La trayectoria de Esther García Llovet ha ido poco a perfilando a una autora singularísima e insobornable, con la capacidad de trazar peripecias a medio camino entre lo absurdo y lo costumbrista que se sostienen gracias a la sequedad del estilo y el tono irónico que cada vez caracteriza de modo más acusado su escritura. Si Sánchez, publicada en 2019 también en Anagrama, donde publica esta Gordo de feria, no ha sido más elogiada es tan solo debido a que se ha leído poco. Nadie que haya transitado por aquella novela olvida ni su historia ni los paisajes en los que transcurre. Ahora, en esta nueva novela cuyo primer capítulo adelantamos por gentileza de la editorial, vuelve a deleitarnos con sus virtudes artísticas y entretenernos con una trama adictiva, aspectos ambos de los que este capítulo da generosa muestra. El mismo día 13 de enero la tienen ya en su librería amiga para poder saciar la ansiedad de saber cómo termina todo esto.

 

Un borracho. Un borracho de Semana Santa. Un borracho de Semana Santa atraviesa la plaza Mayor de la capital de España, son las cinco de la tarde, parece que va hablando por el móvil pero la verdad es que no tiene móvil porque se lo han robado hace horas y no se ha dado ni cuenta. Habla solo. Se llama de usted.

–Qué cosa más rara me ha pasado –dice el borracho.

El borracho se ha puesto a mirar una obra de canalización. En realidad se ha quedado apoyado en la valla amarilla que ponen en las obras para tener algo a lo que agarrarse, porque como se suelte sabe que se va al suelo, derecho a la zanja que hay en cualquier calle, las zanjas, las largas y hondas trincheras de Madrid, en guerra permanente contra todo lo contemporáneo. Ha trabado el pie ahí, ha cruzado los brazos sobre la valla y ha pensado eso en voz alta.

–¿Cómo dice?

–Me ha pasado algo rarísimo –repite el borracho.

El que está a su lado es un chaval de pueblo de la sierra; ha venido a Madrid a ver si encuentra novia, que no la va a encontrar. El borracho se mete la mano en el bolsillo de atrás, lleva bermudas y un polo blanco que le aprieta por todas partes. Saca una cartera que le enseña al chaval, una cartera de cuero, negra, muy usada, deformada de haber sentado el culo encima un millón de veces.

–Mira –le dice al chaval–. Anoche un señor me dio esto.

El chaval asiente con la cabeza.

–Muy bien.

Al chaval no le ha dado el sol en los últimos cincuenta y cinco años.

–Aquí dentro está mi destino. ¿Tú crees en el destino?

–Yo lo que creo es que me faltan dos euros para el interurbano.

–Pues aquí me parece que te vas a quedar.

–Vaya.

Silencio. Se quedan mirando las obras otra vez, aunque no hay obras que ver, ni un solo obrero. Solo está la zanja que deja a la vista una tubería muy ancha y otra muy estrecha y los estratos cada vez más profundos, más negros y húmedos y el cielo tan bonito, tan transparente, tan velazqueño, ahí al fondo del todo. No hay nadie trabajando. Es Domingo de Resurrección.

–Aquí ponía yo a trabajar a quinientos ochenta chinos –dice el borracho bien alto.

–Yo también.

 

El borracho se llama Luis. Se llama Luis pero le llaman Castor. Anoche, a las tantas, a las cinco y cuarto de la madrugada, Castor seguía sentado en la barra interminable del Plus Ultra, viendo en la tele la retransmisión de un partido de la liga china, en directo. A veces le parecía que jugaban veintisiete chinos contra otros veintisiete. Más anuncios. El camarero estaba hablando todo el tiempo, solo, a veces se quedaba afónico, no sabía escuchar, no le interesaba nada de lo que nadie le contara. No parecía un camarero.

–Cállate ya, joder –le dijo Castor.

Pero el camarero no se calló. Había abierto el bar para poder hablar con quien le diera la gana. Cuando no le dejaban hablar se ponía a hacer preguntas para poder empezar una conversación cualquiera, así que le preguntó a Castor que si quería un arroz a la cubana. Castor le dijo que no.

–No. –Luego cogió un hueso de aceituna y se lo metió en la boca. Empezó a roerlo despacio, con ganas. Era su método habitual de procesar a fondo todo lo que se le iba pasando por la cabeza, su forma de triturar minuciosamente su conciencia con las muelas del juicio hasta que le dolían los oídos. Le hubiera gustado mucho tener un jefe para poder ciscarse en él, pero no tenía jefe. El jefe era él.

