En torno al premio Nobel de esta última edición, tan polémico como aclamado, el autor de este texto se permite hacer algunas valoraciones sobre lo sucedido hasta el pasado domingo, cuando se hizo finamente pública la grabación del discurso de aceptación de Dylan e, incluso, aventurar una interpretación de los hechos.

 

Han pasado ya varios meses de los hechos y todo parecía haberse olvidado hasta que la Academia sueca colgó en Internet la grabación del discurso donde Dylan acepta el premio. No, esto no lo han dado en las noticias. Ya no es noticia el premio a Dylan, fíjense que rápido caducan los asuntos por mucha polémica que generen en su momento. Nadie quiere acordarse ya de la desidia con que Bob Dylan pareció recibir su Premio Nobel. Per Wätsberg, uno de los miembros de la Academia sueca, tildó públicamente la reacción del cantante como «descortés y arrogante». No sabemos si la institución coincide o no con las opiniones expresadas por su miembro en una entrevista televisiva, pero de momento ahí quedaron. Fue un episodio más de un culebrón anunciado en el mismo momento en que se hizo público el fallo. Alguien debiera recordarle al académico escandinavo que Dylan no se presentó como candidato al premio, que lo postularon otros sin preguntarle siquiera si le interesaba, y por tanto reprocharle que no se haya lanzado a dar saltos de alegría y celebrar su galardón apenas salió la noticia, o por o contrario rechazarlo como otros esperaban que hiciese, es lo verdaderamente descortés y arrogante. La arrogancia de los académicos suecos es, en ese sentido, algo que no debería sorprendernos a estas alturas. Ellos se arrogan –eso es alguien «arrogante», quien «se arroga algo», cosa que, por cierto, no ha hecho Dylan que, sencillamente no dijo «esta boca es mía» sobre las declaraciones hasta la fecha de hoy, al menos públlicamente– la facultad de decidir qué escritores han cumplido o no sus normas particulares de excelencia estética y corrección política para poder, por lo tanto, ser premiados o no con el prestigioso premio y su millón de dólares de propina. Borges, por ejemplo, no cumplió con esos criterios de corrección, tampoco Nabokov, ni tantos otros. El Premio Nobel de Literatura, que genera siempre mucha más controversia que el resto de las categorías, en las que no parece tener todo el mundo una opinión tan formada, carga con una célebre historia de aciertos y olvidos ya extensamente inventariada. Paradójicamente, sus fallos no fueron todos aciertos, y la lista de olvidados equipara en calidad a los agraciados. Lo más sencillo, lo más lógico, sería resumir diciendo que el Nobel sirve, inequívocamente, para dar visibilidad a escritores que, de no ser por haber sido premiados por la lotería de los arrogantes académicos suecos, habrían tenido mucho menos eco. Al Nobel hay que agradecerle pues que pusiera a Aleksievich en el ojo de mira del público, como lo hizo antes con Szymborska o con Müller en fecha reciente. En ese sentido uno debe compartir la preferencia que han expresado ya muchos otros de que autores como Adonis o Ngũgĩ wa Thiong’o lo hubieran obtenido este año. Y, en la misma línea, poco necesitaban ya autores como Vargas Llosa o Modiano la palmadita en la espalda que les dieron de con el premio, como tampoco, independientemente de su dispar calidad, lo necesitan ya ni Murakami ni Phillip Roth, que seguirán vendiendo palets de libros o recibiendo el consenso crítico respectivamente se acuerden de ellos no en Estocolmo. Por eso no es casual que muchos recuerden que a menudo los académicos suecos no premian, sino que se premian a sí mismos, o bien que quieran ser los más papistas o los más osados, como ha sucedido este año.

