En palabras de Edmundo Paz Soldán: «En las novelas de Mike Wilson nada parece ocurrir y sin embargo todo ocurre. Ciencias ocultas es la profundización de uno de los proyectos narrativos más fascinantes de la literatura hispanoamericana, aquel que explota con Leñador. Wilson toma el género policial como punto de partida y lo trasciende: hay un cadáver y muchos sospechosos, pero la minuciosa indagación está más interesada en quebrar nuestras certezas sobre aquello que llamamos realidad que en resolver la transgresión. En Ciencias ocultas, el misterio es sobre todo de orden metafísico.» Aquí en penúltiMa sabemos que solo con esas palabras nuestros inquietos lectores, esos de los que presumimos, saldrán corriendo a leer completo no ya este libro de Wilson, sino todo lo que encuentren de él en librerías y bibliotecas. No saldrán decepcionados, porque no se sale incólume de los libros de Mike Wilson, la densidad que ofrecen al lector los convierte en una experiencia única y apasionante. Por eso en esta revista somos fans rendidos de su escritura. Gracias a la generosidad de Firmamento, la editorial que publica en España esta novela, podemos poner a disposición de los lectores un adelanto de la misma antes de que la semana que viene llegue a las librerías. <
Bases de las ciencias ocultas. Estas son tres.
Primero. Las leyendas y doctrinas arcaicas, así como los mitos, bajo cuyas formas simbólicas y esotéricas se encubre una verdad solo al alcance de los iniciados.
Segundo. Las tradiciones antiquísimas de la magia.
Tercero. Los modernos fenómenos del hipnotismo, magnetismo, espiritismo y radioactividad.
Roberto Arlt
En la habitación grande, la que tiene una biblioteca, una chimenea de fierro negro y una alfombra oriental, hay dos mujeres, un hombre y un lobero irlandés. Son cuatro y a sus pies, y patas, hay un cadáver fresco, tendido bocabajo sobre la alfombra. No sangra, no hay herida visible. Rodean al muerto, las miradas esquinadas. Nadie se mueve de ahí. Hay culpa. Uno de los cuatro sabe, quizá la anciana fibrosa, o el costurero chino, o la joven andrógina o el perro irlandés. La habitación tiene un cielo abovedado, un ventanal amplio que da a la calle, los vidrios están divididos en paneles, entra una luz agradable, da la sensación de que afuera está fresco, rayos solares dejan ver las partículas de polvo que flotan en el aire de la habitación, brillan y danzan lentas, las cosas están quietas, tranquilas y silentes. El piso es de parquet, tablas largas y oscuras, algunas sueltas, pero no suenan, solo se nota al pisarlas y sentir cómo se hunden un poco bajo el peso del pie. Sobre ellas descansa la alfombra oriental de tintes dorados y rojos, la sección que está cerca de la ventana está desteñida, pálida, tiene su propio encanto. En esta parte desteñida se configura el muerto, su pose pareciera no ser natural, las extremidades dobladas como de muerto calcado en tiza. El adorno central de la alfombra es geométrico y se expande en un patrón radial, en las orillas una franja floral enmarca la geometría. El hilo es fino, quizá alguna vez fue más tupido pero con los años el roce continuo de las pisadas redujo el espesor. En una orilla particular, la que está más cerca de la entrada de la habitación, se nota más el desgaste, el borde entero de esa sección de la alfombra está deshilachado. Hace tiempo que no se mantiene ni se limpia. El descuido se nota cuando uno arrastra la suela del zapato y se alza una polvareda o cuando uno pisa una de las tablas sueltas que están debajo y el movimiento catapulta polvo al aire. La alfombra exhibe algunos remiendos antiguos, cicatrices de hace muchas décadas, pero no hay costuras recientes. Debajo de la ventana hay una mesita de arrimo. Es de madera oscura, sobre ella hay una lámpara simple, con una pantalla de género color marfil. La lámpara es de bronce liso, alta y delgada, la corona una ampolleta extinguida. La base es ovalada, también de bronce, tiene un relieve, diseño arabesco, frutos, lianas, flores, nueces, higos y pequeños