Lenin dijo una vez que la ética era la estética del futuro, en este texto se le da la vuelta a esa idea, como fiel correlato del capitalismo de plataformas financierista y triunfante en el que nos movemos donde la estética es elevada a los altares de la referencia ética, siempre con la tutela de la ausencia de la moral o, mejor dicho, de la laxitud moral que genera un marco donde todo tiene un precio y hay siempre un banco dispuesto a conceder una línea de crédito con la excusa de que los beneficios de privatizan mientras las pérdidas se tornan responsabilidades públicas.

 

Una de las paradojas a las que no se atiende lo suficiente en el terreno de la política es a la importancia de la estética, y, cuando se hace, es de modo equivocado. Por ejemplo, se le da mucha importancia a que el candidato sea guapo o salga favorecido en las fotos, pero eso es algo más o menos secundario, porque todo el mundo pretende siempre dar buena imagen. Otra cosa es qué considere cada uno que es «buena imagen». No, me refiero a las asociaciones estéticas que desarrollamos en nuestro cerebro, muchas veces de modo inconsciente, pero que se producen, como sería el caso de los pijos que vemos en las cafeterías del Barrio de Salamanca. Todos sabemos que si pudieran volverían al franquismo más férreo, de la década del 40, cuando sus abuelos tenían acojonada a media España y se iban quedando con fincas, puestos en las administraciones, cátedras, etc. Hoy les jode tener que mantener todo eso mediante alianzas y apaños, tener que dejarse una pasta en que el niño vaya el colegio del Pilar o a los Maristas, y luego mandarlo un par de años a una universidad gringa. Les gustaría volver a la época en que ellos, como sus abuelos, podrían partir el bacalao sin rendir cuentas a nadie, porque España es su cortijo y los españoles sus siervos. No es algo tan desencaminado. Basta con ver las fotos de los 25 detenidos en Alemania por estar planeando un golpe de estado para ver que son idénticos a los señoritos que toman el café en Claudio Coello o se pasean por Lagasca y Gurtubay.
Algo parecido sucede por el otro lado. Leguina, con su aspecto, que parecía un cruce de las fotos que teníamos de Gramsci y Benjamin, coló durante una época como alguien de izquierdas. Es muy divertido leer acerca de la opinión que tiene la gente de él. Lo tildan de culto y buen escritor. Leguina accedió al mundo editorial por su posición de poder, no por la calidad de sus textos. Lo de culto… Hay un refrán indiscutible: en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Siempre que escucho a alguien decir que una persona es culta sé que la persona que dice eso no lo les. La gente culta sabe, perfectamente, que el otro puede tener una cultura más o menos amplia, pero eso no lo exime de tener una incultura no menos amplia en otro montón de campos. La gente culta nunca dice de otro que es culto, así lo sea, porque sabe que eso de la cultura es una parcela inmensa e inabarcable, y como mucho, si se quiere ser amable, se subraya el conocimiento que alguien tiene de una materia. Lo que sabe este hombre de música eslava de finales del XIX es algo que una persona culta puede decir de otra. Lo otro es impensable. Pues bien, resulta que Leguina, con sus virtudes, con sus carencias, fue presidente de la Comunidad de Madrid en una época en que el PSOE no tenía rival político en España. La UCD se había caído a pedazos y Fraga todavía olía demasiado a pis franquista como para que mucha gente lo considerase un líder democrático. Los que eran auténticos nostálgicos lo consideraban un traidor e idolatraban a Blas Piñar, para los que pertenecían a ese enorme «centro» era alguien que había firmado sentencias de muerte, por activa o por pasiva. Todavía no había comenzado el felipismo el blanqueo de la derecha que lo llevó a perder elecciones. Así que Leguina, que era el candidato para la Comunidad de Madrid del Partido Único, fue el presidente de la Comunidad a la que no le quedó otra cosa que serlo. Habría que hablar largo y tendido del hecho de que Madrid se conformó como Comunidad Autónoma porque nadie la quería. En Castilla La Mancha consideraban, con atinado criterio, que se quedaría con casi toda la inversión de la Comunidad así que, tras años de pertenecer a Castilla La Nueva, Madrid se vio dejada de lado y tuvo que transformar los órganos de la Diputación provincial en una protoadministración que pudiera integrarse en la federación con terminología cambiada que es la España de las Autonomías. Ojo, los hay que defendemos la idea, nos parece lógica y, por coherencia, la defendemos hasta el final. No somos como los veletas de la derecha que les parece bien o mal según venga, mal cuando es