Esta segunda novela de Mario Cuenca Sandoval en Seix-Barral, y cuarta en total en su carrera, se centra en la personalidad del compsitor Olivier Messiaen, pero va mucho más allá de ser una mera biografía al uso o una mera hagiografía.
Resulta paradigmático el hecho de que, pese a ser las dos artes durativas por excelencia, ya que son las que tienen vedada una percepción completa de una sola vez (hecho que acaso tenga que ver con su filiación más auditiva que visual por mucho que algunos no quieran escucharlo), las relaciones entre la literatura y la música en España sean tan anecdóticas. Más allá de algún que otro libro firmado por músicos, o de alguna, puntual, intervención de escritores dentro de bandas u otro tipos de ensembles musicales (más habituales y exitosos los primeros que los segundos, aunque sea porque los aficionados a esos músicos no se piensan dos veces comprar un libro de su autoría mientras que los lectores no tienden a comprar entradas para ver a su autor favorito haciendo sus pinitos musicales) las relaciones entre ambos entornos son casuales y casi siempre meramente referenciales cuando no pedantescas. Recuerdo, así a bote pronto las vergonzantes líneas que Pérez-Reverte le dedicaba a Miles Davis en La carta esférica, aunque, bien pensado, es complicado no encontrar vergonzantes las líneas de alguien capaz de titular a una novela Los perros duros no bailan, por ejemplo, o las referencias culturetas en canciones de cantantes como Sabina o Jaime Urrutia, pero nada semejante al constante saqueo que artistas como Morrisey ha realizado de, por ejemplo, Elizabeth Smart, citando en varias canciones líneas de las novelas de la escritora, o novelas como Alta Fidelidad o Telegraph Avenue donde la música no es un aderezo sino el núcleo mismo de los textos.
Sólo por eso resulta interesante un proyecto como El donde la fiebre de Mario Cuenca Sandoval, centrado no sólo en la biografía de Olivier Messiaen, sino en su proceso creativo y sus inquietudes personales. Esto es, si bien se trata de un libro donde se repasa la biografía del compositor, no puede ser de otro modo, está más centrado en lo que las biografías, apegadas a los datos factuales, deben dejar de lado por tratarse de conjeturas: las interioridades del protagonista. Y eso provoca el verdadero movimiento de la novela, que, escrita con un pulso más lírico y evocativo, dependería demasiado de un suspense inexistente en el libro ya que toda biografía termina con una muerte, y cualquier interesado en la vida de Messiaen puede realizar un par de búsquedas en Internet y salir de dudas, el género de la biografía es por eso, a día de hoy, un género enraizado en la especialidad historiográfica o el fanatismo, y en cualquiera de los dos casos la excelencia literaria sale corriendo de ahí amedrentada por otros objetivos e intereses. No, el verdadero movimiento del libro, la transformación que lo vertebra, se produce en la mirada del autor y, por extensión, en la del lector hacia el personaje a medida que transita por el libro. Y eso está fantásticamente logrado por Cuenca Sandoval. El libro va desplazándose, sin en realidad alejarse de la mirada y el sentir del propio Messiaen, que vehicula el libro, partiendo de la imagen más o menos hagiográfica que durante tanto tiempo proyectó de sí mismo –niño que aprendió solfeo de modo casi milagroso, devoto cristiano dedicado a una mística musical y ensalzamiento de la figura divina, célibe esposo que soportó la enfermedad de su primera mujer con estoico rigor y más tarde fiel y respetuosa pareja de su segunda esposa y, sobre todo, sobreviviente de los campos de trabajo nazis durante la Segunda guerra mundial, un detalle de su pasado que Messiaen supuso explotar o destacar de modo interesado durante mucho tiempo para aureolarse con los efluvios de la gran tragedia del siglo pasado– hacia un retrato mucho más iconoclasta y descreído, que arroja otra percepción del músico, mucho menos beatífica y, sobre todo, menos seductora. Podría decirse que el libro es, en sí, la historia de un desamor, el desamor del autor por la figura que ha elegido, porque conocer demasiado de alguien es el camino más rápido hacia el agotamiento del amor, y eso ha sido reflejado de tal modo en el texto que el lector va, también, pasando de la fascinación inicial a un cierto hartazgo por el personaje. Pero, y esto es determinante, no un cansancio hacia la novela o la escritura que construye esas percepciones. Ahí radica, sin duda, una de las grandes virtudes del texto, en no generar la identificación facilona que sencillamente seduce al lector a través de la empatía. No, el lector va poco a poco despegándose de ese personaje obsesivo y cínico que es Messiaen, pero jamás de la escritura de Cuenca Sandoval.
