líneas. Como escribió en En la corte del lobo, “el destino de los pueblos se hace de este modo, dos hombres en habitaciones pequeñas. Olvida las coronaciones, los cónclaves de cardenales, la pompa y los desfiles. Así es como cambia el mundo: la carta que se empuja sobre una mesa, un trazo de pluma que altera la fuerza de una frase, el suspiro de una mujer cuando pasa dejando en el aire un rastro de azahar o de agua de rosas; su mano cerrando la cortina del lecho, la discreta visión de piel sobre piel”. Con esa sutileza y elegancia procede Mantel en estas magníficas novelas. Eso explica que una historia que ya ha sido contada con anterioridad, y que es más que probable que hayamos visto por la tele, se lea como algo completamente distinto y, sobre todo, con auténtico placer.

 

Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977). Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada por Eutelequia (2012). Con ella fue finalista del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid y fue seleccionada en el Festival du Premier Roman 2013 (Chambéry, Francia). Su segunda novela, Eric, ha sido publicada en la editorial Zut (2015). Con ella fue finalista del Premio Azorín de Novela 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. En 2016 publica Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría), libro a medio camino entre la colección de relatos y la novela coral.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.