La reedición de las memorias de Fucík, Reportaje al pie de la horca, que ha realizado la editorial Navona le sirve a Felipe R. Navarro para reflexionar sobre la práctica generalizada en el mundo editorial en español de reimprimir libros sin una meditada labor de auténtica edición de textos.

 

¿Lo último que querría un periodista antes de ser asesinado es saber que van a censurarle su último trabajo? Esa es la pregunta que me he hecho tras acabar Reportaje al pie de la horca, de Julius Fucík, o mejor dicho, tras acabar de leer, tras leer la obra, el epílogo de Lea Vélez para la edición de 2015 en Navona.

Para aquel al que el nombre no le suene muy familiar, a Julius Fucík, periodista checo, mártir comunista checo, lo ahorcaron la noche del 7 al 8 de septiembre de 1943 en la cárcel de Plötzsensee, en Berlín. Había sido detenido el 24 de abril de 1942 en Praga. Desde ese día, y hasta esa noche en que se había roto la guillotina de la prisión y estuvieron ahorcando gente de una luz a otra, de ocho en ocho muertos y así hasta que sumaron 186, según cuenta Lea Vélez en su epílogo, Fucík fue torturado por la Gestapo con las breves pausas que en tales menesteres uno deja para que el objeto de la tortura se recupere lo bastante como para volver a sentir plenamente el dolor siguiente. No es ésta, desde luego, una historia novedosa o desconocida en este escalón de la Historia en que estamos sentados ahora; 185 prisioneros más, tan culpables de nada como Fucík, murieron esa noche. Quizás uno podría ensayar una definición de Historia con esto, quizás podría decir que Historia es lo que alcanzamos a poder contar a la mañana siguiente de la muerte adelantada de un hombre; contar cómo violentamos sin sentido el Tiempo, y cómo eso se ha convertido en un rasgo de especie.

En esa línea de significación, el valor de la historia de Fucík tiene que ver con la construcción de su testimonio. Como en tantos ejemplos de literatura concentracionaria, la historia que un hombre cuenta no sólo es la suya sino también la de quienes han sido privados de palabras tras haber sido privados de existencia; no hablo de su muerte, sino de su negación en vida, de su exterminio al ser negados como hombres. Esos testimonios son lo único que nos permite acercarnos a esa impugnación violenta de la condición humana; Levi, Semprún, Kertész, Amery, Antelme, Borowski, Loridans-Ivens, Buber-Neumann, Wiesel, …; a ese grupo pertenece Fucík.

Fucík no sobrevivió, como he explicado. Con la ayuda de dos guardias que le facilitaban papel de estraza o de letrina, Julius Fucík fue escribiendo en prisión ese reportaje sobre un hombre llamado Julius Fucík que ha sido torturado y que conoce de antemano el final de la historia que cuenta. Las hojas que escribe van saliendo a escondidas del penal, y son guardadas aquí y allá hasta que ya no hay más hojas porque la mano que las escribe carece ya de pulso, y cuelga señalando al suelo como quien nos indica cómo llegar a una dirección por la que acabamos de preguntar.

El reportaje-testimonio de Fucík es el escrito de un hombre de fe, fe en la causa que le ha llevado frente a paredes manchadas de su propia sangre. Es ingenuo a veces en esa fe comunista. Habla de lo que pretenden qué cuente, a quién debe delatar: insisto en que la historia es conocida. Tras la guerra uno de los hombres que le ha ayudado a escribir, esto es, a la conservación de lo escrito, y a la conservación de la fe en que lo que estaba escribiendo acerca de un hombre llamado Julius Fucík y del horror nazi llegaría a ser ser conocido gracias a ese relato, uno de los guardias -prueba de esa zona gris en que se abismó el mundo y de donde parece no haber salido aún algunos días- contacta con su viuda, que ha atravesado la muerte sin quedarse en ella, y le entrega esas hojas. Su ordenación es lo que contiene el libro de Navona.

La viuda, Gusta Fuciková, en pleno fervor comunista, tomó una decisión. Fucík es un héroe, es un hombre que ha resistido a las torturas sin abrir la boca -a futuro, el Día Internacional de la Libertad de Prensa se fijará en la fecha de su muerte en esa cárcel de Berlín donde la guillotina ha dejado de funcionar ese día e improvisan el exterminio ahorcando de ocho en ocho-. Los héroes de cualquier fe, los mártires, no ceden. La viuda tacha entonces unos penúltimos párrafos. Yo creo que esos penúltimos párrafos son los que hablan mejor del heroísmo, pero yo tan sólo soy un hombre común quizás de ideas extrañas que cree que las grietas de un hombre lo explican mejor que su tersura. Fucík fue torturado durante meses, y acaba, tras siete semanas de dolor, confesando. Confiesa, claro, lo que sea, lo que le pidan, y aún así, cuenta en esos escasos párrafos tachados por la edición de la viuda, la confesión es también una forma de acción. Antes ha escrito algo muy hermoso para mí, quizás lo más hermoso del libro y que no está en el cuerpo de la edición del Reportaje al pie de la horca, sino en el epílogo de Lea Vélez. Mi silencio era mi acción, escribe Julius Fucik. Pero tras escribir esa frase introduce el relato de sus confesión, cómo la valoró, cómo la ordenó, cómo otorgó o trató de otorgar sentido a un acto tan lógico como aparentemente indigno en un mártir. Julius Fucík era un hombre destacado del Partido, los nazis esperaban mucho de él, y él lo sabía; y se lo dio. Les dio una farsa, les dio fantasmas tras los que ir mientras él iba camino de convertirse en otro fantasma. Contar un cuento en definitiva, un largo cuento verosímil, alargó su vida un años; tal y como Sherezade gana cada día su vida del día siguiente, contando una historia a quien dice ser dueño de su vida, así Fucík ganó cada día con su cuento su tortura del día siguiente.

