Dentro de la avalancha de títulos autoficcionales que despliegan el narcisismo contemporáneo, Pedro Pujante analiza los que van más allá del realismo burgués, abriendo así el sendero para una lectura mucho menos restrictiva y lógica del fenómeno autoficcional, inherente a la literatura desde los inicios del mundo.
Introducción
Existe a día de hoy una amplia bibliografía que se ocupa de la autoficción, pero quizá la autoficción fantástica no ha recibido toda la atención que merece. Vincent Colonna o Manuel Alberca son dos de los escasos teóricos que se han ocupado de ella. En este artículo examinaremos los orígenes de la autoficción fantástica, una variante de la autoficción caracterizada por apartarse de los presupuestos miméticos y de los contratos autobiográficos o autoficcionales-autobiográficos. Es de nuestro interés deslindar lo autoficcional de lo autobiográfico, y mostrar cómo el fenómeno de autonarrar en clave fantástica es anterior al mismo auge de la autoficción en la segunda mitad del siglo XX. Queremos señalar la relación entre la autoficcionalización y los procesos oníricos, tratando así de hacer evidente cómo ambos procedimientos responden a un esquema análogo. También reflexionamos sobre cómo se ha mantenido, a lo largo del tiempo, una tendencia en la creación literaria por parte de ciertos autores, aunque tangencialmente, a insertarse a sí mismos de forma imaginaria en sus narraciones fantásticas.
I
Como sabemos, las obras literarias autoficcionales se caracterizan porque un personaje y narrador comparten homonimia con el autor de la narración, normalmente una novela o relato de ficción. Desde que Doubrovsky acuñara el término “autoficción” en 1977 se ha abierto un fértil debate en el ámbito de los estudios críticos sobre el fenómeno, aunque la mayoría de investigaciones y análisis teóricos han estado dedicados, en mayor o menor medida, a su vinculación con lo autobiográfico y/o a la instancia autorial. Sin embargo, el crítico francés Vincent Colonna ha defendido la independencia de la autoficción respecto a la esfera de lo autobiográfico y ha demostrado que el fenómeno ya se puede rastrear en obras de ficción de la Antigüedad o el Renacimiento, en autores como Luciano de Samósata, Dante o Cervantes y que, por tanto, la autoficción es una forma narrativa vinculada a la literatura de imaginación y no tanto al relato autobiográfico.
Aunque la autoficción moderna cobra fuerza como fenómeno literario en el siglo XX debido al auge del individualismo en nuestra sociedad occidental y a la quiebra de la identidad en la narración, según explica el profesor Pozuelo Yvancos. Vincent Colonna, por su parte, propone una teoría más heterodoxa y plantea un inicio mucho anterior a la misma narrativa del yo doubrovskyana, entendiéndola como montaje textual que mezcla los signos de la escritura imaginaria con relatos del yo. En este sentido la desvincula de los discursos autobiográficos y la emparenta a la literatura de ficción y de imaginación. Es decir, desactiva su filiación al linaje de las autobiografías, liberándola de una lectura autorreferencial, lo que permite privilegiar su independencia genérica, y reivindicar una lectura de los artefactos autoficcionales desde los protocolos novelescos. Domingo Ródenas de Moya sostiene también esta postura al afirmar que la autoficción no deriva de la autobiografía “sino de la novela, lo que implica una suspensión de todo principio de veracidad”.
Para Colonna, la autoficción sería una forma artística cuya existencia es bastante anterior a la definición dada por Doubrovsky, en su novela Fils (1977) y su posterior uso desde la posmodernidad hasta nuestros días. Es decir, la autoficción, pensamos junto a Colonna, no es el producto exclusivo de una subjetividad moderna ni resultante de la crisis posmoderna del sujeto ni del psicoanálisis ni de la recomposición de las relaciones entre público y privado, sino de una fuerza mucho más antigua que tiene que ver con una pulsión arcaica del discurso, una razón filosófica. Sería, en términos generales la literatura de ficción y no la escritura autobiográfica la verdadera precursora de la autoficción.
Junto a la postura de Colonna, además, nos parece adecuado proponer una visión más amplia del término autoficción, entendiendo esta desde los protocolos de recepción más abarcadores que no condicionan nuestra lectura por razones autorreferenciales o/y autobiográficos del texto. Como señala Manuel Alberca, la mayor aportación de Colonna, respecto a las propuestas de Doubrovsky y Lecarme es “la de ampliar el marco de la práctica textual de la autoficción (…) al sacarla de su relación exclusiva con la autobiografía, en la que los críticos anteriores la habían situado, para entroncarla con la ficción literaria”.