–A ver, dónde está la prensa del día –soltó.

Si no en un jefe, por lo menos le quedaba ciscarse en los políticos y en los ecologistas y en los periodistas. Y en la cultura, siempre tan a mano.

El camarero sacó un par de periódicos de debajo de la barra, los dejó frente a él y fue a sentarse a una mesa junto a la ventana, a escribir whatsapps que nadie le contestaría jamás. Castor cogió un periódico, no tenía más que tres páginas, era Semana Santa. Y entonces fue cuando pasó lo raro.

El tipo entró como una sombra, sin abrir el pico. Y se encaramó al taburete a su lado, codo con codo. El resto de la barra estaba vacía. Castor le echó un vistazo al bies en el espejo ahumado detrás de las botellas; era morenito, menudo, chato, con unos rizos como de astracán. Luego Castor bajó la vista y siguió mirando el periódico, sin leerlo en realidad. Achicando los ojos. Estaba pendiente del tipo este, esperando a ver qué mierdas quería. Ahí se produjo un silencio de unos tres minutos.

–Buenos días –dijo Castor al fin. No podía más.

El morenito se frotó las manos. Era lo que estaba esperando.

–Buenos días los que va a tener usted –dijo.

Castor debía de estar muy borracho, porque cuando se volvió hacia el morenito le pareció que tenía el tamaño del dedo de una mano y que lo miraba de abajo arriba desde el mismo centro del ruedo amarillo del asiento.

–¿Eres torero?

–Soy la esperanza.

–Lo que tú digas.

Castor volvió a coger el periódico.

–Ay, no le voy a contar mi vida –dijo el morenito.

–Claro que no.

–Yo antes era como usted –dijo. Castor soltó una carcajada–. Sí. No me contradiga. Como usted y como toda España y los españoles. Estaba perdido para el mundo, así le digo, para el sentido y el norte de las cosas, cada día hacía lo mismo y no me daba cuenta, no me daba ni cuenta, todo me parecía que me pasaba por primera vez y a la vez me sonaba repetido, ya me entiende. Un barranco de aire, eso era yo. Yo he vivido en Pitis toda mi vida, detrás de los hospitales. He vivido ahí a rachas, cuando venía una buena me iba y luego volvía, he tenido rachas muy largas eh, aquí donde me ve yo me he paseado por la Ribera de Curtidores de cabo a rabo y ahí no había nadie que no hubiera puesto yo, pero luego me han venido flacas y hay que ir a alguna parte, y hace unos meses, cuando volví a Pitis, Pitis ya no existía. No está. Nada. Hay bloques y grúas. Y aparcamientos. Coches no hay, pero aparcamientos, muchos. Mi casa, mis gallinas y el tinglado del tiro al blanco, de eso no quedaba ni la sombra. Qué rápido construyen ahora, no sé cómo lo hacen. Las gallinas me dijeron que se las había quedado uno que vive por detrás de Bravo Murillo, en un patio, se han hecho viejas muy rápido también. Allí además de las gallinas había una dominicana con unas gafas de cristales amarillos, gordos como tabiques. La dominicana tenía una gallina en un muslo y un huevo en la mano. Un huevo blanco y una gallina negra. Y una dominicana en medio. Si le aburro me lo dice. Con la otra mano leía la Biblia, la muy sinvergüenza, ahora somos todos un poco evangelistas. Se canta más. La dominicana me dijo que me llevara mis cosas pero que le dejara las gallinas. Cuánto cuesta una gallina, seis euros, eso no lo sabía us ted. Mis cosas estaban en una caja de cartón de Amazon. Había allí también unas niñas, o bueno, igual no eran tan niñas, colgando ropa en los tendederos del patio siete pisos más arriba. El patio era muy estrecho, un patio de luces. Sacaban sábanas una detrás de otra, era mediodía pero ahí abajo se estaba haciendo cada vez más oscuro. Las niñas se reían como locas, es lo que pasa con el chocolate, hasta que se callaron de pronto, a la vez. Yo miré para arriba y por encima de ellas el sol te quemaba los ojos. Tenían los pelos largos. Era el 1 de enero. Cuando bajé la vista de nuevo, el patio estaba oscuro, estaba negro del todo, el suelo de alquitrán. La dominicana se había largado de ahí, y las gallinas. Se había ido, la dominicana, con su huevo en la mano. Yo me llevé mi caja, pesaba muy poquito. Pero si no había casi nada ahí dentro aunque fuera mi vida entera: media docena de móviles, una guía de teléfonos y el rosario de la aurora. Y esto.

