Es un orgullo para penúltiMa que la editorial Kriller71 haya tenido la cortesía de compartir este adelanto de su nuevo libro dentro de la colección Mula Plateada con nuestros lectores. Se dice que los rodajes de exteriores son duros e impredecibles, una auténtica caja de sorpresas donde lo mejor o lo peor puede acontecer sin atender al guion. Cuando a finales de un mes de febrero el director Oliver Laxe y su equipo se adentran en las montañas del Atlas marroquí para rodar la película Mimosas, dos aventuras comienzan a transcurrir en paralelo: por un lado, aquella singular peripecia con trazas de western y gesta espiritual que se relata en el film; y por otro, la secuencia de adversidades, pequeñas catástrofes y momentos de tensión o camaradería que se suceden detrás de cámara, y que Santiago Fillol, coguionista del film, registra día a día en su diario de rodaje. Entre camiones cargados de material que no logran pasar por los estrechos caminos de montaña, dinero que no llega desde Europa, ríos que aumentan su caudal y conflictos de ego más o menos disimulados, Fillol describe con humor cómo la lógica del imprevisto y del desastre se adueñan del rodaje, a la vez que, en medio de un paisaje hostil y de imponente belleza, descubre que hacer cine exige una buena porción de convicción y fe. Crónica de una filmación y relato de aventuras, La debilidad de creer es, ante todo, el agudo testimonio de una experiencia que trastoca, y que para quien narra constituye un profundo aprendizaje creativo, humano e íntimo del que se regresa cambiado.
Ouarzazate
Veintisiete de febrero
Tercera semana de preproducción: no llega el dinero de Europa, no es nada seguro que los camiones de material puedan pasar por los estrechos caminos de alta montaña, es menos seguro que la española escogida para hacer de esposa del Cheikh llegue a fonar una palabra de árabe. Hay delirios que preferimos no ahondar. Nos vamos repitiendo que sí se podrá, que sí que sí: repitiendo para olvidar, que diría Freud. Como no sé muy bien cómo metabolizar las incertidumbres de todo esto, me he propuesto escribir un diario del rodaje de Mimosas. «Una crónica de indias, que es el género de las catástrofes», me digo sin escucharme del todo.
Desde que llegué, duermo en la casa marroquí de Oliver; su casa de adobe sin baño ni wáter en un barrio pasoliniano. Es un lugar de una energía muy agradable, pero estoy cansado de cagar en cuclillas. Pienso en esas cosas asumiendo a tientas la absoluta colonización de mi propio tiempo. Logro defender, aún, siete horas de sueño. También intento leer, antes de cavar el túnel del sueño, el diario de Herzog en Fitzcarraldo: la comparación mata.
Sus entradas son jornadas de pura épica y exotismo. En las nuestras apenas hemos terminado de escribir el guion real de la película que estamos a punto de rodar (Oliver ha dilatado hasta el último momento la definición, el aterrizaje, de algunas secuencias imposibles), hemos cerrado localizaciones, concretado casting de animales y vehículos. Hasta ahora especulábamos cosas. Dos semanas de té a la menta apretando secuencias en la orilla puntuda del presupuesto y sus días de rodaje (ni uno más, repiten los productores), y comenzamos a temer que la locura soñada se normalice y desustancie. Rodar en lugares imposibles, atravesarlos con muchos extras y animales, que eso se viva de verdad, allí está la película, dice Oli. Por ahora, los productores marroquíes nos miran con ojos de semáforo en amarillo.
Veinticho de febrero
Han llegado todos los protagonistas a Ouarzazate. Campamento base en el hotel pseudo-chic de la ciudad. No ha llegado aún el dinero, pero hay apariencia de película organizada. Oliver tiene alergia al hotel y prefiere que sigamos en su casa de pobre. Uno de los protagonistas, Said, un negro que hace azulejos en Agdez, amigo de Oliver desde hace años, fumador de kif y creyente o creyente fumador de kif, resiste con él en la casa. Yo me iría al hotel, sobre todo para tener más tiempo mío y cagar sentado, pero no quiero ser el primero que se va de la guarida auténtica. Oli repite: «paso del hotel y de todo ese mundillo». Ese gesto esconde un puñal debajo de la chilaba. Oliver desconfía de la logística y los tiempos de un cine demasiado organizado: se resiste a no tener opciones de improvisar, de sacudirse, de dar coletazos irracionales. Tiene razón y tiene miedo: tenemos una caravana de una cincuentena de semovientes que hay que meter en varios planos por día, y va a tener que negociar con sus instintos.
