María Laura Padrón vuelve a aproximarnos a recovecos menos transitados del mundo de la literatura, como es, en este caso, el caso del escritor Francisco Garzón Céspedes, con el que ha conversado para poder compartir dicha charla con los lectores de penúltiMa.

 

En la tarea de escarbar en tantos porqués, ¿sería posible desentrañar los que responden a la gestación de un libro? En general, es más sencillo ahondar en motivos meramente emocionales, quizás porque es algo impertinente racionalizar un acto intrínseco en quien lleva grapado en el ser el oficio de escribir.

El cubano-español Francisco Garzón Céspedes (1947), hurgando en las razones que lo movieron a sacar del cajón El amor es gaviota del nosotros. Diez trilogías del amor, confiesa que este poemario nació a partir de un reto. Hoy, que es posible hallarlo en librerías de España y México —mención especial a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2020—, vale la pena echar la vista hacia atrás para recomponer el proceso de creación.

Hace más de una década, cerquita de cumplir sesenta años, fue asaltado por una pregunta que, cuando aparece, suele causar sopor: “¿En qué punto de la vida estoy?”. Seguida de la cuestión más importante de todo su existir: ¿acaso la obsesión por el amor y el empeño por construirlo con total belleza y significaciones, todavía estaba indemne, completo? Asimismo, ¿sus capacidades: la de conciencia, la de amar y la de escritor se hallaban en plenitud?

Este momento de introspección, apunta, resultó “complejo”; porque a esas alturas “sabes que ya viviste más de lo que aún podrás vivir, que has vivido un número de etapas —en mi caso muy diferenciadas entre sí a distintos niveles, que invertiste vida en cumplir y seguir cumpliendo, y que hay distintas cicatrices, experiencias multifacéticas y probablemente contrapuestas”. Fue entonces, en 2007, cuando se planteó construir una trilogía de poemas de amor cada año, reiterando el ejercicio a lo largo de diez, hasta que decidió publicar todo el compendio con la editorial madrileña Huso.

“Consideraba —y otras personas referentes— que si vencía este reto, me sentiría completo. Por otro lado, esta trilogía expresa implícitamente que lo que más valoro no es el ser yo amado —que lo valoro al máximo— sino ser capaz de amar poniendo a mi amor primero que a mí mismo. Y que mi principal temor no es que me dejen de amar —nunca he querido a quien no me quiere, esta es una de mis incapacidades— sino el dejar de amar”.

Hoy, a sus 73 años, recuerda que cuando culminó treinta poemas, “número rotundo”, alguien cercano le manifestó que esto de diez trilogías de amor era “una hazaña de hazañas”. Para él, además, un verdadero logro es el homenaje que rindió con estos versos a dos poetas que le impresionaron en la adolescencia: el francés Eluard (“toda confianza, toda caricia se sobreviven”) y el soviético Simonov (“espérame a mí y yo regresaré”).

 

Las primeras medallas poéticas

Aunque la poesía como género no tuvo grandes presencias en su niñez, vivida en su Camagüey natal y amado, la sensibilidad y la oralidad de su madre, así como las letras de las canciones que ella escuchaba por la radio, constituyeron el primer universo poético de Francisco Garzón Céspedes, quien reside en la ciudad de Madrid, desde donde dirige la Cátedra Iberoamericana de Narración Oral Escénica, junto al reconocido profesor, artista oral y escritor mexicano-español José Víctor Martínez Gil.

Pronto, en la infancia y preadolescencia, las obras de José Martí, Nicolás Guillén, Carilda Oliver Labra, y en la adolescencia, las de José Zacarías Tallet, Félix Pita Rodríguez, Juan Gelman, Ernesto Cardenal, Roque Dalton, “los poetas concretos brasileños y la poesía experimental del planeta”, entre otros, se cruzaron en el camino. Más adelante, cursando Literatura española en La Habana, en Facultades de Educación y Periodismo, resonaron los nombres Manrique, Góngora y Quevedo, hasta Federico García Lorca y Miguel Hernández, sin olvidar a los Machado.

“Y en cuanto a los latinoamericanos, con el centro en los polos de Pablo Neruda —a quien escuché un recital completo sobre el escenario del Teatro Principal de Camagüey— y César Vallejo, entre otros universales del planeta y del mundo, y tantísimo en el hindú Tagore y en los de las tradiciones orales o memorísticas”.