El morenito entonces metió la mano en el bolsillo y sacó una cartera de cuero negro que dejó frente a Castor.

–Mire que me ha costado dar con usted –le dijo–. La he llevado siempre encima los últimos tres meses, desde que se la quité, por si acaso, por si lo veía.

–¿Y esto qué es?

–Su cartera. Se la devuelvo.

–¿Me la devuelves?

–Yo. A usted. Sí. Lo he reconocido y le he visto meterse aquí y me he metido un copazo para darme valor antes de entrar.

La cartera tenía un pin bastante gastado que parecía un escudo del Atlético de Madrid.

–Bueno. No es verdad –continuó el morenito–. Lo he seguido desde Pontones, anda que no pasea usted, y lo he seguido hasta aquí. Ya está.

La cartera estaba entre los brazos extendidos de Castor, que la miraba como si fuera un plato que no le apetecía nada comerse.

–Bueno –dijo el morenito–. Yo me voy.

–¿No quieres nada? ¿Un café? ¿Dónde vives?

–Por ahí.

–Cómo que por ahí.

–Pero si yo estoy bien en cualquier parte –dijo saltando al suelo.

Castor asintió despacio. Luego miró todo alrededor, había un billar, una pila de sillas, una guirnalda de luces color naranja, una bandera de Andalucía.

–Pues yo no estoy bien en ninguna.

 

Cuando llegó a casa no encendió las luces. Le gusta encontrársela a oscuras, así tiene la sensación de que entra en una sala de cine. Además se deja la tele puesta para que parezca que hay alguien dándole al pico día y noche. En realidad se deja encendidas varias teles a la vez. Cinco, cada una en un reality diferente y en una habitación diferente.

El piso de General Martínez Campos era una salvajada de trescientos cincuenta metros cuadrados con unos techos tan altos que no era difícil imaginarse la formación de una nube ahí dentro, una nube compacta y espesa y apretada de lluvia tóxica para los tejados inclinados de Madrid. En medio del suelo del recibidor había una superficie de cristal negro, muy elegante, rodeada de una barandilla de metacrilato. Cuando Castor le preguntó a la de la inmobiliaria que para qué servía ese espacio la de la inmobiliaria le dijo que para nada. Que ese era un piso de lujo y lujo es lo que no usas. Castor lo compró sin pensárselo dos veces.

¿Quería irse a dormir? No. ¿Qué quería hacer? Nada. Así que se fue a su salón preferido. Se sentó en el suelo sobre la alfombra de lana blanca, con la cabeza apoyada en un cojín enorme bordado con chumberas y flores de agave. Abrió una lata de atún, otra de pasta fría y se sentó a ver qué había pasado en el mundo. En la tele salía un youtuber pelirrojo de apenas veinte años, tenía cincuenta mil seguidores, lo ponía debajo. Estaba contando que se iba de las redes porque tenía depresión. Mucha gente famosa en pantalla últimamente hablando del éxito de esa manera, contando que estaban deprimidos por los cuatro costados, podridos de dinero y de asco y de fama. Hay que ser muy guapo o muy joven para decir eso tan descaradamente en público, pensó Castor.

–A la mierda –dijo.

Fue cambiando de canal. Eran las seis de la mañana. El primer telediario le producía dolor de cabeza, más que contar las cosas que habían pasado el día anterior le parecía que adelantaban el programa maratoniano de una campus party sin fin, algo que le pone de un humor de perros y le quita las ganas de salir de casa. Sonó un teléfono en alguna parte del edificio. O era de su casa. Da igual. Fue cambiando de canal hasta que encontró lo que buscaba, un episodio de Una risa floja. Era una reposición de hacía unos meses. La serie la rodaban en el sótano del WigWam, el local de Malasaña que algunos consideran el epicentro del origen del humor nacional, las cosquillas de España, siempre hasta arriba de gente. Mucho ruido, pocos cacahuetes. En la tele salía él, Castor, delante de un telón con estampas chinas, vestido con una camiseta lisa picada de quemaduras de cigarrillo. Estaba contando el chiste del poli y el travesti, que era el chiste con el que medía la temperatura del público, muy al principio de cada «stand up». La gente se rio un poco a destiempo, los había pillado con el pie cambiado, no se esperaban ese tipo de tono, ese tipo de humor. Como una vez hizo un chiste sobre un solo ascensor para trescientos cincuenta vecinos a Castor lo han considerado desde siempre un icono del humor de izquierdas, cuando en realidad a Castor el compromiso social se la trae al pairo; para Castor está primero él y después la gente, el personal, el resto del mundo entero. Castor es apolítico, y ahora, desde que ganó la lotería, mucho más. Miró su imagen en la tele, esa barba tan española, tan poco producida. Se le ocurrió un chiste sobre barbas alemanas, mexicanas, barbas francesas. Un chiste sobre barbas chinas.