En la casa comemos mijo y apretamos los dientes. «Va a ser duro», el tipo se remueve por dentro. Nunca ha hecho una película tan grande, tiene fobia a tomar tantas previsiones, y tiene un octavo de mirada autodestructiva. En el hotel la gente toma cervezas y se miran entretenidos, poniendo caras a los personajes del guion. «Tú tienes cara de Cheikh, y tú de caravanero, y tú de ladrón, y tú de productor. ¿Y el director cuál es?» Todos preguntan dónde está Oliver, que sigue sin pisar el hotel. Los europeos, sonrisueños y entusiastas, llegan con cándidos ánimos de aventura; los marroquíes miran con la sobria distancia que da el alcohol. Beben más y mejor que los cristianos. Es curiosa la relación de los locales con la bebida. En estos días han comenzado a hacer tests de alcoholemia en Marruecos y los creyentes andan ofendidos. «¿Cómo se atreven a dudar?», parece que bufan, antes de colorear de multa el tubito nefasto. Si nos diese por soplar un tubito que marque o delate la fe del equipo en esta película, a saber qué saldría. La mitad apenas entiende el guion, la otra mitad no lo entiende para nada. Todos sienten que es una película difícil. Los de producción, tirando a imposible. Nosotros protegemos la fe cerrando los ojos muy fuerte, con la negligencia de los niños, de los locos, de los idiotas…
Tanteamos la fe con una escalera de bombero por la que subimos hasta un balcón improbable. La escalera es frágil y se ha caído, y ahora no sabemos muy bien cómo bajar al mundo. Y el rodaje comienza en unos pocos, pocos días.
Uno de marzo
Por la tarde me he escapado de la cueva de Oli y he venido a curiosear el bar del hotel. He visto a los personajes zozobrando en la realidad de sus actores. He visto a Shakib abrazando a todos con una sexualidad inofensiva y amorfa. He visto a Ahmed, el único protagonista que es actor profesional, hablar de las cenizas de la noche pasada: botellas de vino francés y picaresca entredicha. Ahmed es un bereber guapo y canalla, y se sabe mirado por las chicas y las botellas. He visto a Hamid, el viejo iraní que hará de Cheikh, jugando a ser una madame warholiana: toda la energía mundana se concentra alrededor de su mesa, Hamid saluda extendiendo su mano derecha, flácida y con un guante negro sin dedos. Saluda como si fuese la reina Cristina de Suecia y mira esperando escuchar algo divertido o digno de su figura. Debe tener unos setenta años, apenas sobrepasa el metro y medio y no debe pesar más de cuarenta kilos. Debajo de un sombrero de fieltro digno de Ava Gardner bailan sus ojitos bilirrubínicos y sinuosos, y más abajo una barba blanca de profeta, manchada por el moho del tabaco: ese amarillo verdoso que tiñe los techos de los buenos bares. Hamid enciende un cigarrillo tras otro y ríe y tose sin mucha distinción, carraspeando un sonido inaudito: dice que él solo ha venido para fumar un par de botellas y un par (o tres) de decenas de cigarrillos por noche. Espera también alguna buena charla, «aunque no es primordial», repite mientras su tos con espasmos de risa retumba en su torso ínfimo; retumba como si tosiese sin pulmones. Entre las arrugas de sus ojos hay marcas de hondas quemaduras que también se repiten en su mano con guante, y le dan a su tono oliváceo un distinguido misterio: solo podría haberse quemado en una carrera de coches en Mónaco, pienso. He visto a todos por mi cuenta, excepto a Abdelatif, un español-marroquí, carne de coproducción, que ha hecho todo por ser visto. Abdelatif interpretará al jefe de los caravaneros y en cinco minutos de charla ha repetido serialmente que también es guionista y director, «no solo actor, no solo actor, no solo actor», parpadea en su auto neón. Los compañeros marroquíes le preguntan cosas en árabe y él tiene que hacer esfuerzos para entenderlos. Argumenta que no está habituado al dariya, pero Akram, el director de producción local, aclara que le está hablando en un árabe ultra clásico. Genial, pienso: el Cheikh iraní va a repetir fonéticamente sus líneas con tono de aristocrática resaca, Margarita, que no emite ni un solo sonido rugoso y aspirado del árabe, va a interpretar a su mujer, y el tipo que tiene que hacer de jefe de los caravaneros apenas chapucea la lengua. La cosa promete.
Santiago Fillol (Córdoba, Argentina, 1977) es cineasta, guionista y docente. Ha dirigido los largometrajes Ich bin Enric Marco (2009), realizado junto a Lucas Vermal y retomado por Javier Cercas en la novela El impostor, y El matadero (2020); y el mediometraje Dormez-Vous? (2009). Ha colaborado con los directores Nicolas Klotz e Isaki Lacuesta, y ha sido coguionista de Oliver Laxe en los films Mimosas (2016), ganador de la Semaine de la Critique del Festival de Cannes, y Lo que arde (2019), premiado en los Goya, Cannes y el Festival de Mar del Plata, donde obtuvo los premios a Mejor Película y Mejor Guion. Fillol es también autor del ensayo Historias de la desaparición (2016), y desde hace años imparte clases de cine en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
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