pájaros. La parte inferior de la base es amortiguada por un óvalo de terciopelo mostaza. El arrimo es de cerezo, el tablero es liso con taraceas de nácar en forma de rombos que cruzan el largo de la superficie. Una de las taraceas ha desaparecido, alguien la ha quitado, en su lugar queda un hueco en forma de rombo. La falta es reciente, no hay polvo en el fondo del relieve. A la izquierda de la lámpara hay un florero delgado de porcelana china. Tiene una base amplia y una trompa lisa que se abre en una copa acampanada, rematada por un anillo dorado que recorre el borde de la porcelana. La superficie glaseada es blanca con aves pintadas, el trazo es delicado, colores suaves, celestes y rosados. Entre la base y la trompa se conectan las asas, una de cada lado, son delgadas y curvas. Contiene flores, cinco claveles blancos con orillas rojas, idénticos todos. Entre ellos se acomodan racimos etéreos de gypsophila, sus diminutas flores blancas parecen flotar en el aire entre los claveles como si fuesen pequeñas abejas albinas que tiemblan ante la más mínima vibración. El aroma de las flores se siente desde el otro lado de la habitación. El sol que entra por los cristales del ventanal lanza una luz cuadriculada sobre las flores, el florero, la mesa de arrimo, parte de la alfombra, la pantorrilla de la anciana fibrosa, el lomo del lobero irlandés y ambas piernas del cadáver tendido entre los cuatro. El brillo cuadriculado no alcanza a manchar al costurero chino ni a la joven andrógina. Ella se ocupa en frotar una ceniza negra entre su pulgar izquierdo y el índice. Se mira con el lobero. El costurero chino se rasca la papada con la uña larga del meñique. En el costado derecho de la mesa de arrimo, junto al florero de porcelana china y la lámpara de bronce, hay un bol de cristal blanco de corte diamante biselado, tiene una tapa de cristal redondeada, también con corte diamante. Ambas piezas, bol y tapa, se unen para formar una manzana de cristal. En la cima de la tapa, en lugar de un tallo, hay un pequeño obelisco transparente que emerge de un adorno cristalino con la forma de una flor de lis. La base del bol es sostenida por cuatro patas curvas hechas de plata esterlina. La plata está opaca y amarillenta, sin lustre. Al pie de cada pata se adhiere una pequeña esfera de cristal, salvo a una. A esa le falta la bolita, esto hace que la manzana de vidrio se incline levemente hacia la izquierda, hacia la lámpara de bronce. Adentro del bol hay cuatro dátiles. Se ven maduros y dulces. Brillan y son pegajosos. El dátil que está en la cima pareciera estar mascado. El ventanal se alza del piso casi cuatro metros hasta el cielo abovedado de la habitación. Es amplio y batiente, mide dos metros de lado a lado, y está dividido en paneles cuadrados, cada cristal se enmarca entre listones delgados de hierro y plomo que cruzan el ventanal en líneas perpendiculares. Las tres filas superiores de cristales, próximas al cielo, son vitrales de tinte verde olivo. Uno de los vitrales, en el rincón superior derecho, está resquebrajado, pero íntegro, no le falta ni una astilla, tampoco ha sido perforado. En la cima del ventanal se extiende una caja ancha de la que cuelga el cortinaje. La caja es de palo de rosa y sirve para ocultar la vara a la que se ciñen las cortinas. En la superficie exterior de la caja se exhiben tres paneles de cerámica carmesí al estilo oriental, con ornamentaciones típicas del sudeste de Asia pintadas en azul cobalto y dorado. El ventanal está encortinado por pliegues de seda verde cartujo y géneros dorados con flecos negros. Las telas fluyen por los costados de los listones laterales y están ceñidas a la altura de la mesita de arrimo por cordeles plateados con borlas negras. Los cordeles se sujetan a unas clavijas con gancho fijadas a la pared. Las cortinas casi llegan hasta el piso, se detienen a unos cinco centímetros de las tablas, a la altura del zócalo. El zócalo es de madera estucada y está moldeado a la manera victoriana, blanco y biselado, termina con un pie redondeado