II
Para rastrear, en busca de los antecedentes de la protohistoria de la autoficción fantástica, el crítico y escritor Vicente Luis Mora en su ensayo La literatura egódica (2014), citando a Fernando Báez, se remonta casi tres milenios, al año 1270 a. C. y observa algún rasgo autoficcional en El libro de los muerto, en concreto el papiro de Hunefer donde “el propio escriba eligió incluirse como tema y aparece como un personaje más en el juicio ante los dioses, ofreciendo su vida y su obra a Maat, diosa de la justicia”.
Además, la autoficción como procedimiento del yo para elaborar ficciones de índole fantástica está estrechamente vinculada con los procesos oníricos, en los que, de un modo involuntario, el sujeto se narra a sí mismo en contextos imposibles. En su libro La guerra de los sueños (1998) Marc Augé dedica el tercer capítulo a las narraciones, los sueños y las visiones: “Las cuestiones en juego: los sueños, el mito, la ficción”. La consciencia de la muerte en los humanos dota, según Augé, a los sueños de un carácter singular, como muestra personal de una trayectoria “sancionada por un juicio individual después de la muerte”. Los sueños, al ser narrados, es decir, trasvasados a la vigilia por el soñador, se transforman en narraciones (fantásticas y a la vez autobiográficas). En cierto modo son estas narraciones prototipos de la autoficción fantástica. Explica Mar Augé que “Jacques Le Goff recuerda que el género de la autobiografía onírica nació durante la antigüedad tardía y que el tema dominante de los sueños narrados es el viaje al más allá”. Más adelante, añade: “Por ‘relatos autobiográficos de aparecidos’, Jean-Claude Smchmitt muestra de manera más sistemática el lazo que se establece progresivamente entre la representación de la muerte y de los muertos, los sueños y las visiones diurnas, el relato y la constitución de un sujeto autónomo”. Marc Augé sitúa el desarrollo de estos relatos en primera persona de carácter fantástico después del año 1000, cuando, según él, se produce una renovación de la escritura autobiográfica.
Aunque no hay en los ejemplos anteriormente expuestos una intencionalidad artística o literaria, percibimos una característica que marcará la naturaleza de la literatura imaginaria del yo. A saber, un narrador, aquí oral –que en el futuro devendrá en un autor-escritor– cuenta en primera persona (autodiegéticamente) una historia de tintes fantásticos, imposibles, que contravienen los estatutos de realidad, y que él la vivencia como protagonista.
Además de este fragmento anterior, en el que Augé analiza las relaciones entre ficción y sociedad, a la vez que enuncia los episodios oníricos como fuente valiosa de la que se nutre la ficción, podemos extraer una conclusión significativa: que la autonarración ficcional fantástica es connatural al ser humano, tiene su origen en la propia naturaleza imaginante y soñadora de los hombres y que, con el tiempo, se ha transformado esta actividad en un proceso ordenado, sistematizado y estéticamente elaborado que aquí hemos llamado “autoficción fantástica”. Desde que soñamos y fantaseamos despiertos, somos capaces de construir historias de naturaleza fantástica, antirrealista y mágica en las que nosotros mismos participamos como protagonistas principales. En este sentido, somos los humanos personajes y a la vez creadores de nuestras propias ficciones. Es decir, autoficcionalizadores. Así, los sueños y las fantasías sobre nosotros mismos se constituyen como una de las primeras etapas, o estados preliterarios, de la autoficción fantástica. Borges declaró en su conferencia sobre la pesadilla, que los sueños eran la actividad estética más antigua, y también que “constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios”. La literatura, como sueño premeditado, tiene su paralelismo más exacto en la autoficción fantástica.
En un artículo dedicado a la autoficción y la metalepsis, Alfonso Martín Jiménez trata de explicar los límites entre los mundos reales y de ficción, concluyendo que los procesos que rigen la autoficción guardan analogías con algunos procesos psicológicos, en concreto, los referidos al mundo de los sueños. En este sentido admite Martín Jiménez que la autoficción
puede considerarse una forma artística claramente emparentada con nuestras ensoñaciones y nuestros sueños, puesto que el mecanismo que despliega es el mismo que rige en nuestro mundo onírico. Si la autoficción rompe los límites entre la realidad y la ficción, seguramente lo hace porque, cuando soñamos, o ensoñamos, también tendemos a romper esos límites, buscando satisfacer en el mundo onírico o ensoñado los deseos que no vemos cumplidos en la realidad.
