La retórica es un proceso de la formación de todo escritor, de toda mente pensante. El modo en que construimos el pensamiento, los moldes en los que aprendemos a encajarlo, terminan por marcar drásticamente nuestro discurso. Valentín Roma, con su desenfado habitual, escribe un texto que habla de cuestiones fundamentales con una inteligente mirada al sesgo.

 

Hoy es viernes por la tarde y dentro de poco tendrá lugar ese momento de apoteosis urbana donde se cruzan quienes salieron del trabajo y quienes hace rato que pasean sin rumbo fijo; los que vuelven al bar o a la ducha reparadora y aquellos que taconean por las ciudades para hacerlas más fotogénicas. En las avenidas se encontrarán electricistas hurgándose los dientes con trozos de cable y modelos que se apartan la goma del calzoncillo de la ingle; señoras que llaman señorita a la treinteañera que les pagó por limpiar su cocina y mujeres de la alta burguesía que planean una ruta turística por Irán, «cuando me preguntan cuántos años tengo, suelo decir siete por once».

Lo más probable es que ninguno de ellos repare en el de enfrente, que cada cual atraviese las aceras transportando sus particulares esperanzas de fin de semana, vagamente orgullosos de tenerlas. Pero quizás se produzcan colisiones entre formas opuestas de caminar, una mueca que llama la atención a quien vive en las antípodas salariales, un estornudo que sorprende en mitad de la canícula de agosto, los ojos de la gente menos ávidos de lo que se espera, las manos metidas en los bolsillos, toqueteando un billete, el ticket de la comida o una dirección a la que no conviene volver muy seguido sin levantar sospechas.

Antes de la cena y de las compras para descomprimir la semana, antes de descalzarse o de extraer las botellas de vino del congelador, «esta noche vendrán tres por tres invitados», los viernes por la tarde inculcan en el ánimo de los ciudadanos una especie de coraje más o menos defendible, ideas que podrían perfeccionarse con mayor dedicación o con más tiempo libre.

Digresiones. Fue lo primero que le robé a alguien que escribía de un modo que me hubiese gustado escribir entonces. Aquella fórmula confesional que Eduardo Haro Tecglen estampaba en su columna de El País y que decía: «Una digresión». Después contaba anécdotas que nunca eran del todo digresivas, sino que eran un «antes de que me olvide» o, incluso, un «aunque no venga a cuento tengo que dejar constancia de ello». Con aquel ex amigo que ahora encuentro miserable comentábamos la teoría de la digresión de Haro Tecglen, «no deja títere con cabeza», decía yo; «es un referente, se caga en todo», me contestaba.

Digresiones y referencias. Así titulé el primer poema que tuve el atrevimiento de escribir y que recité a mi ex amigo esperando su aplauso. «No está mal pero le falta música. Debes trabajarlo un poco mejor, suena demasiado teatral». Y tenía toda la razón, era un poema con muchas precipitaciones, hecho de cara a la galería. Sin embargo me marché aturdido por aquel comentario, falto de valor para conjurarme conmigo mismo. Quizás por eso, a diferencia de los hermanos Lorenzetti, no hice ninguna promesa ni registré ese segundo de amotinamiento contra la adversidad, ese chasquido luminoso que anuncia cualquier gesto improcedente. Tampoco me sentía desdichado, de ahí que al subir la escalera hasta mi casa arrastrase la llave por la pared, dejando un surco en el yeso que provocaría el enfado de los vecinos. Al abrir la puerta mi madre me tocó la cabeza mientras entraba, le cogí la mano y le di un beso, «ten cuidado, puedo pegarte los piojos».

Dos semanas después transformé el poema en una obra de teatro: Digresiones, referencias y soundtrack, así la llamé. Era un conjunto de relatos hilvanados por diversas melodías. Cada historia tenía una banda sonora que la empezaba y la terminaba. Hice una lista de temas y otra de canciones, compré folios de ochenta gramos porque aquel grosor me daba buena suerte. Redacté veinte páginas y lo abandoné, carecía de ideas inéditas o se me habían agotado los personajes.

Una escena empezaba con dos amantes confesando sus respectivas infidelidades mientras «se oía» Cosas que pasan de El Último de la Fila. Otra era el diálogo entre varios guardias jurado que hablaban dentro de un vagón del metro, cada uno sosteniendo un rottweiler con bozal. Querían marcharse a la India por vacaciones, el más joven silbaba Here’s To You, Nicola and Bart de Joan Baez. La última escena transcurría en la redacción de un periódico, junto a la máquina de café, donde tres secretarias intercambiaban consejos, tiritas y alguna chocolatina. Del lavabo salió el jefe de la sección de nacional limpiándose la boca con un pañuelo, luego entró en el despacho del director adjunto. Una de las chicas comentó algo sobre la enfermedad incurable de aquel hombre, otra dijo «a todo cerdo le llega su San Martín». La última iba cambiándose de mano la tacita de plástico, el café quemaba y ella se soplaba las yemas de sus dedos. Un mensajero pasó dando pequeños saltitos y les guiñó el ojo, llevaba la música de los auriculares tan alta que todos oyeron No Agreement de Fela Kuti. Era viernes por la tarde y algunos periodistas apretaron el puño, luego lo agitaron como si hubiesen ganado un set imaginario.

Cuando le dejé leer a mi ex amigo la obra de teatro sostuvo que ninguna de las canciones tenía relación con su trama correspondiente, me aconsejó que «afinara el hilo musical». Respondí, para excusarme, que no sabía inglés. Se levantó, fue a la biblioteca de su padre y trajo un libro con las clases sobre literatura europea de Vladimir Nabokov. Por cosas como ésta admiraba y detestaba a mi ex amigo, por su franqueza y por tener más soluciones que palabras, porque dedicaba los fines de semana a merodear ciertas ideas. También porque fue el primer intelectual pomposo o atribulado que conocí.

 

Valentín Roma

Valentín Roma (Ripollet, 1970) es actualmente el director del Virreina Centre de l’Imatge de Barcelona. Antes fue director del MACBA. Su labor como comisario de arte lo ha convertido en uno de los grandes especialistas en arte contemporáneo de hoy. Como autor, además de numerosas publicaciones en revistas y catálogos de arte, se destaca por la publicación de dos libros únicos que borran las fronteras entre géneros: Rostros y El enfermero de Lenin, ambos publicados en Periférica.

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.

La imagen que ilustra el texto de Roma es del artista Tres, que recientemente fue el protagonista de una exposición sobre su obra en el Palau de la Virreina.