que conecta el muro al piso. La franja recorre las cuatro paredes de la habitación. Cerca de la puerta de entrada hay una sección de estuco que está pulverizada. También, en ese lugar, hay unas lenguas de hollín negro que manchan la pared desde el zócalo hasta la altura de la moldura guardasillas como si ahí mismo se hubiese producido una pequeña combustión contenida. En la base de la mancha el papel tapiz está crispado, retraído de la pared, abriéndose por la mitad en bucles simétricos, desnudando unos veinte centímetros de muro. La moldura guardasillas, en paralelo al zócalo, rodea la mayor parte la habitación, y recorre tres de las cuatro paredes, interrumpida solamente por el marco de la puerta, los anaqueles de la biblioteca y el marco del ventanal. La pared occidental es la excepción, aquel costado está cubierto por un panelado de cerezo que aloja el nicho de la chimenea. Al igual que el zócalo, la moldura es de madera blanca, biselada en la franja superior e inferior, dejando así un relieve convexo y redondeado en la franja central. Los marcos de la puerta y del ventanal se conforman al estilo del zócalo y de la moldura guardasillas. Diseño simple, madera blanca, y dos líneas de relieve biselado que recorren los costados de las aberturas. Tanto la ventana como la puerta de la habitación exhiben dinteles de ébano. La madera negra brilla en contraste con los listones blancos de los marcos. Los bloques de ébano son rectángulos gruesos y densos, trabajados a mano. En las superficies expuestas de los dinteles se pueden distinguir las marcas de 16 las herramientas dejadas por los carpinteros. Una que otra estría carmesí atraviesa el grano de la madera haciendo que el negro se vea aún más oscuro. El dintel que descansa sobre el ventanal está semioculto por la caja de cortinaje, mientras que el dintel sobre la puerta se exhibe en su plenitud. En el extremo derecho del ébano, apenas visible, hay una forma geométrica tallada en la superficie, pareciera ser el boceto de una constelación, cincelada a mano y con prisa. A simple vista las marcas parecen rasguños, pero de cerca se pueden distinguir las líneas y puntos de un mapa estelar, incluyendo los trazos elípticos de órbitas desconocidas. En total se representan ocho planetas o astros, o una combinación de ambas cosas. En las orillas del boceto hay símbolos, cifras y lo que parecen ser runas de algún tipo. Más arriba, uniendo las paredes con el cielo abovedado, está la última moldura. Es de yeso, está dividida en tres secciones, con friso, geison y cornisa. El friso exhibe un bajorrelieve de labor meticulosa que representa formas tentaculares, semejan las extremidades de un kraken o de algún otro leviatán de origen incierto. En cada rincón de la cornisa, en la unión de paredes, hay un adorno con la forma de un bucle enrollado en cuyo centro se representa un ojo sin párpado. Los adornos están configurados en los cuatro rincones de la habitación de tal manera que cada ojo pareciera mirar en diagonal a su contraparte en el otro extremo de la pieza. Las miradas trazan una equis imaginaria que cruza el cielo de la habitación.

Mike Wilson (Misuri, Estados Unidos, 1974) es una de las revelaciones de la literatura chilena de la última década. Educado en Argentina y Chile, reside en dicho país desde 2005. Es autor de las novelas El púgil (2008), Zombie (2009), Rockabilly (2011), Leñador (2013), Ártico: una lista (2017), Ciencias ocultas (2019; Firmamento, 2021) y Némesis (2020), así como de los ensayos Where Is My Mind? Cognición, literatura y cine (2012) y Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas (2014). En 2013 fue galardonado con el Premio de Creación Artística Universidad Católica y, en 2014, con el Premio de la Crítica chilena y el Premio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Wilson es asimismo doctor en Letras por la Universidad de Cornell y se desempeña como profesor asociado en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
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