Me acabo de enterar de la muerte de Luis Chitarroni. No estaba al tanto de la grave septicemia que nos lo acaba de arrebatar. Pensaba, como todos, que con el duro trance médico que sufrió hace unos años había logrado dar esquinazo a la muerte, siquiera por un tiempo. No terminamos de salir de una lúgubre serie de pérdidas que nos han ido arrebatando a buena parte de una generación. Ya habíamos perdido hace tiempo a Feiling hace muchos años. Pero en un plazo brevísimo se fueron Forn, Chejfec, Cohen casi sin darnos cuenta. Cuesta un poco hacerse a la idea de que Chitarroni ya no esté. Fue un editor tan grande, tan determinante para entender la literatura argentina de las últimas décadas, sobre todo los años pasados en Sudamericana a dónde entró de la mano de Pezzoni, que eso ha opacado un tanto su propia trayectoria como autor. Y es algo injusto. Desde luego basta con ver la nómina de autores que publicó: Guebel, Bizzio, Ferreyra, Negroni, Tabarovsky recibieron de él el espaldarazo, tuvo la suerte de publicar títulos de Aira, Piglia, Fogwill, Gusmán… La primera vez que viajé a Argentina no lo conocía para nada. Tabarovsky, que por entonces era el editor de Interzona, me dio la misma tarde en que llegué un ejemplar de Peripecias del no. Por entonces no sabía nada de Babel, y era completamente incapaz de entender la parte en clave de esa novela. Me fascinó igualmente. La leí de corrido en mis primeros días en la ciudad, al tiempo que conocía calles y barrios, en la bolsa que me acompañaba en mi primera inmersión en la ciudad. Guardo un recuerdo imborrable de aquella lectura. No llegué a ser jamás amigo de Chitarroni. Ni siquiera tuve la suerte de tomarme con algún café. Las peripecias de la vida son así. Nos hicimos amigos aquí, en la realidad paralela digital, en el patio de vecindidad que es Facebook. Y siempre me pareció alguien cercano, amable. Un erudito nada presuntuoso. Cuando leí su libro publicado por el MALBA sobre la literatura latinoamericana a través de la herencia de Borges le comenté algunas erratas y deslices y se mostró atento y agradecido. En el proemio a su recopilación de textos de la UDP descubrí una errata y le pareció un hermoso desliz suyo y de la editorial. Muchos de esos errores eran fruto de su modo de trabajo anterior al mundo Google. Chitarroni no chequeaba sus datos, no contrastaba sus recuerdos de un libro, pertenecía a la época de la biblioteca inagotable (basta con ver fotografías de su casa) y de la memoria, siempre despierta y siempre afilada cuando se sentaba frente al teclado. Los que hemos desarrollado nuestra carrera con el comodín de internet caeremos en menos errores, pero carecemos de la seguridad de su generación para confiar en nuestra cabeza y nuestra visión del mundo. Y sus novelas. Su narrativa es de una exigencia que carece de petulancia o de aspereza. No renuncia a exhibir su culturanismo, pero no exige como contrapartida una cultura comparable. Sus textos son viveros eternamente florecidos de los que sacar las mejores semillas para el propio huerto. Hace unos meses anduvo Daniel Guebel, uno de sus mejores amigos, y estuvimos hablando un poco de Guebel y de la época de Babel. Dani dijo que el único mérito de Babel fue servir como excusa para las Siluetas de Chitarroni. Creo que no anda, para nada, equivocado. Ahora toca hacerse a la idea de que ya no contaremos con él, de que se ha ido otro de los grandes de la literatura argentina, que de modo acelerado está perdiendo a muchas de sus referencias de modo inesperado. Lo vamos a echar mucho de menos. Al menos en esta casa será así. Descanse en paz, maestro.