El poeta y ensayista Jorge Fernández Gonzalo se lanza a la arena de la ficción con un «spin off» de La casa de Asterión de Jorge Luis Borges.
Después del incidente con el minotauro, la gente ya no se acordaba de mí. Recuerdo haberles dicho que fui yo, que yo atravesé las sinuosidades del laberinto, sus galerías retorcidas, sus recovecos más impenetrables, que aparté piedras y arbustos hasta desgastar mi espada contra todas las sombras que me separaban del corazón de dédalo. Ahí, en el centro de todos los caminos, di muerte a la bestia.
Por alguna extraña razón, mi leyenda acabó en el olvido. Como si las hazañas no hubieran salido de esa encrucijada inhóspita, una casa de juegos inconmensurable en donde Asterión jugaba a embestir viajeros descarriados o a despellejarse los nudillos contra las paredes. Recuerdo aún el olor de los cadáveres sacrificados, las manchas mortecinas de sangre que databan la antigüedad de los crímenes a través de sus pavorosas gradaciones de color. A menudo me han preguntado por qué entré en el laberinto para acabar con el monstruo. Yo siempre respondía con las mismas palabras: cuando comencé mis hazañas no existía el laberinto. Todos los caminos marcaban con sangre y vísceras la dirección hacia la bestia: el laberinto sólo apareció cuando quise regresar a casa. Pero son pocos los que me lo preguntan. Cada vez menos.
El hilo de Ariadna se hizo pronto conocido por todas las islas helénicas. Algunos borrachos farfullaban en las tabernas que cualquiera podría haber vencido al monstruo, pero que fue ella quien venció al laberinto. ¿Qué yo la abandoné? ¡Falso! Sus ínfulas de fama pudieron más que ella. Me dijo que yo era un don nadie, y marchó a cantar sus hazañas por su cuenta, y a censurar las mías propias. Yo había liberado al pueblo de Creta de su ominoso sacrificio, y aún antes acabé con Perifetes, el de la gran maza de bronce, y Sinis, que era capaz de doblar los árboles con sus manos desnudas; derroté a bandidos, probé varias veces mi ascendencia divina y amansé al toro de Maratón. Y sin embargo, fue ella la que recibió las miradas de los hombres y las dádivas de los dioses.
Cuando decidí quedarme en la casa de Asterión pensé primero en cerrar todas las puertas, en grabar indicaciones en sus muros y en derrumbar los tabiques. Pronto desistí. No porque la tarea fuera infinita, sino porque el infinito era la tarea de Asterión, y no la mía (o al menos eso pensé en un principio). Asterión desconocía las letras y las encrucijadas del verbo; yo decidí recorrer el laberinto a través de sus imágenes. Para entender mi nueva morada, hice revestir cada rincón con finas láminas de azogue, acabados de plata, bronces y cristales. El laberinto no sería infinito si no estaba lleno de espejos, así que recompuse todas las galerías con esos dobles imperfectos, con fondos de agua infranqueables.
Al principio, podía ver la mayor parte del laberinto desde cualquier punto en el que me encontrase. Una simple vela bastaba para que la luz tocase todas las esquinas, acariciara las superficies, rompiera la oscuridad como una tromba de luz que emergiera desde el vacío. Fue todo un espectáculo poder entender el infinito en un solo golpe de vista. Pero pronto quise más. ¿Cómo pudo aquella pobre bestia contentarse con tan reducido espacio, con esas galerías que, en su repetición, pedían más y más, hacían emerger la provocadora promesa de lo interminable? ¿Cómo no pensar que era posible ver todavía más lejos, ya cuando se había visto todo? ¿Acaso es que Asterión carecía de los deseos de los hombres?
Construí más espejos, y sobre éstos alcé otros, y después muchos otros más, hasta que lo inconmensurable apareció ante mí en un estallido de imágenes. Podía ver mi cuerpo y el laberinto confundidos en la inmensidad de las fragmentaciones. Entonces, coloqué la última lámina de metal bañada en azogue de tal manera que enfocase directamente a mis ojos, hasta impedirme ver todas las demás. Al fondo de ese infinito sin márgenes tan sólo estaba yo, o quizá fuera mi reflejo quien, desde un infinito igualmente enrevesado y frágil, se mofaba al ver mi cuerpo entero, inerme y completo envarado en la ficción de las totalidades. No sé cuanto tiempo quedé ahí, inmóvil, en mitad del laberinto, contemplando cómo mi doble me contemplaba, cómo me construía en sus falsas repeticiones.
Creo que aún no he abandonado el centro del laberinto.

Jorge Fernández Gonzalo (Madrid, 1982) quedó finalista del premio Anagrama de Ensayo en 2011 con su libro Filosofía Zombi, acaso el más renombrado de los quince que lleva publicados y que se extienden por la poesía y el ensayo. Los más recientes son Pixelar a Platón, publicado en 2015 por Micromegas, y la Guía perversa del viajero en el tiempo (Sans Soleil).
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