El comunismo no quería contar la historia de gente que confesaba ante la Gestapo y dejó fuera de la historia esos párrafos, la fe de su viuda en el muerto por el comunismo y el propio comunismo, confundidos ambos o animado un empeño por el otro, lo hicieron. Durante muchos años, desde 1945 hasta 1995, el Reportaje al pie de la horca, multitraducido, fue el que publica Navona. En 1990 se realizaron pruebas forenses sobre el manuscrito -la caída del comunismo implicaba el análisis de verdad de los relatos y mártires del comunismo- y entonces esos párrafos tachados, que han quedado en un tarro de compota, el lugar en que las hojas sueltas se iban ocultando según cuenta Lea Vélez, sale a la luz. La viuda, Gusta Fucíková, lo ocultó en el fondo de esos tarros pero no lo hizo desaparecer. Ese tachado pero no guillotinado -quizás porque la guillotina esa noche no funcionaba- del texto desaparece entonces, y el texto completo sale a la luz. Pero lo que sale con esa nueva iluminación es un nuevo texto. El texto ahora completado mediante la adición de los párrafos tachados por la edición primera cuenta ahora otras cosas, la historia del tachado y su justificación y la historia de su corrección, y sobre todo, una historia que, lejos de alejarnos de él, nos acerca más a Julius Fucík, un hombre que resistió el dolor más de siete semanas y entonces fió su vida a un juego de espejos en los que los nazis perseguían fantasmas narrados por quien se iba convirtiendo en uno de ellos, arrancado a golpes de la condición humana.

Bruguera publicó esta misma traducción de Navona, la de Libuse Prokopová, en 1982, y según recoge la base de datos del ISBN, también lo hizo Akal. Igualmente existe otra edición en Ediciones Irreverentes que según certifica ISBN se vierte al español desde el ruso, lo que quizás hace pensar que la edición es también la de un texto tachado por la ideología y la ordenación realizada por la viuda. No he podido revisar ésta última traducción y edición que menciono para comprobarlo. Lo que sí sé desde luego es que los párrafos alumbrados y que ven la luz editorial por primera vez en 1995 en su lengua original no están en la traducción que he leído y que reedita Navona y que es anterior al descubrimiento del párrafo oculto. Los últimos años en que la gente ha dejado de leer más aún los editoriales pequeñas se han ido multiplicando. Su alimento en muchos casos son las obras maestras descatalogadas y ocultas -trato de resistirme a entrecomillar la última palabra-. Es una suerte que alguien se dedique a eso, pero entonces debe hacerlo con esa misma fe con la que un hombre se resiste ante la barbarie. Sé que una editorial es un negocio, pero también que ese negocio es digamos particular. Sé, o creo saber, que quien se pone frente a ese empeño, que a ratos se parece a orientar fantasmas para que ganen la luz de un lector nuevo, debe o debiese estar guiado por criterios que me parecen innegociables. Uno de ellos es la coherencia. Publicar una traducción que se sabe errada, que fue tachada y que ha sido corregida por el conocimiento del texto original me parece un grave error. El epílogo de Lea Vélez es lo que justifica la edición de Navona, es lo que ilumina con un nuevo foco la vida de Fucík. Si todo eso lo escribe y cuenta Lea Vélez, como parece lógico, abrumadoramente lógico, antes de que el libro entrase en máquinas, si yo hubiese sido el editor habría optado por la solución que a Fucík le habría enorgullecido: encargar una nueva traducción, una completud de la existente, que sería quizás la primera íntegra en español del Reportaje al pie de la horca. El comunismo quería héroes y Fucík lo fue, pero la verdad también los exige, y la heroína de esa religión se llama en este caso Lea Vélez. Una línea de coherencia y respeto por los demás une a un periodista checo de 1903 y una escritora y guionista de 1970. Quizás esa traducción habría encarecido el libro y lo habría hecho inviable o sólo menos rentable, y eso quizás diese a Fucík material para escribir acerca de las tensiones y perversiones del capitalismo y de la razón comunista que lo llevó a la horca. Podría decírseme que tampoco la historia cambia tanto, que apenas son uno o dos párrafos, que lo sustancial no cambia, que Fucík fue torturado y ahorcado y la culpa fue de los nazis, claro, y no de su más reciente editor español, y encima todo esto va en el epílogo: podría decírseme, pero no sería sino una muy débil justificación. En el epílogo que salva la edición de Navona y nos salva a todos lo que debería ir es la historia de la búsqueda de la verdad del testimonio que emprende, sin que nadie se lo encargue, una mujer en 2015. Estoy seguro que Fucík habría aplaudido a Lea Vélez, y que en un arrebato primaveral la habría besado varias veces en las mejillas agradecido, y que después se habría encogido de hombros ante la actitud editorial, porque cuando uno ha sobrevivido a las barbaries nazi y comunista a través de un puñado de hojas sueltas que escribe con las manos y los ojos hinchados por los golpes algunas mezquindades capitalistas deben importar ya más bien poco.

 

Felipe R. Navarro

Felipe R. Navarro (Málaga, 1969) se gana la vida como abogado, ha sido incluido en diversas antologías y tiene dos libros de cuentos imprescindibles. Uno es Las esperas (2000) y el otro Hombres felices (2015). Es corredor de fondo.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.