Más allá de la labor de archivo, que documenta lo sucedido, el arte tiene la capacidad de reconstruir e investigar la realidad generando materia nueva. Y, de ese modo, se convierte en un archivo alternativo y, acaso, menos controlado, de la realidad. Javier Payeras reflexiona sobre ello usando como excusa la propuesta artística de Benvenuto Chavajay.

 

“De hecho formamos parte de la realidad y, si no somos conscientes de ello, somos completamente irresponsables”

Ai Weiwei (Conversaciones con Hans Ulric Obrist)

 

1

Es difícil comprender los mecanismos de la memoria. Lo que pesa del pasado en nosotros. Muchas veces recordamos lo que no vivimos, recordamos algo inexacto: una calle que no recorrimos, un trauma que no experimentamos, un idioma perdido en nuestros genes.

Creemos en el olvido como en algo cerrado. Un cuarto del que sólo miramos la puerta y nos obliga a especular acerca de lo que existe allí adentro. Como en esos mediocres programas de televisión donde se subastan bodegas sin que se hayan roto los sellos de las persianas, corriendo el riesgo de que exista un tesoro o mera chatarra. Olvidar es poner candados a algo que existe en alguna parte de nuestra memoria.

Trabajar con el olvido es trabajar en vía contraria al orden establecido. Los olvidos en las sociedades se construyen a partir de esa memoria selectiva que llamamos historia oficial. Imagino las historias oficiales como esos centros comerciales que en Guatemala impusieron sobre sitios arqueológicos. Protocolos del consumo que no admite otra historia ni otra cultura que la del muy subdesarrollado oficio de codiciar lo que apenas podemos adquirir con nuestros muy indignos salarios. Ceguera que nos lleva a salir a trotar cada mañana sobre un cementerio. Arquitecturas uniformes que se imponen con su lógica muy por encima de una cultura subterránea, que, aunque silenciosa, nunca se ha quedado callada.

La visión del progreso no surge a partir de hundir el pasado. No existe tal realidad. La realidad no se impone a partir de la negación. Encubrir y descubrir, esos son los ciclos que abren y cierran los totalitarismos. Las sociedades cerradas son aquellas que dan otros nombres, que imponen otras historias, que obligan a soterrar culturas bajo el argumento de que el progreso no se detiene a revisar el pasado y los orígenes. Así se le impone el término “educación” a lo que en realidad no es otra cosa que un manual de instrucciones para olvidar. Saltarse páginas, tachar palabras, cambiar nombres, incrustar cívicamente el poder más conservador y titularlo como “desarrollo”, “unidad nacional”, “pragmatismo político”, “orden” y “optimismo” (acaso el argumento más deleznable).

 

2

“Quien no comprende los cambios termina humillado”, no estoy seguro si la cita es exacta, pero recuerdo que la leí en una de mis acostumbradas consultas al I Ching.

Nada es tan perfecto como el cambio. Observar, esperar, ser pacientes y aprender. En una época en que la inteligencia está tan sobrevalorada en detrimento de la sabiduría, observar y adaptarse a los cambios es lo que nos saca a flote dentro de un universo de datos y conocimientos que gradualmente nos van aislando de la experiencia.

Sucede que nos acomodamos al lugar común que abre muchos textos: “Estamos en una era de cambios”. En lo personal refuto tal idea. Todo parece estar cambiando en apariencia, pero no somos conscientes de las transformaciones profundas. No estamos mejor comunicados sólo por la existencia de redes sociales y teléfonos inteligentes. No somos más tolerantes simplemente porque la agenda de la corrección política tenga mejores financiamientos. No somos más cultos sólo porque los datos estén más a la mano. Ni siquiera tenemos opiniones más abiertas por el simple hecho que existan mejores canales de difusión. Tal pareciera que estamos viviendo una interpretación de la historia y que estamos prestando argumentos para justificar nuestra inacción en muchos temas que abarcan la cultura creativa, económica y política.

