Algo pasa en Ecuador, dentro y fuera de sus fronteras un país que tradicionalmente no había ocupado mucho espacio en los manuales de literatura está reclamando a golpes de talento la atención que injustamente se le había negado. La editorial ecuatoriana Festina Lente publicará a comienzos de junio el nuevo libro de José Hidalgo Pallares, El Manual de la Derrota, uno de los cuentos de ese libro es este «La buena nueva», que tenemos el placer de poner a disposición de los lectores de penúltiMa gracias a sus editores. 

 

Como pocas veces sucede, la escena real fue muy parecida a la que yo había imaginado en los días previos: los cuatro sentados a la mesa de la cocina; el café enfriándose en las tazas; Mónica anunciando la desgracia con la voz entrecortada y la mirada fija en el mantel de panes y peces; sus padres tratando inútilmente de contener las lágrimas, de servirnos de apoyo. Hubo, sin embargo, una diferencia importante entre la escena ficticia y la real: nunca me figuré a Mónica tan afectada, como si recién ese momento se hubiera dado cuenta de lo que la noticia iba a generar. Para los frustrados abuelos el golpe resultó demoledor, tanto que el padre de Mónica, el mismo que hasta hacía dos meses a duras penas me dirigía la palabra, no supo o no quiso contenerse y me dio un abrazo tan sentido que me produjo un nudo en el estómago que tampoco había sabido anticipar.

Nadie que lo hubiera visto así, agarrándome de la nuca y apoyando su frente en mi hombro, hubiera creído que ese hombre, avejentado en cuestión de minutos, era el mismo que dos años antes, a la salida del registro civil, me había encarado para decirme: “Usted no es el marido de mi hija. Usted la está condenando”. Por entonces, tanto él como su mujer me veían sólo como el responsable de alejar a Mónica del camino hacia la salvación. Creo que ni en su peor pesadilla hubieran podido concebir un compañero menos deseable para su hija, su única hija, a la que yo conocí a través de una página de citas en Internet, último recurso para alguien que en su círculo ya había empezado a ser catalogada de solterona.

Mónica me presentó a sus padres cuando llevábamos saliendo dos meses y medio. Antes de eso ya había tratado de abonar el terreno hablándoles elogiosamente de mí: de mi sencillez y mi gusto por la lectura, de mi aversión al alcohol y al tabaco, de lo mucho que me interesaba por su trabajo y de lo cariñoso y detallista que era con ella. Lo que había preferido omitir, sin embargo, eran las características que en este caso realmente importaban: divorciado e hijo de divorciados, ateo, defensor del aborto y del matrimonio homosexual. Forzando los temas de conversación, la misma noche en que nos presentó, al final de una cena que hasta entonces había sido por demás cordial, los puse al tanto de esos “detalles”.

-Podías haber esperado hasta que te conocieran mejor –me reclamó Mónica mientras me acompañaba al auto, con la voz quebrada y los ojos llorosos.

-¿Por qué? –dije–. ¿Acaso hice algo malo?

No sé quién tenía la razón. Lo cierto es que una vez que ellos supieron de qué clase de persona se estaba enamorando su hija, la cordialidad devino en tensión y yo dejé de ser Eduardo para convertirme en “señor” (o “ese tipo”, como Mónica me confesó que se empezaron a referir a mí cuando yo no estaba presente).

-Lo siento, señor, pero esta relación no puede continuar –dijo el padre de Mónica, todavía pálido, ante el gesto de aprobación de su esposa y la mirada suplicante de su hija–. Nosotros somos una familia cristiana y esas ideas suyas no encajan con nuestros valores.

En ese momento preferí permanecer callado para no enturbiar aún más el ambiente, aunque no estaba dispuesto a dejar de verme con esa mujer de treinta y nueve años a la que sus padres no podían seguir controlando (pese a lo cual hicieron todo lo que estuvo a su alcance para terminar con nuestra relación). Con una mueca de amargura que la deslucía, Mónica me contaba que cuando ellos se percataron de que los sermones y los presagios de condenación no surtían el efecto deseado, pasaron a amenazas más tangibles, como cortarle para siempre la palabra o sacarla de la casa. Al final se resignaron a nuestro noviazgo, pero la relación con su hija quedó muy resentida.

En lo referente a su trato hacia mí, no cambió ni siquiera después de nuestro matrimonio, al que fueron a regañadientes y con expresión de estar asistiendo a un funeral. Las pocas ocasiones en que nos veíamos (bodas, cumpleaños u otros eventos familiares de los que resultaba difícil excusarse), las únicas palabras que cruzaban conmigo eran el saludo y la despedida. La verdad es que yo tampoco me esforzaba demasiado por ganarme su estima, al fin y al cabo, no había sido yo el que inició esa guerra que tenía a mi mujer en medio de las balas.