Cataluña o Euskadi, bien cuando es Madrid o Castilla León. En fin, que Leguina ejerció de instrumento felipista en la región, le encargó los logos al mismo tipo que recibía los encargos de Ferraz, desarrolló la misma política que la Moncloa y, también, de modo más descarado incluso, eligió como delfín natural al opositor. González al menos se enfrentó en su momento a Aznar. Leguina le puso todo en bandeja a Gallardón. Y, como es de bien nacido ser agradecido, Gallardón, desde el primer momento, le dio a Leguina tratamiento de expresidente. Y así se cargó Leguina todo el futuro del PSOE en Madrid. No es casual que desde la victoria electoral de Gallardón el PP haya gobernado en Madrid, porque una de las cosas que ha sucedido es que nunca ha habido una figura seria capaz de contraponerse dentro del PSOE. Y eso ha sido un mérito evidente de Leguina que, por activa o pasiva, vacío de todo contenido ideológico al socialismo madrileño. Uno ve a los candidatos y son iguales, da lo mismo que sean de Ferraz o Génova mismas camisas con el logo bordado y el cuello desabrochado, mismos blazers, mismos SUV con aire deportivo, adosado o piso de lujo en el centro, mismos vestidos de Adolfo Domínguez o Purificación García. Aguirre mantuvo el tratamiento privilegiado a Leguina y Leguina sostuvo su posición amigable con el PP. Y todos tan amigos. Ahora resulta que incluso va de plató en plató hablando bien de Abascal o de Ayuso, cuestionando a Sánchez de modo abierto, ni siquiera expresa sus reticencias como los barones que siguen jugándose el pan en las elecciones, sino que abiertamente cuestiona. A ese cambio político, cosa curiosa, le ha acompañado otro. En años recientes no parece ya más Gramsci o Benjamin. Está más gordo, el bigote va más pulcramente recortado, ha ido perdiendo pelo. Ha ido por ahí hablando mal de Sánchez, de Zapatero,, diciendo que habla a menudo con el monseñor Tal o el prelado Cual. Sacó a relucir que estudió en Desuto, que lo mejor que hizo el felipismo fue convertir al socialismo en socialdemocracia. Hay entrevistas donde le dice a Sostres, sí, le daba entrevistas a Sostres, que el gran error del comunismo fue decir que la religión es el opio del pueblo. Ratzinger le parecía un fino intelectual al señor Leguina que se fue a París a cumplir el sueño de la Revolución del 68. Ahora, cuando uno ve una fotografía suya se parece más a Miguel Primo de Rivera. Bueno, el dictador estaba en mejor forma física, la verdad. Pero lo importante es que ha ido mutando físicamente como si somatizara su malestar interior. Y en el PSOE han decidido, hartos ya, echarlo. Ya era hora.
En Ferraz, si fueran serios, deberían retirarle el carné a tantos. Pero, claro, el problema del socialismo español es que hace años que dejó de ser socialista, ya González y Guerra lo convirtieron en socialdemócrata, y cuando se vacía ideológicamente un partido político pasa a ser un club donde cada uno tiene sus acciones y hace valer el poder que eso le confiere. Es evidente que González y Guerra tienen muchas más acciones que Leguina, por eso nadie se plantea que puedan echarlos. Y precisamente por eso Leguina puede decir que se plantea tomar medidas judiciales, porque si se tratase de cuestiones ideológicas no tendría sentido decir: me han echado de ahí por no pensar como ellos. El PSOE hace tiempo ya que dejó la ideología en el fondo del armario, y la sacan de ahí en los momentos puntuales en que les hace falta. Nada más. Y nada menos, porque de momento les sirve el truco.
Leguina lleva tiempo sacando la chorra y meando en los parterres del club. Es lógico que el resto de los socios pidan que se le expulse. Lo fascinante del caso, con todo, es que él siga convencido de que uno de los derechos que le asisten es sacar la chorra para orinar donde le parezca más oportuno. En buena medida tiene que ver con que le dijeron que ser del club tenía esas ventajas. Por eso se entiende su cabreo. En realidad no se trata de que ya no se pueda andar haciendo sus cosas por ahí. Mañana González se planta un pino en medio del salón de banquetes y Del Molino hace una columna al respecto como si aquello fuese una instalación digna del MACBA. No, lo que pasa es que finalmente han decidido que Leguina no tiene ya cuartelillo para hacer esas cosas, porque se le ha puesto cara de Miguel Primo de Rivera y ya no engaña a nadie con sus gafas a lo Benjamin y sus libritos a lo Gramsci.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es NOLA (Jekyill & Jill, España y Festina, Ciudad de México, 2021). Además ha publicado la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe, la novela Lima y limón, editada en cuatro países y en digital, y Mezclados y agitados, entre otros.