Beber de todos ellos influyó en la concepción de la poesía como la vía ideal e inédita para presentarse y ser, presentarse y sentir, presentarse y comprometerse, presentarse y arriesgarse, presentarse y evocar, sugerir, convocar, desvelar, fluir, irradiarse. Para Francisco Garzón Céspedes “la poesía es el aliento vaticinador de la palabra”, que irrumpió en su vida desde la familia y la cotidianidad.

“Mis primeras medallas poéticas son las de ser el hijo de una ama de casa, antes sirvienta y niña pobre, huérfana y maltratada por la vida, que habiendo podido estudiar solo hasta el tercer grado de la primaria tenía una obsesión por la corrección, la belleza y la sabiduría del lenguaje y la oralidad; y de un obrero de línea que como aprendiz llegó a ser el químico  y administrador de la enorme fábrica de vinos y licores a la que había llegado vendiéndoles de vuelta las botellas vacías recogidas por las calles y que me mostró su ejemplo de ético líder sindical contra los poderosos y de hombre valiente e íntegro, que amaba y respetaba a mi madre y a las mujeres todas”.

 

Escribir, un modo de existir

La influencia de sus padres, asegura, configuró a un ser humano y escritor comprometido con el mejoramiento humano, la justicia y los desposeídos. Si bien en sus poemas de amor de los años recientes no son tan evidentes —así como en los comienzos de su obra— las preocupaciones y compromisos sociales, sí están presentes en su profundidad, pues todo lo ha escrito desde y cuando vivía inmerso en procesos de transformaciones renovadoras.

“Y lo que escribí entonces en los inicios, como todo lo escrito esencialmente, lo suscribo para siempre: y no, no volvería a nacer: he cumplido, y ha sido duro, esforzado, he vivido y vivo en conciencia y así escribo con la razón y el corazón todos. Porque para mí la poesía es ante todo la de vivirla como ser humano, la de escribirla y la de difundirla compartiéndola a voz y gesto con y para quienes la merezcan por lo que ostentan de buenas personas”.

Escribir es uno de sus modos de existir y, mucho más, de poder seguir. ¿Porque cómo seguir? Especialmente en estos tiempos inciertos, en los que una de las pocas certezas que nos quedan es la de haber resistido. “No me gusta lo de nacer para morir. No me gustan las injusticias del mundo. No me gusta el peso negativo de los años. No me gusta que este o estos dramas los hayan vivido tantos humanos desde la aparición de la especie. No me gustan las dificultades económicas —esto incluso desde mis austeridades, disciplinas y despojamientos—. No me gusta que a veces escribo notas sueltas no literarias para que el tiempo continúe transcurriendo con sentido y algo bueno vuelva a suceder o mi mente pase a otra cosa, mientras por fortuna amo y soy amado, otra hazaña con la que no puede el tiempo ni han podido los emisarios de la muerte, y que recrea en sus trasfondos el libro”.

En este contexto, a ratos desolador, Francisco Garzón Céspedes, quien se reconoce entre aquellos que sobrevivieron, nos ofrece estos poemas; y diría la periodista cultural y escritora María del Carmen Mestas: “desde ese laberinto de utopías y realidades, con su personalísima voz a cantar a nuestro oído, al de todos los que aman la verdadera poesía”.

 

María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Transeúnte y periodista. Vive en la búsqueda permanente de las historias detrás de los rostros, gestos, pisadas. Haciendo malabares en este mundo circense, en el que aspira jamás perder la capacidad de asombro ante lo que, en apariencia, resulta nimio. Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios venezolanos El Nacional y Notitarde y en la revista digital Clímax.

Maimónides escribió una Guía de perplejos que, acaso, sea uno de los libros fundamentales de la cultura española. Perplejo se queda, siempre, un escritor cuando es entrevistado. Ya sea por la ineficiencia del entrevistador o, por el contrario, por el conocimiento que despliega de la obra del entrevistado. Y más Perplejo, si cabe, cuando lee esa entrevista y se descubre como alguien más ajeno a sí mismo de lo que esperaba.