Usando como excusa Un hombre flaco, el excelente libro donde Daniel Titinger disecciona los últimos años de vida de Julio Ramón Ribeyro, Felipe R. Navarro traza un esbozo de su rendida admiración por el mejor cuentista peruano del siglo pasado, y el único que puede competir con José María Arguedas por el título de mejor narrador del Perú.
En mitad de uno de los caminos que suelo usar para correr hay un árbol. O mejor, había un árbol; un eucalipto. Tenía el tamaño de un edificio de varias plantas. Cuando urbanizaron y asfaltaron la zona para construir cerca un centro comercial respetaron el árbol, que quedó en una pequeña mediana en mitad de los dos sentidos de la calzada. Cuando cogía ese tramo para ir de vuelta ver a lo lejos la alta copa me permitía saber cuánto me quedaba para acabar. Hace unos meses, quizás más de un año, el árbol se partió tras una tormenta, y lo talaron. En mitad de la mediana elíptica queda ahora el descomunal tocón, que se va deshaciendo con el tiempo. No es una imagen con intención literaria. El tocón necesita al menos tres hombres para abrazarse, y se va deshaciendo, cada vez que paso se han desprendido varias lascas más de corteza o están a punto de caer. Cuando lo cortaron y pasé por vez primera junto a él paré a tocarlo; han sido bastantes años pasando bajo esa sombra cuando por ahí esa era la única sombra. Ahora no hay ninguna en la larga recta, ninguna, cae el sol sobre nosotros y ya no hay nadie que me refresque del calor ni que me anuncie dónde estoy ni cuánto queda si me pierdo cuando mientras corriendo van en dirección contraria el cuerpo y la cabeza. Quizás ese primer día en que me detuve para ver qué había pasado y qué había quedado de él tras la tormenta, la tormenta y el maltrato de los años, y que puse las manos sobre la corteza y quizás incluso hice por abarcar el tronco con mis brazos se me escapó alguna lágrima, porque así es como funcionan habitualmente la nostalgia y la melancolía.
Desde ese día siempre lo toco al pasar. Corro por el asfalto porque en esas horas nunca hay tráfico -en realidad también lo hago aunque haya tráfico, y algunos me pitan y yo los saludo y les digo adiós, adiós, lárgate ya con tu queja, adiós, hombre encerrado, adiós- , sólo un árbol muerto y yo, y unas veces paso por un lado y otras por el otro, no es deliberada la elección, voy pisando y quizás según cuál sea el pie del primer apoyo que hago tras el leve repecho desde el que se abre la recta sucede de un modo o del contrario. Aflojo un poco o quizás no y extiendo la mano y unas veces es una y otras la opuesta y rozo la corteza que va desprendiéndose o el núcleo blanquecino de lo que fue un árbol o que quizás aún lo es. Las manías se van apoderando de nuestros gestos con el tiempo, se hacen nuestros gestos, y acaban siendo nosotros más que lo que creemos que somos o quien creamos que somos, y quizás sean la única momentánea, ficticia, solución al irresoluble problema del quién. Lo irresoluble es lo que no puede resolverse y lo que no puede disolverse sino sólo acumularse, y por eso, ante lo irresoluble, ante el concepto imposible del quién, de la identidad, sólo podemos ofrecer un amontonamiento, aparentemente ordenado a veces, de imágenes y movimientos o detenciones en mitad de esos movimientos y frases que se pierden unas veces y otras se quedan en la memoria de los otros, relatos superpuestos o colocados unos junto a otros: ficciones, claro, ficciones. No somos eso, pero no creo que podamos estar mucho más cerca. El gesto de alargar la derecha o el gesto de alargar la izquierda, ¿son de la misma persona, soy el que pasa por el lado más cercano al centro comercial o el del lado más cercano a la autovía? La pregunta no es un intento de engorde retórico, porque entramos y no entramos en una vía auxiliar que no es la misma.
