Gracias a la gentileza de  la editorial Acantilado ponemos a disposición de los lectores de penúltiMa uno de los cuentos del nuevo libro de relatos de una de las voces más personales de su generación, Sònia Hernández, donde explora con marcada sensibilidad la vida, el dolor, la ausencia y la otredad. Este volumen reúne trece narraciones que nos hablan de las diversas formas de la pérdida, la que acaece con el paso de los años, la muerte de los seres queridos o la sensación de extrañamiento del mundo. Todos ellos son distintas expresiones de la sensibilidad que empuja constantemente a la narradora a la escritura, y a su vez homenajes íntimos a personas que perviven en su memoria o a lugares a los que la añoranza le permite volver. En la concisa prosa de estos relatos —donde resuenan una vez más los ecos de la desesperación y el humor tan característicos de la literatura del absurdo— se reconoce la personalísima voz de la autora, que ya le ha brindado reconocimiento tanto dentro del género de la poesía como el de la narrativa en castellano.

 

Claro que he soñado que volaba, pero no lo recuerdo. Como cuando Dédalo dice—evocado y encerrado por Tabucchi en el laberinto—que sólo él puede salir de allí, porque es arquitecto e inventor, pero que no lo recuerda. Yo sé que he soñado que volaba, y todas esas imágenes aprehendidas y las sensaciones experimentadas deben de estar en algún lado. Por ejemplo, en ese agujero negro que la claridad del día niega y no se ve, esa materia oscura en la que nadie sabe lo que sucede o que a veces adquiere la forma oscura de mi sombra.

Un profesor que luego resultó ser un traidor porque se negó a ser como yo lo había imaginado puso en mis manos el cuento en el que Tabucchi narra el sueño de Dédalo. Entonces yo vivía en suspensión y memoricé la frase en que Dédalo se repite a sí mismo que sólo él puede saber cómo salir de allí, pero no lo recuerda. He vivido muchos años en suspensión, y es lo más parecido que recuerdo ahora a soñar que vuelo. No podría precisar el momento exacto en que se produjo el prodigio de la elevación. Y que conste que no hablo de ningún tipo de levitación mística ni nada parecido, que no se me malinterprete. Se trataría, en cambio, de algo más parecido a un desprendimiento volátil. No recuerdo el punto de inicio de tal situación ni qué acontecimiento podría provocarla, pero sí que ha durado hasta esta edad incierta de los últimos coletazos de la juventud o de inicio dubitativo de la madurez. Es decir, que pasé buena parte de mi infancia, toda mi adolescencia y toda mi juventud en suspensión. Hasta ahora.

Cuando alguien vive suspendida a unos cuantos metros por encima del suelo, necesita frases certeras a las que aferrarse, y la literatura es una buena fuente de la que proveerse. Por eso yo memoricé la cita de Dédalo en el relato de Tabucchi. A veces pensamos que desde la distancia que nos proporciona la altura se adquiere perspectiva y se comprenden mejor los fenómenos que se perciben, pero no siempre sucede así. Cuando yo vivía en suspensión, habitaba un confuso lugar, entre el cielo y la tierra, desde donde era difícil entender lo que sucedía abajo, aunque muchos de los acontecimientos me concernían directamente. Ni siquiera disponía de la rotundidad de los árboles y sus ramas, como sí le sucedía a Cosimo, el barón rampante de Italo Calvino. Y si yo dirigía la vista hacia arriba, todo se oscurecía progresivamente. O sea, que viviendo de tal manera era muy difícil apreciar un horizonte, porque lo que se ve se torna inestable y cambiante, nunca se acierta a señalar hacia la reconfortante línea que separa tierra y cielo para quien camina sobre una superficie firme. Y mirar hacia el horizonte es dar por hecho que puedes seguir avanzando hacia algún punto. Quienes no lo ven, por tanto, no pueden caminar hacia delante.

Un chico del instituto me dijo que vivía en las nubes. Otro traidor. Cuando se vive en el estado en el que yo me encontraba, estas traiciones, igual que la del profesor, se sienten como incidentes trascendentes porque alteran de forma notable el mapa o plano que observamos más abajo como representación de la vida propia. Sobre cada línea o recuadro sucede una serie de acontecimientos concretos en los que se ven involucrados exactamente ciertas personas y no otras. Cualquier alteración puede provocar la distorsión de las coordenadas y podemos acabar desorientados, como los astronautas que pierden la conexión con su nave o estación espacial, o como cuando Ícaro desatendió las advertencias de Dédalo sobre la distancia que debía mantener respecto al sol.

Tabucchi, en el sueño de Dédalo, encontró al Minotauro afligido. El dolor del hombre bestia desplaza el centro de atención del relato. Ya no nos identificamos con la angustia del arquitecto que no sabe salir del laberinto, sino que nos conmueven los sentimientos del ser equivocado. En los sueños eso sucede una y otra vez. Cuando yo vivía en suspensión no sabía si era Ícaro, Ariadna o el Minotauro. Tenía serios problemas para comprender qué papel me tocaba representar, algo que —como es comprensible— me causó muchos e incómodos inconvenientes.

El caso es que, cuando uno está ahí arriba, el tiempo ni se mide ni transcurre del mismo modo en que lo hace aquí abajo, donde no dejan de sucederse los fenómenos que tienen consecuencias que van modificando el mapa y las coordenadas en las que se ha ido desarrollando una suerte de vida paralela de quien ha estado alzado tantos metros sobre el nivel de eso que convenimos en llamar realidad. Hasta que, de improviso, algún acontecimiento traumático vuelve a dotar de su poder a la gravedad y se pone fin bruscamente a la liviandad.

Al descender tan rápido, quien lo experimenta se siente desorientado, y al encontrarse de bruces ante la vida paralela que ha ido transcurriendo sin nosotros, tan desaprovechada, tan vacua, aparece el deseo imposible de reclamar responsabilidades. No parece lógico ni justo tener que asumir las consecuencias de los actos realizados o evitados por otra persona que, siendo nosotros, se comportó como un verdadero extraño. Así, en plena confusión, te preguntas si el sueño es lo que sucedía a ras de suelo sin tu presencia mientras estabas en el aire o si, por el contrario, el espejismo era tu imagen volando.

En el sueño de Tabucchi, Dédalo ayuda a salir del laberinto de pasillos al hombre bestia que es el Minotauro. Para ello, tiene que vencer a los guardianes de la puerta definitiva respondiendo a una pregunta. Si el Minotauro no responde correctamente, pagará con su vida. Pero con una doble mentira consigue salir. Tal vez, negando la negación también yo podría discernir si la vida verdadera es la soñada en suspensión o la vivida con los pies en el suelo, aunque sin conciencia.

Cuando Dédalo, en su sueño, le da las alas de cera al Minotauro no le advierte de los peligros de acercarse demasiado al sol, como dicen que sí hizo con su hijo Ícaro. En la narración de Tabucchi, Dédalo observa cómo el hombre bestia se marcha volando. Ya desde el suelo firme, satisfecha de la reconquista aunque incómoda por tener que transitar por un camino que otra permitió que se llenara de broza, a veces sueño de nuevo que vuelo observando al Minotauro. Igual que Dédalo en el sueño de Tabucchi, en ocasiones me detengo a observar el vuelo de hombres bestias hacia la luz de las estrellas. Y quiero pensar que, efectivamente, en algún lugar me estoy soñando volar o siendo parte de todo ese cielo oscuro con caminos y estelas que son reflejo arriba del laberinto de abajo.

 

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008) y La propagación del silencio (2013), y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019). En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La VanguardiaÍnsulaCuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Fotografía de la autora: Edu Gisbert