Pienso que el cambio es ir en oposición a los modelos controlados de hacer cultura. Lo preestablecido como postura ante determinados fenómenos artísticos. Todo aquello que heredamos de la primavera posmoderna del siglo pasado. Activismos, imposturas y contraseñas de identidades diversas. La obsesión moderna de “transformar el arte” ha entrado en su fase más realista: transformar al espectador. Las vanguardias envejecieron mal, porque se obsesionaron con lo “nuevo”, y tal cosa viene con tiempo de vencimiento. Sobrevivió únicamente lo que mantuvo su búsqueda en las raíces, acaso las obras que dieron un vistazo a las espiritualidades y prácticas basadas en la experiencia o afincadas dentro de tradiciones milenarias. Marcel Duchamp y Joseph Beuys son un magnífico y recurrente ejemplo.

A la fecha da miedo argumentar contra lo que reconocemos como contemporáneo. Hay muchos opinionistas desinformados que resultan meras caricaturas de académicos estalinistas que en su oscuridad conceptual piensan que pueden guiar a las masas a nuevos radicalismos técnicos. Justificar la valía de un artista por su calidad técnica es igual a decir que Jorge Luis Borges es un gran escritor tan sólo por su buena ortografía. Sin embargo hay un espacio entre la luz y la sombra. No todo lo producido con el membrete de contemporáneo merece un análisis. Las eternas deficiencias críticas y las publicidades aventuradas del mercado del arte han aniquilado las posturas radicales. La acción artística se ha mudado a otros espacios, algo que parece sano y necesario dentro de una humanidad que desea consumir imágenes públicas. Que enlista en resúmenes como “Los mejores artistas conceptuales”, “El libro del año”, “Los discos que debe oír antes de morir”, etcétera.

Parte del cambio es abandonar esa necesidad de explicar qué somos. Somos, eso es suficiente. En una época de discursos rabiosos y teatros de militancias, nuestra verdadera ideología son nuestras acciones, no nuestros discursos. En cada acción se reúne todo, el gesto creativo y la función política. Aquello que a finales de los sesenta se conoció como “escultura social”.

Cuando menciono la escultura social no puedo sacar de mi mente a dos artistas: Joseph Beuys y Ai Weiwei. Aunque la idea de trascender es tan obsoleta como hablar de arte actual, pienso en la permanencia de una acción creativa dentro de la memoria de la gente. Cuando digo gente –por no tener un término más adecuado a la mano- me refiero al grueso de la sociedad que no es el público cercano a los procesos intelectuales ni artísticos. Los que no asisten a inauguraciones ni conciertos ni lecturas de poesía… los que ni siquiera leen un libro al año.  Fijar algo en la mente de “la gente” es una de las utopías más sagradas de quien se asume como un artista político. El arte político por muy espinoso que sea el término es la mejor definición que puedo hallar para aquellos que construyen un puente entre la creación y la gente. La sintaxis de este tipo de creadores mantiene una simpleza profunda. Una claridad muy pensada,  lejos de la verbosidad lacaniana. Algo que por simple puede traducirse en frases breves. La construcción o destrucción de un patrimonio, de un símbolo. Los íconos religiosos, políticos o culturales. La revelación de un pasado encubierto. Acaso en el acto de tachar, corregir y anotar encima de un libro que ha permanecido como verdad indiscutible se encuentre el origen de este tipo de arte político. Tachar lo impuesto en la historia, corregir.

 

3

Intervenir la historia a partir de una acción artística puede ser como la asignatura o el reto más complejo. Puede inferirse como una postura política o como un reclamo megalómano del ego artístico.

La fascinación de Ai Weiwei con los estadios en China. Luego de sus múltiples desencuentros con la burocracia comunista, este genial innovador de lenguajes creativos pasa de artista conceptual, objetual y performático, a ser un arquitecto, bloguero y hoy en día tuitero compulsivo. En ese punto se refleja muy bien el artista político, trasladar sus ideas a la “gente” no al público del arte.