Después de hacerse una rasta en la barba y mirársela en el espejo de cada uno de los cuartos de baño y deshacerla, se levantó y abrió la ventana del salón. Gran bostezo. Calor. El asfaltado de la calle Martínez Campos era de un denso y tupido y humeante color gris que le hacía pensar en la piel de caucho de las ballenas perdidas, varadas en la playa equivocada, muertas. Se le pusieron los pelos de punta. Al otro lado de la calle, a una hora a la que no lo esperaba en absoluto, ha bía una docena de chavales fumando debajo de un árbol, haciendo guardia, esperando a ver salir o entrar a Castor. Lo de siempre. Uno levantó la vista, lo vio en la ventana y lo señaló con el dedo a los demás.

–¡Castor!

–¡Eres el puto capo!

–¡Déjanos subir!

Empezaron a hacerle fotos con el móvil.

Tres de ellos llevaban una camiseta con la caricatura de su cara y otro una barba tan larga como la suya. El más joven cruzó la calle corriendo y enseguida sonó el interfono del recibidor. Una, tres, cinco veces.

–¡Abre! –gritaban desde el portal.

–¡Fírmame la camiseta! –gritó otro.

¿Qué querían? Qué quieres, le había preguntado una vez a uno, un veinteañero que le había parado en medio de la plaza de Callao, yo no sé quién eres, le dijo antes de que le contestara nada, no te conozco, no voy a salvarte del que se te cuela en la cola del cine al que vas solo, no voy a curarte las marcas de viruela ni del miedo a la novia que no tienes ni del paro ni de nada. En realidad no lo dijo, solo lo pensó mientras le firmaba una servilleta del Rodilla, lo pensó como lo piensa de todos esos chavales de ahí abajo. No os conozco de nada. No sé quiénes sois.

Castor cerró la ventana, las cortinas, apagó las luces, esperando que se largaran todos por donde habían venido. Pero no se largaban. Siguieron ahí, llamando al interfono y gritando su nombre, oía sus carcajadas en la calle, riéndose sin contemplaciones de la ballena muerta, hasta que se hizo de día y todo quedó en paz.

Castor se acercó de nuevo a la ventana. Ya no quedaba nadie ahí fuera. Miró la cartera que le había dado el morenito, sobre la mesa del comedor. La abrió. Encontró tíquets de la compra, un posavasos, una entrada para ver El rey león, un abono de transporte a nombre de un tal Julio Céspedes.

Billetes de dineros no había ni uno.

El señor Julio Céspedes era igual que él.

 

Fotografía de Rafa Rivas

Esther García Llovet (Málaga, 1963) vive en Madrid desde 1970, donde estudió Psicología Clínica y Dirección de Cine. Ha publicado Coda (2003), Submáquina (2009), Las crudas (2009) y Mamut (2013), además de relatos en diversas antologías y revistas. Es traductora del inglés y colabora habitualmente en la revista Jot Down. En Anagrama ha publicado Cómo dejar de escribir (2017): «García Llovet es una pegadora certera, de buen juego de piernas y golpe preciso» (Carlos Zanón, El País); «Espléndida novela corta. Mérito literario, sustentado en una prosa de buscada sencillez, ingeniosa en sus manifestaciones de humor excéntrico y muy expresiva en su bien dosificada creación de juegos de palabras. A lo cual contribuyen también la fluidez y el dinamismo de sus diálogos» (Ángel Basanta, El Mundo); «Esther García Llovet tiene una capacidad muy grande para reproducir el lenguaje de la calle, de la gente que anda perdida por un Madrid fantasmagórico, entregada a búsquedas raras porque no tienen nada que hacer» (Benjamín Prado); «El lector no olvidará el impacto de su ritmo, la melodía de su verbo y la impronta de una narradora que respira por el pulmón del mejor McCarthy, del eterno Bellow y del último Bolaño» (Ángeles López, La Razón); y Sánchez (2019): «Formidable novelita… No dejen de leer este libro» (J. Ernesto Ayala-Dip, El País); «Una pieza redonda que no se agota en sí misma» (Domingo Ródenas de Moya, El Periódico); «Una road movie muy cañí, en la que los protagonistas buscan desesperadamente en la noche madrileña un pedazo de cielo que nunca les va a llegar» (Rosa Martí, Esquire).