Hace unos días y acerca de un suceso nada agradable e impensable un buen amigo concluyó al saber del asunto: No conocemos a nadie. Desde que oí su sentencia no se va de mi cabeza, y ahí seguía al ponerme las zapatillas, y mientras pisaba las líneas blancas de los arcenes y atravesaba los cruces: no conocemos a nadie. Y mientras me decía No conocemos a nadie y corría y alargaba la mano y no sabría bien decir, no lo recuerdo, si he pasado hoy a la izquierda o a la derecha del tocón, iba recordando el retrato de Julio Ramón Ribeyro que Daniel Tintinger hace en Un hombre flaco -Ediciones Universidad Diego Portales, 2014-. Como cuando vi el árbol talado tras la tormenta, puede que también en algún momento se me escapase alguna lágrima mientras lo leía o al acabar la lectura. Al terminar algunos libros, aquellos que se empeñan en no irse de mí, me quedo siempre un rato abrazándolos, sin saber qué hacer o qué decir, como un saco vaciado, y tardo mucho en buscarles un sitio en los estantes en los que ya no hay apenas sitio, porque en los días sucesivos vuelvo y vuelvo a cogerlos intentando entender o permanecer algo más en ellos. El libro de Daniel Tintinger es un libro acerca de un hombre que ves caminar por una avenida con un árbol en medio, y unos días el hombre pasa por un lado y otras se aleja en la avenida por el otro lado del árbol, el hombre va fumando todo el rato y quizás lleva un libro en las manos y uno se pregunta quién es de los dos; aunque lo intuya, uno se pregunta quién es ese hombre del mismo modo que se pregunta quién es uno mismo, a sabiendas de que uno no es sino una imagen especular y especulativa en los ojos de otro que nos contempla alejándonos, en los ojos de uno como otro. La lectura de Un hombre flaco ha venido a continuación de que yo mismo hubiese concluido la escritura de un texto sobre los diarios de Ribeyro, uno de los libros más señalados que poseo, que nunca va a los estantes, que siempre está dando vueltas por la casa, en las mesas o sobre la cama o en los brazos de los sofás o en el mueble de la entrada. Leo esos diarios, La tentación del fracaso, de continuo, al igual que rebusco cada poco en sus cuentos -últimamente no hago más que leer y leer el último cuento que Ribeyro escribió, Surf, y que cierra su recopilación, La palabra del mudo, y detengo esta escritura y lo leo de nuevo al haber escrito su título, y leo su última palabra, una y otra vez, una y otra vez-, o que vuelvo a Prosas apátridas como cuando leo por ejemplo a Heráclito: casi como una mancia, creyendo que lo que sabemos sólo es un conjunto de fragmentos cuyo sentido cambia porque entramos y no entramos al río que es y que no es y no somos los mismos nunca.
Ribeyro es un hombre rodeado por las leyendas, quizás como todos los hombres. Como todos los hombres, acaba siendo el resultado del relato de quienes lo conocieron y del modo en que ellos lo veían y lo querían o lo odiaban; todo hombre es una dialéctica. ¿Ribeyro es el hombre que se queja de su salud de mierda en París o el que canta boleros en los karaokes de Lima, el que arroja colillas a la Plaza Falguiere y empeña libros para poder desempeñar la máquina de escribir o al que aclaman en Lima como a una estrella de rock, es el que ve pasar por la casa su futura viuda Alida o el que baila con su último amor Anita Chávez, es el hombre de espaldas en su departamento de Barranco, mirando el océano en el que se baña en las horas en que nadie lo ve o el hombre que bebe una copa de Burdeos al acabar otro viernes laborable en una oficina de la Unesco en París? En el libro emocionante de Tintinger, que ni mucho menos es una hagiografía, se habla del vino que tanto le gustaba a Ribeyro y se habla de celebrar a Ribeyro con vino, y en el texto que yo acababa de escribir sobre él aparecía el vino para todo eso, y quizás esa coincidencia sumada a otras tantas, el mar, las madrugadas, las terrazas, el abandono del Derecho, fue lo que hizo que durante la lectura se me fuese cara abajo alguna lágrima, lo que es más fácil camuflar con el sudor si sucede cuando estás corriendo pero difícil de explicar sin que te salgan más cuando pasa en mitad de la casa abarrotada de la vida que corre paralela a la lectura. Iba corriendo y recordando la lectura del libro de Titinger, y no había nadie en la calle, y la carrera era como emular a Ribeyro cuando iba a nadar en las horas en que la playa estaba desierta y nadie podía ver sus cicatrices. Pienso en alguien que pueda ver a un hombre flaquísimo que al desvestirse en la penumbra de la playa deja al descubierto una larga cicatriz que le señala el costado y que se mete al mar y que comienza a alejarse, y en cómo ese espectador regresa a su casa repitiendo en ese camino gestos de los que a veces ya no es consciente, y se sirve una copa y se asoma a la terraza de su casa y se acuerda del hombre flaco que ha visto antes; ¿qué historia se cuenta sobre él, lo que sabe sobre él con la única imagen que posee es menos cierto que lo que sabría oyendo a otros hablar sobre él? Leo a Tintinger después de haber leído sin cesar a Ribeyro y me pregunto si aun cuando pudiésemos leer todos los diarios de Julio Ramón que no se han publicado sabríamos algo de él, y si sabría él algo acerca de sí mismo que pueda ser tomado tras la lectura como verdad, porque la verdad no es un concepto sino un amontonamiento más o menos ordenado que se le parece. Corro en la madrugada con todo eso en la cabeza mientras el cuerpo va dictando su propio relato y los ritmos de pies y pensamiento se alejan, y a ratos no sé quién soy cuando regreso de esos ejercicios digresivos, de esas elipsis que son tanto el entrenamiento y la contemplación como la escritura, no sé quién soy ni dónde estoy. Quién podría decir, viéndome desde lejos, si el hombre flaco que pasa junto a ese tocón en mitad de una innecesaria mediana va o viene, si sabe hacia dónde corre o es tan sólo otro hombre perdido.
Felipe R. Navarro (Málaga, 1969) se gana la vida como abogado, ha sido incluido en diversas antologías y tiene dos libros de cuentos imprescindibles. Uno es Las esperas (2000) y el otro Hombres felices (2015). Es corredor de fondo.
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