Lo más cercano a este tipo de acción de revisión histórica que conozco en la región centroamericana es lo que hizo Benvenuto Chavajay. Chavajay muy vinculado a su municipio, San Pedro la Laguna en el departamento de Sololá, ha venido realizando diversas lecturas acerca de su relación con el problemático tema del mestizaje. El ideario colonial que prevalece en la pigmentocracia y la huella profunda que ha dejado el epistemicidio iniciado por Diego de Landa y continuado por los múltiples genocidios que ha sobrevivido la población indígena de Guatemala desde hace siglos. Desandar las huellas de tales desastres puede que sea un ejercicio que pasa obligatoriamente al inventario de lo político, económico  e  histórico. Asunto que complica la apreciación de si se trata de un creador o de un activista.

Benvenuto, al igual que Ai Weiwei con el estadio de Pekin, decidió ir a un espacio donde se reuniera la gente. ¿Qué hay más popular que un estadio? Todo rumbo nos lleva a estas megaconstrucciones que heredamos de los romanos, bajo el consabido lema del pan y el circo. En Guatemala el estadio fue construido –como la mayoría de cosas realmente valiosas en este país- durante el gobierno de Juan José Arévalo. Se le adjudicó como primer nombre Estadio de la Revolución. En 1950 recibió a los atletas de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, siendo en aquella época una construcción de vanguardia que reflejaba la intención progresista del gobierno del Doctor Arévalo. Puede que me equivoque pero recuerdo que Pablo Neruda menciona en sus memorias que leyó sus poemas allí ante un lleno total. Algo que solamente podía suceder durante la única verdadera democracia que conocieron los guatemaltecos.

El estadio Revolución mantuvo su nombre hasta que la ultraderecha guatemalteca apoyada por la CIA derrocaron a Jacobo Árbenz y el gobierno de facto en una acción a todas luces populista le colocó el nombre de Mateo Flores, como homenaje al atleta mixqueño que ganó la maratón de Boston de 1952. Paradójico y obsceno, resulta que este maratonista ni siquiera se llamaba así, tal nombre fue impuesto cuando un cronista deportivo estadounidense que al no poder pronunciar su verdadero nombre, Doroteo Guamuch Flores, mejor lo rebautizó.

Guamuch, fue un hombre de origen humilde -se ganaba la vida como albañil y caddy en un club muy exclusivo- tuvo múltiples triunfos a lo largo de su vida, pero como es común en países disfuncionales como Guatemala, el gobierno nunca le dio apoyo económico digno y los funcionarios se dedicaron a bautizar calzadas y escuelas con su nombre apócrifo.

El tema de Guamuch Flores tocó profundamente a Chavajay, al punto de tatuarse la cédula de vecindad del atleta en la espalda. Al observar los datos dice, Doroteo Guamuch Flores, residencia: Calzada Mateo Flores… la primera vez que vi tal cosa, yo también sentí un nudo en la garganta. En almuerzos ocasionales con un amigo, Miguel Ángel Sandoval, político y candidato presidencial de Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, se propusieron con Chavajay hacer una iniciativa de ley que le cambiara el nombre al estadio de Mateo Flores al nombre verdadero. Entonces la idea se veía muy lejana. Sin embargo tal idea llegó al entonces presidente del Congreso de la República, Mario Taracena, y pasó la propuesta al pleno. Para mi asombro, el cambio fue aprobado por la mayoría del pleno. Soy testigo de la llamada que le hicieron a Benvenuto para avisarle y de las lágrimas que dejó en la mesa del restaurante donde estábamos. A los meses se dio el acto inaugural frente al estadio re-nombrado, el discurso de Taracena fue parco: “Este cambio nosotros no lo vamos a comprender, sino nuestros hijos y nietos, Guatemala es un país muy racista”. El presidente Jimmy Morales también dijo algo parecido. Ese día vi como la manta negra que ocultaba el nombre fue develada para mostrarnos los nuevos apellidos grabados sobre el cemento.