Conviene recordar, para los más despistados, que Bob Dylan sí ha publicado libros: ahí está una novela extraña y rupturista titulada Tarántula, un libro infantil o el primero de los tres volúmenes de las memorias que le contrataron –con suculento contrato que ahora, quién sabe si al fin le salga a cuenta a la editorial que ganó la puja– que se publicó bajo el nombre de Crónicas Volumen 1, y que ya despistó a muchos porque en él exhibía una prosa tersa y pulcra, poco que ver con la de su novela, memorias en las que evitó intencionadamente los momentos más relevantes de su agitada biografía, o al menos los que todos los fans y periodistas musicales esperaban. Ahí están sus libros, incluido un voluminoso cancionero, y todos están en castellano en las librerías de la mano de Malpaso. Pero los académicos suecos no le han premiado por sus libros, sino por ser un «bardo», por las letras de sus canciones. Y es aquí donde hay que buscar el verdadero sentido al desmadre que viene ocurriendo desde hace meses. Nadie con dos dedos de frente va a intentar convencer a persona alguna de que los versos de las canciones de Dylan son malos. Habrá gente que lo piense así, y están su derecho de hacerlo, pero hace ya muchísimo tiempo que le abrieron las puertas de las instituciones que legitiman el reconocimiento del parnaso lírico: escritores, críticos, la universidad, instituciones oficiales, etc. Nadie pone en duda la calidad estética de las letras de sus canciones. La controversia, por supuesto, se ha cimentado en que el vehículo de su creación no ha sido literario sino musical. Por los mismos motivos unos pusieron en duda desde el inicio el fallo del jurado mientras otros se lanzaron a festejarlo. Paradójicamente el cuestionamiento ha venido desde voces pertenecientes al mundo de la literatura, que de modo justificado ponían en duda que, incluso asumiéndolo como poeta, fuera el más destacado de su generación y de su país –que cuenta con autores del peso de Ashbery, Carson, Glück o Simic, por citar una muestra variada en todos los sentidos–.

Lo más llamativo, donde reside la sorpresa a fin de cuentas, es que nadie pareciera descontento con el galardón desde el terreno de la música. Todos, al menos en el mundo hispanohablante, recibieron la noticia con beneplácito y alegría, destacando que, finalmente, los académicos suecos hubieran reparado en una veta marginada hasta entonces. Algunos, porque el mundo está lleno de intrépidos y aprovechados que quieren arrimar el ascua a su sardina, ya se han lanzado a proponer candidaturas patrias. Pero, si a primera vista parece tan buena idea sobre el papel, la pregunta fundamental es por qué el mismo Dylan hizo oídos sordos durante tanto tiempo tras el fallo del premio. Incluso, detalle importante, cuando en su web oficial apareció a los pocos días de hecho público el veredicto del premio la noticia del lanzamiento de una nueva compilación de las letras de sus canciones, donde se incluía el Nobel en el currículum del compositor, apenas saltó la noticia en los medios de que eso podía ser leído como un indicio de aceptación del Nobel el detalle fue corregido y desapareció toda referencia al respecto en la web del cantante. Luego, tras las declaraciones del académico sueco, que no fueron respondidas, llegó la aceptación y todo el paripé absurdo que se vivió en relación a la ceremonia: un discurso leído sin su presencia, la actuación de Patti Smith y su lapsus, la final entrega del premio a título privado, toda es pantomima que en realidad debe ser leída como una doma de largo recorrido. Desde luego a muchos parece habérseles olvidado que el Dylan de hoy no es ya el que se plantó en el festival de Newport con una guitarra eléctrica, ese gesto que tanto fastidió a la escena folk de entonces, Pete Seeger incluido, y dejó «a la mitad de la audiencia electrificada y a la otra mitad electrocutada» con su Maggie’s Farm. Ni el que responde al espectador que lo llama «Judas» con un «No te creo, eres un mentiroso», y acto seguido indica a los músicos que toquen lo más alto posible Like A Rolling Stone. No, el Dylan de hoy hace comerciales televisivos para ser estrenados en la Super Bowl. No es ya ese icono de la disidencia. Quizás por eso su discurso, trufado de algunos clichés y algunas sorpresas en las referencias que maneja sea el último botón de muestra del apaciguamiento de Dylan, que antes hacía la revolución tras una guitarra y luego la usó para rendir honores a un pontífice. Su discurso, como siempre, gustará a sus fans y resultará criticable para sus detractores. Nada nuevo bajo el sol, hace tiempo que no aporta muchas cosas nuevas ya, acaso su principal virtud, hoy, sea hacer con sabiduría muchas veces lo mismo. En los años sesenta eso habría sido leído como decadencia, hoy se lee como aquilatación y decantación de una obra. No han cambiado los hechos, sino el modo en que se interpretan.