Por otro lado, el segundo de los notables aciertos del libro pasa, como se ha mencionado ya, en su tratamiento de un arte distinto pero cercano. La música de Messiaen no es una referencia o una excusa para la narración, sino que es su modelo y referente, y se va trenzando en torno a ella. El lector va a poder contemplar el modo de trabajo de Messiaen, su particular catalogación de los cantos de los pájaros que supone uno de los grandes legados de él y de su segunda esposa, Yvonne Loriod. Todos hemos contemplado alguna vez un catálogo de aves, suelen ser libros donde hay descripciones y datos ofrecidos mediante el lenguaje y una representación de la especie en imagen. Messiaen catalogó sus sonidos, los traspuso al pentagrama y además los incorporó a sus composiciones, en algún caso para verdadero sufrimiento de sus oyentes (el «Sermón a los pájaros», que cierra el segundo acto de los tres de su ópera San Francisco de Asís se extiende a lo largo de casi una hora). Messiaen extendió el campo de conocimiento al trasladar un fragmento de la naturaleza a un lenguaje generado por el hombre. En buena medida, Cuenca Sandoval intenta tantear la música de Messiaen, escurridiza porque incluso se resistía a los ritmos de la música occidental dejándose llevar por patrones rítmicos menos esquemáticos, a través de una prosa que, como hacía el compositor, va acumulando capas y capas, retornando a algunos temas y desarrollándolos, permitiendo así que la música no sea apenas un referente temático sino estilístico del texto. La prosa de la novela funciona como esas composiciones de Messiaen, que van incorporando elementos para lograr una impresión final.
Por último, y acaso sea un problema para su hipotética traducción a la lengua francesa, el tratamiento de Messiaen como encarnación de la hipocresía de toda la nación francesa en torno al Nazismo hace que la novela sea muy interesante. Messiaen, como Adorno, estructuró su ética y su trascendencia en torno a los hechos sucedidos durante la Segunda guerra mundial, pero con la duda de ser antes o después descubierto. Messiaen no combatió jamás, fue hecho prisionero y no trabajo jamás forzadamente, recibió un trato de favor –como los presos franceses que no eran ni soldados ni judíos–, se plegó a las autoridades de Vichy intentando pasar desapercibido para la Resistencia y tras la guerra prefirió aparentar haberla apoyado y no haber trabajado para el gobierno cómplice, negó la ayuda a los que se la solicitaron por saberlo en la órbita del gobierno del régimen satélite, vivió gracias a un cargo que obtuvo por la depuración antisemita nazi, se desentendió tanto de su primera mujer cuando esta enfermó como de la crianza de su hijo, etc. Pero vivió como héroe de la Guerra y el Cuarteto que compuso en un stalag se leyó como una referencia al apocalipsis bélico y, por mucho que le molestara, jamás rechazó las prebendas que pudiera obtener al respecto. En realidad, el tránsito afectivo que experimenta el lector por Messiaen, producto de la evolución en el enfoque de la voz narrativa, no afecta sólo al personaje, sino a todo un modelo de conducta que fue el galo durante y tras la contienda bélica.
Hay muchos libros, como siempre, encerrados en una aparente, sólo aparente, linealidad del libro, y esa es la principal victoria de Cuenca Sandoval, que ha trazado un texto que funciona como una partitura, mucho más volcado en hacer sentir que en hacer pensar, pero que mueve, también, a la reflexión.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su publicación más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países además de una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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