En penúltiMa hay dos ideas rectoras que no deben ser olvidadas: una es que la crítica mediada y ponderada de títulos que no son novedades es una necesidad para el conocimiento y estudio de la literatura, la otra es que la visibilización de literaturas y géneros escorados por los medios es condición indispensable de la labor crítica. Por eso es una alegría compartir este texto de Mónica Albizúrez sobre la poeta Vania Vargas.
Abrir la primera página del poemario Señas particulares y cicatrices (2015) de la escritora guatemalteca Vania Vargas (Quetzaltenango, 1978), es encontrarse con el poema de Konstantino Kavafis “La ciudad”. Y encontrarse con este texto remite, como no, al deslumbrante trabajo de Edward Said sobre lo tardío (Sobre el estilo tardío: literatura y música a contracorriente, 2005). Para Said, lo tardío sería una forma de exilio, un tiempo que desafía la idea de una hoja de ruta. Precisamente, en el poema de Kavafis, Said sitúa la interlocución entre dos amigos, uno que se lamenta por ser prisionero en una ciudad portuaria, presumiblemente Alejandría y el otro, que impasible le replica “La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. Lo tardío es también la imposibilidad de reconciliación.
Mejor texto introductorio no pudo ser. Señales particulares y cicatrices presenta los trayectos de idas y regresos en una ciudad terriblemente viva y también cárcel. Una ciudad que, desde el primer poema se anuncia, es vivida desde el propio inframundo. En efecto, el sujeto poético declara “Tengo un cancerbero en la puerta de la memoria” y ese cancerbero ataca, choca, se desespera, “aúlla sin remedio / con sus tres cabezas hacia el cielo / como si recordara / la luna”. Desde esa bestia que habita y cuida el Hades-cuerpo, para que allí los muertos no salgan ni los vivos entren, desde allí, se despliega una ciudad tardía. Es decir, de nuevo evocando las palabras de Said y de Kavafis, una ciudad de exilio, donde la pérdida sentencia la hostilidad y la separación.
El tema de la ciudad en la poesía es antiguo, condición afirmada por Antoine S. Bailly en La percepción del espacio urbano (1979): “Mucho antes que el geógrafo o el urbanista, el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad”. Ese aprehender implica potenciar la mirada. En el caso de Señas particulares y cicatrices, son unos ojos, paradójicamente cansados y deslumbrados, los que deambulan en un espacio múltiple, de profundas hendiduras y luces lejanas, que en ocasiones se vuelven humanos parpadeos: “Y como quien lanza un guiño / veo una luz encenderse y apagarse / en la esquina de un edificio lejano / Entonces yo enciendo la mía para iluminar mis ventanas / dos ojos que permanecerán abiertos / durante horas / viendo fijamente la pared”. No en vano, a través del espejo, la voz poética define su circunstancia como “un cuadro perdido de Edward Hopper”.
Como la pintura de Hopper, en los textos de Vania Vargas priva una poética de la soledad, de un gran realismo. Si algo se ausenta de la escritura de Vargas, es el dramatismo o la pretensión del efecto. La voz poética, al recordar los domingos de la infancia o primera juventud frente a la televisión observando Western italianos, confiesa “que la frialdad es mi ficción favorita”. Y, en efecto, los poemas de Señas particulares y cicatrices, desdicen todo lugar común que junta poesía femenina con la lágrima y la devastación.
El poemario de Vania Vargas se divide en dos grandes partes, “En medio de la nada” y “Duelo”. La primera parte se articula en torno a actos cotidianos, como arreglarse las pestañas, comprar flores o escarbarse los bolsillos para “sacar con cuidado las horas”. También esa cotidianeidad es escuchar la detonación de un disparo porque la ciudad de estos poemas se intuye violenta. La poeta, entonces, adopta la identidad de una flâneur posmoderna que busca “un lugar estratégico / solo para observar / sin levantar sospechas”. Y así puede sorprender la alegría sutil de la gente que se encuentra o de quienes regresan cansados a casa. Entre lo cotidiano y la voluntad de observar, la consigna es “resistir la tristeza”. Tal resistencia adquiere dimensiones heroicas: “Caminar por allí algunas tardes / con el heroísmo / de quien resistió la tristeza / y ahora / espera la muerte sin desesperación / como seguramente / debió haber aprendido a esperar el amor.”