Aunque hay algo más: acaso todos parecen estar olvidando algo determinante en todo este asunto: Dylan, al contrario que Leonard Cohen, por poner un ejemplo comparable, no terminó en la música como segunda opción. El cantante canadiense ha reconocido en más de una entrevista que él sí se lanzó a la carrera de cantautor al comprobar que apenas vendía ejemplares de sus poemarios y en cambio los recitales a los que acudía como público estaban siempre abarrotados. Cohen acertó, y supo reinventarse como cantante de registro monótono y susurrante que sirve como vehículo idóneo de la potencia de sus versos. Pero Dylan hizo aparición pública ya aferrado a su guitarra y no la ha abandonado jamás. Ya fuera la acústica de sus inicios, como la de su adorado Seeger, o eléctrica e incómoda para los puristas del folk más tarde cuando decidió evolucionar musicalmente. Bob Dylan jamás se ha presentado a sí mismo como escritor, ¿por qué debería entonces sentirse halagado por un premio que privilegia apenas una faceta de una vocación ligeramente distinta? Es más, ¿por qué debe sentirse honrado cuando se olvida su profesión principal? Hay algo que podría describirse como desagradable en la persistente insistencia en destacar tan solo sus letras, decir que canta mal o que sus melodías son repetitivas, que esas canciones larguísimas, construidas sobre tres acordes son apenas el soporte de torrenciales imágenes o hallazgos líricos. Es como destacar de un cocinero que es quien mejor sabe repartir los ingredientes sobre el plato, la ya famosa mise en place, y jamás reconocer los sabores que salen de sus fogones. ¿Usted se sentiría halagado? Yo creo que la reacción de Bob Dylan con el Nobel debe entenderse en ese sentido. Seguramente agradece el detalle de considerarlo un poeta, pero él siempre se ha ofrecido públicamente como músico, ¿por qué debiera agradecer el premio entonces? Alguien con más ínfulas, que se tomara más en serio el asunto, habría rechazado el premio instantáneamente, pero Dylan está, en realidad, pagando a los arrogantes académicos suecos con su misma moneda. Ellos no parecen enterarse de qué es lo que en realidad lleva haciendo desde hace más de cincuenta años y él parece no darse por enterado de un premio que ni pidió ni necesita. En la película de Scorsese, No Direction Home, hay un pasaje especialmente oportuno para ser revisitado en torno a este asunto, y quiere la casualidad que los hechos ocurran en Estocolmo. Allí, en una rueda de prensa, un periodista le pregunta si no es posible que él sea el último beatnik. Dylan evita responderlo pero le pregunta al periodista qué piensa él al respecto. Cuando el cantante le invita de modo insistente a que le dé su opinión respecto a la pregunta que le ha hecho el reportero confiesa no tener opinión alguna, de hecho, asegura no haber escuchado jamás cantar a Dylan. El compositor, claramente sorprendido y molesto le increpa que cómo se le ocurre hacerle todas esas preguntas sin siquiera haberlo oído. El periodista se justifica en el manido «Es mi trabajo». Todo el circo que ha rodeado el Nobel de este año podía haber sido resumido en esa respuesta: los académicos suecos han montado todo este show porque es su trabajo. Nadie le dijo a Dylan que él estuviera invitado a la función, aunque finalmente haya decidido doblar la cerviz y asumir su papel de centro del show. Dylan, acaso el más astuto, decidió durante una temporada hacerse el sueco. Pero al final ha desistido, claro, no sé qué esperábamos.

 

Antonio Jiménez Morato

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su último libro publicado en papel es La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016) y en digital  la versión definitiva de su novela Lima y limón (La Moderna, Galisteo, 2017) . Entre otras cosas es el director de penúltiMa.

Perengano: todavía menos que fulano, mengano o zutano.