Llevábamos casados cerca de un año y medio cuando mis suegros, como olvidando que nuestro matrimonio, según ellos, no era tal pues no estaba consagrado por la Iglesia, iniciaron su campaña para que Mónica les diera un nieto. Cada vez que ella los visitaba, ellos le recalcaban que los hijos son una bendición del Cielo y que la mayor realización de una mujer es llegar a ser madre. El hecho de que Mónica estuviera próxima a cumplir cuarenta y un años no parecía importarles; le ponían ejemplos bíblicos de mujeres que habían parido siendo ya ancianas, le repetían que nada es imposible para Dios y no dejaban de recordarle que ella, si se seguía considerando católica, debía “por lo menos” estar abierta a la vida.

-¿Y tú que les contestas?

-Trato de irme por la tangente, pero a ratos me muero de pena, los pobres en verdad sueñan con tener un nieto. Creo que hasta te podrían empezar a querer…

Eso, la sola idea de que, con un hijo de por medio, sus padres y yo finalmente pudiéramos tener una relación, tal vez no afectuosa, pero al menos amable; la posibilidad de tomar todos juntos un café cualquier tarde de domingo, parecía ir minando en la cabeza de Mónica las bases de una decisión que no había sido impuesta por mí, sino que la habíamos tomado entre los dos: queríamos poder viajar, leer, salir al cine o a cenar, en fin, ocupar el tiempo a nuestro gusto y en ese plan de vida no encajaba un hijo. Al menos para mí, que ya estaba al borde de los cincuenta, no había discusión posible. Y quería creer que para Mónica tampoco.

Pero lejos de darse por vencidos, sus padres intensificaron su campaña en los meses siguientes, en los que mi relación con ellos, para tristeza de Mónica, siguió tan distante como siempre.

Hasta la noche de un jueves en que ella, conmigo a su lado, les llamó a decir que tenía siete semanas de embarazo. Su alegría fue tan grande que parecieron enterrar todo el rechazo que sentían hacia mí y, de un momento a otro, no sólo volvieron a llamarme por mi nombre, sino que me concedieron la condición de yerno que hasta entonces me habían negado. A Mónica esta nueva armonía le alegraba mucho, le confortaba imaginar el consuelo que sentían sus padres al saber que ella no había botado al trasto todos los preceptos que le habían inculcado desde niña. Cada domingo, día en que empezamos a almorzar “en familia”, la madre de Mónica insistía en acompañarla a su siguiente cita con el ginecólogo, pero nosotros contestábamos que no era necesario, que nos sentíamos más cómodos yendo sólo los dos y que les tendríamos al tanto de cualquier novedad. Cuando aún no había pasado ni un mes desde la noticia del embarazo (“la buena nueva”, como a ellos les gustaba llamarla), los padres de Mónica ya habían comprado un corral plegable, una pequeña tina de plástico y una cuna blanca que ubicaron en el cuarto que había sido de mi mujer, para cuando nosotros tuviéramos alguna invitación y debiéramos encargarles al bebé.

El sueño les duró exactamente seis semanas, hasta otra noche de jueves, cuando fuimos a su casa para informarles del aborto espontáneo que Mónica había sufrido la madrugada anterior. A sus repetidas preguntas de por qué no los habíamos llamado apenas se presentaron los primeros síntomas, respondimos alegando la urgencia de llegar al hospital, la alteración propia del momento, lo inútil que resultaba obligarlos a presenciar una situación tan dolorosa. Ya en ese punto, con mis suegros desplomados en sus sillas y Mónica con la mirada todavía clavada en el mantel, me di un espacio para señalar la relación que el médico había advertido entre el aborto y la edad de Mónica, los peligros que implicaba para ella volver a quedar embarazada…

Estuvimos con ellos hasta un poco antes de la medianoche, cuando, rendidos por tanto lamentarse, ajenos por completo a la famosa resignación cristiana, empezaron a cabecear. El padre de Mónica, un poco más entero que su mujer, tuvo que ayudarla a subir hasta el dormitorio. Mónica y yo hicimos el trayecto de regreso a nuestro departamento sin decir una palabra. Cada tanto, a la luz de un auto que venía en sentido contrario, yo la volteaba a ver: tenía la mirada como ausente, la nariz roja e hinchada y el maquillaje corrido por el llanto. Y mientras con una mano se enjugaba las lágrimas, con la otra se acariciaba suavemente la barriga, en círculos, como se había acostumbrado a hacer en las últimas seis semanas, cada vez que tenía a sus padres delante.

 

José Hidalgo Pallares (Quito, 1980) ha publicado los libros de cuentos La vida oscura (mención de honor del Premio Joaquín Gallegos Lara) e Historias cercanas (Premio Joaquín Gallegos Lara) y las novelas Sábados de fútbol y La búsqueda (finalista del Premio Encina de Plata, de España). Cuentos suyos han aparecido en antologías publicadas en Ecuador, Argentina, Chile, Cuba y Reino Unido. Entre 2010 y 2014 vivió en Argentina y se desempeñó como periodista de La Nación. Actualmente es director general de la Corporación de Estudios para el Desarrollo (CORDES) y columnista del portal 4pelagatos, donde escribe sobre economía y política.

La fotografía que ilustra el texto es del artista Tayron Luna, que se encargará de la imagen de la cubierta del libro. Si trabajo puede admirarse en  https://tayronlunagarcia.wordpress.com/