La segunda parte del poemario instituye el acompañamiento y la batalla de la voz poética con Isabel, ese doppelgänger, definido por Vargas al inicio de su poemario anterior, Quizás ese día tampoco sea hoy (2010): “Mito germano que se basa en la idea de la existencia de un doble. Encontrarse con él es presagio de la muerte.” Yo agregaría en esta segunda parte de Señas particulares y cicatrices, el significado de quien camina al lado. Porque ambas, Isabel y la poeta, a veces la poeta y “una fuerza que me sale de adentro se suelta de mi mano” recorren y construyen, aún en el conflicto, otros poblados, otras ciudades. Pero, ¿quién es esa Isabel que desde dentro golpea las paredes del pecho hasta el quiebre? Es una doble juguetona, experta en “el juego donde sonríen los vencidos”, pero también la que sucumbe, porque no comprende “que puede haber horizonte y vacío dentro de tanto encierro.” Isabel camina hacia atrás. A Isabel le falta el aire.
La doble identidad crea el caos. La doble identidad se interrumpe por un poema que llama a la refundación por medio de la figura del Demiurgo, ese hacedor que lo ordena todo en el principio, según la filosofía platónica. Y es en la caverna, en el mundo de lo sensible y las sombras, donde la voz poética enuncia “Deberás recordar que es obligación del demiurgo / volver al encierro para invocar mágicamente / sus nuevos rasgos sobre las paredes.” La salida de la caverna no es liberadora porque “Por más que reinventemos / allá afuera la realidad no es bella / mucho menos luminosa.” La ciudad es la misma. Pero aquella salida significa asirse a la racionalidad. Isabel reacciona y sentencia: “hay que usar la cabeza como medio de sobrevivencia” y a continuación enuncia la voz poética “me tocó la frente con dos dedos/ como quien azuza a un animal inmóvil para ver si está muerto.” Isabel va a la ventana y “jaló aire con violencia / como suelen hacerlo / los que necesitan cerciorarse de que lograron sobrevivir.” El final del poemario es el desprendimiento de Isabel en un pozo de agua profunda. Y entonces, cuando Isabel no vuelve a la orilla, viene la comprensión de que pudo ser el recuerdo o una evocación de lo no visto.
Por lo tanto, la ciudad, y con ella, los cuartos de paso, las sombras, los caminos emprendidos, las noches en vela, el espacio interno y externo como vacíos, inscriben señas particulares y cicatrices. Marcan la diferencia, cartografían la historia del exilio: “No es de aquí/ pensarán”. Pero, como en el poema Kavafis, no hay otra tierra donde esté la vida. Es muy tarde. La pérdida ha cercado toda salida. Lo que queda es una presencia de dobles y de sobrevivientes.
La tradición poética guatemalteca del siglo XX es vigorosa, y muy especialmente la escrita por mujeres. Indudablemente Señas particulares y cicatrices consolida esta tradición, mediante la poetización de la intimidad de la habitante sola y solitaria en una ciudad, donde toda resistencia es el aura.

Mónica Albizúrez (Guatemala, 1969) es doctora en literatura y abogada. Reside en Hamburgo. Vive entre Hamburgo y Guatemala. Se dedica a la enseñanza del español y de las literaturas latinoamericanas. En la crítica literaria, ha publicado Modernidades extremas: textos y prácticas literarias en América Latina (Iberoamericana, 2016). Esta por aparecer su primera novela, Ita (F& G Editores), finalista del certamen BAM Guatemala 2017.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
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