Esta teoría propone una visión del proceso creativo como actividad pulsional, casi desligada de su intencionalidad estética. Indudablemente, cabe la posibilidad de que en su origen ancestral la literatura (también algunas manifestaciones larvarias de autoficción fantástica) se situase en este incierto limbo en el que lo artístico carecía de fronteras que lo delimitasen de lo psicológico y onírico, y que como señala Adolfo Bioy Casares en el prólogo a la archiconocida antología que compuso junto a Borges y Silvina Ocampo, “la literatura fantástica es anterior a las letras”. Colonna, por su parte, también entiende que hay un evidente paralelismo entre el escritor de autoficciones y el soñador, ya que ambos son a la vez actor y testigo de su producción, que se sitúan entre el “yo” y el “él”. En definitiva, es innegable que los contenidos proporcionados por los sueños desde siempre han servido como material literario. Además, al igual que las autoficciones fantásticas, sus mecanismos funcionan entremezclando lo real (extraído de la vigilia en un caso, de la biografía en el otro) y lo inventado/irreal. Escribe Bachelard, en La poética de la ensoñación que “Las formas tomadas de lo real necesitan ser henchidas de materia onírica. El escritor nos muestra la cooperación entre la función psíquica de lo real y la función de lo irreal”. Esta predisposición connatural en el ser humano para autofabular sobre experiencias fantásticas en primera persona es también considerada por Manuel Alberca en su libro El pacto ambiguo. Según nos explica, el escritor Juan Marsé jugaba de niño a las “aventis”, un juego que consistía en inventar historias en primera persona, donde “cada uno iba tomando la palabra para contar la suya que improvisaba en ese momento”. Esta estrategia lúdica nos permite, explica Manuel Alberca, “atisbar en este procedimiento la matriz arquetípica de la fabulación literaria de sí mismo. La autoficción es quizá el mecanismo más primario y el más espontáneo y sencillo para producir ficciones”.
Aunque hay una fuerte –y por otra parte lógica– tendencia a situar la autoficción junto a la autobiografía, ya sea para diferenciarla, para concederle el estatuto de variante subversiva o para definirla en términos de referencialidad, es necesario, en algunos casos, considerar el fenómeno de un modo autónomo y sumergirnos hasta los albores mismos de la ficción para visualizarla con claridad. En este sentido Colonna llega a afirmar que la autoficción tiene “su corazón ardiente en la fabulación fantástica, en esa forma fabulosa de inventarse a sí mismo. Ahí se encuentra su figura más inquietante”
III
En nuestra intención reivindicar en este artículo la independencia de los relatos autoficcionales fantásticos o imaginarios de los discursos autobiográficos. Una tendencia, por tanto, cada vez más frecuente en la que se torsiona el yo (César Aira, Dalia Rosetti, Manuel Vilas, Jorge Luis Borges o Mario Bellatin son claros ejemplos), que se aleja de los presupuestos autobiográficos clásicos. Jorge Carrión en un artículo sobre Duchamp y su influencia en las artes contemporáneas, habla sobre las autoficciones contemporáneas y explica que en ellas “el narrador casi idéntico al autor sería superado por un narrador que, pese a llamarse incluso como el autor real, lleva a cabo actos o metamorfosis (fantásticos, de raza, de género) que lo convierten en un personaje con entidad propia”.
Esta modalidad de escritura fantástica del yo, como demuestran las novelitas posmodernas de César Aira u obras clásicas como la de Dante o Luciano de Samósata, se puede contemplar como un fenómeno característico de la naturaleza humana, que guarda estrecha relación con los procesos oníricos, la imaginación, nuestra forma de relacionarnos identitaria y estéticamente con el arte, y la necesidad de contar historias, que en definitiva, está en la base de toda la génesis de la literatura.
Pedro Pujante es doctor en Literatura, profesor de escritura creativa y crítico literario. Ha colaborado con diversas revistas, como Quimera o Revista de Letras. Ha publicado varios libros de relatos, novela y ensayo. Sus últimos libros son la novela Las suplantaciones (Mar Editor, 2019) y el ensayo Mircea Cãrtãrescu. La rescritura de lo fantástico (Editorial Académica Española, 2019).
La imagen que ilustra el artículo es obra de Matthew Edward Loh, su trabajo puede apreciarse en su web: https://www.matthewedwardloh.com
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