Me resulta difícil ser objetivo para describir estos acontecimientos, estuve allí y la verdad me sentí profundamente conmovido por lo que veo como una de las acciones artísticas con más significado que he visto en mi vida. Sin embargo no tardó en tener críticas bastante duras. Las primeras vinieron de los sectores más conservadores y racistas de la sociedad, algo que no es para sorprenderse. Luego un querido amigo, Sergio Valdés Pedroni, cineasta fundamental, director de Querubines y Luis y Laura, increpó tal acción como una medida demagógica y oportunista por parte de Chavajay, Sandoval y Taracena. Los argumentos de Valdés se basan en que el nombre original es Revolución, y que tal medida sólo es una forma de endulzar el asunto pendiente con la Revolución de Octubre y los logros del ideario de ese período. Algo que reclama el cineasta es que a través de determinadas posiciones políticamente correctas se están evadiendo asuntos complejos y puntuales que, los gobiernos pro empresariales y aberrantemente conservadores que nos han dirigido, dejaron en el olvido. El cambio de nombre de un estadio no es nada, sino una fórmula espuria por parte de un artista, un político de izquierda y un diputado misántropo para cobrar fácil relevancia dentro de un circuito snob y carente de crítica, como lo es medio cultural guatemalteco.

Me ha golpeado mucho la distancia que han cobrado dos amigos tan cercanos a mi vida, sin embargo, como en muchas cosas que pasan en Guatemala, soy observador privilegiado de todos estos asuntos. El decreto que fija el cambio fue aplicable a una calzada y a una escuela pública. Los padres de la escuelita protestaron ante un medio de comunicación porque les estaban pidiendo que cambiaran el nombre que estaba escrito ya en el uniforme que acababan de comprar. Con los meses el tema se ha ido desvaneciendo y ya es habitual escuchar que mencionan el estadio Doroteo Guamuch Flores y que el nombre ya está inserto dentro de nuestra cotidianidad. Recuerdo que una amiga coreana que estaba casualmente cuando se confirmaron todas estas situaciones, le preguntaba a Chavajay si él se definía como un activista, a lo que parcamente responde: Yo soy un ex-cultor.

“Excultor”, tal término me refiere a la escultura social de Ai Weiwei. Esas ideas que gradualmente se vuelven bolas de nieve y terminan insertándose en nuestra memoria colectiva. Algo que no se puede montar en una galería ni en los espacios controlados de la curaduría hegemónica. Son manifestaciones similares a eso que Vicente Luis Mora llama “Escritura a la intemperie”. No existen espacios legitimadores ni panópticos. Todo es inmediato, va a la memoria, luego se incorpora al día a día. De eso que un hashtag o un post en Facebook puede ser genial o deleznable, pero atraviesa ese espacio de la idea a la acción, del pensamiento a la palabra, todo sin cruzar la garita de control de teóricos o de académicos que llegan a esto, casi siempre, de forma tardía.

Quizá sea momento de pensar en todos los recursos que existen para intervenir y acercarse al arte. Puede que volvamos al viejo manifiesto de intervenir en la historia. De existir tal intemperie, lejos de desdeñar la democratización que proponen los espacios tecnológicos, tocaría intervenirlos para que sean galerías abiertas para millones de espectadores. Quizá el artista mismo deba involucrarse en sistemas de cambio que puedan empatarse con lo político, lo crítico, lo pedagógico y alejarse de los vicios comunes del galerismo, de la sobredimensión publicitaria del mercado y del comercio de los afectos. Nadie está inmune a eso, lamentablemente.

Puedo escribir más, pero siempre busco la concisión. Creo que el minimalismo es la única manera de resistencia que como escritor latinoamericano tengo frente al barroco y al exceso de adjetivos y verbosidad seudo-académica. Así que entre más precisas sean las ideas que expongo al respecto del arte interviniendo la vida, es mucho mejor. Las imágenes hablarán por si solas, tal como las acciones.

Enero 2017

 

Javier Payeras

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas. Su obra se extiende por diversos géneros: poesía, narrativa, dramaturgia e, incluso, libros objetos y performance poéticas.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.