Autora de un rigor inusual y envidiable, Marta Aponte Alsina emprendió hace unos años la tarea de reescribir las relaciones entre los Estados Unidos y Puerto Rico a través de la figura del eximio poeta William Carlos Williams (en Lumen se anuncia una Poesía reunida a punto de estar a la venta, libro imprescindible) y su madre, la puertorriqueña Raquel Elena Hoheb, fundamental para entender las dos vocaciones del poeta, y que escribió todo un libro sobre ella. El resultado de ese esfuerzo fue la novela La muerte feliz de William Carlos Williams, que de momento circuló sólo en la isla caribeña y está ya preparando su desembarco en México a través de la editorial de Querétaro Calygramma y siempre a la espera de que otros avispados editores la pongan en circulación en más países.

 

Esa tarde, mientras Floss ronca, Carlos, liberado de la absurda chaqueta blanca, sale a la calle. Se quedaría en el frescor de la plaza ancha, bien dispuesta, con bancos donde es posible sentarse y hablar solo, un gringo excéntrico más. Solo no, en compañía de varias estatuas de bronce desubicadas en el trópico, con sus sombreros carnavalescos y tiaras de princesas egipcias. Son catalanas, hincadas en esta tierra quién sabe por qué capricho u olvido, personajes abandonados de compañías teatrales itinerantes. Como la madre que nació a unos pasos de la plaza y vivió tanto, y le dio la vuelta al mundo con su imaginación, prisionera de un pueblo de Nueva Inglaterra que al mismo William Carlos le parece inconcebible bajo la sombra de los árboles de esta plaza decorada con alegorías catalanas.

La conciencia súbita del ciclo le duele; un golpe inesperado. Hasta ese momento no se había percatado de que la muerte de la madre no ocurrió cuando enterraron los restos majestuosos de una vieja. Raquel todavía agoniza, morirá aquí, esta noche. Él nunca volverá a estar tan cerca del cuerpo infantil de la agonizante. Podría incluso confundirla con una de las niñas que juegan en la plaza, con aquella muchachita de pelo rizo y tez oscura que salta la cuica. Quizás la plaza entre la alcaldía y la catedral no existía en la infancia de travesuras,trajecitos rotos y coscorrones de la madre martiniquesa.Le hubiera gustado tener una hija parecida a su madre, diminuta y detallada, y también parecida a Floss, con su naricita respingona, pero solo supo engendrar machos corpulentos.

Una nube oculta el sol. Teme que se hará tarde para el recorrido de la calle Méndez Vigo. Siente palpitaciones. Se toma el pulso. Se habla en el tono que emplea con él uno de sus hijos, más viejos de lo que él será nunca: el hijo médico, regañón. Si muero será en los brazos de mi madrecita, dice en voz alta, sorprendiendo al vendedor de guayabas que arrastra su carreta con el alivio de haber empatado el día vendiéndole una fruta de olor embriagante al gringo viejo.

La calle Méndez Vigo es paralela a uno de los costados de la plaza. Decide penetrarla con lentitud. Así de calmosa sería la vida cuando la calle estrenaba su nombre. En un balcón en ruinas canta un pájaro grande, imponiéndose al tañido de las campanas de la alcaldía. El canto del pájaro tiene tres notas. Del balcón en ruinas brota el retoño de un árbol enanizado. Al lado opuesto de la calle se deja admirar una casona de hormigón con terraza de arcos de medio punto sostenidos por columnas dobles y un patio lateral de cuento de Washington Irving, que se angosta hacia el fondo, tornándose en umbrío callejón entre arbustos de hojas rojas. Cruza la calle para dejarse seducir por la estampa del interior de la residencia. Una familia se prepara para la cena con la puerta abierta. Se han congregado alrededor de una mesa larga, donde exhibe su señorío una enorme sopera de agarraderas doradas, honda y blanca, adornada con el inesperado verdor de unas hojitas de perejil. Trata de que no lo vean, no sin antes fotografiar un vitral de la fachada, de diseño irreconocible, más interesante por la reja protectora que lo cubre. El retraso lo traiciona. Sale a la terraza la señora que hace poco ha entrado al comedor cargando la sopera. ¿Se le ofrece algo, señor? Y él contesta con su español pobre que en esa calle nació su madre, hace un centenar de años, y que le gustaría poner los pies cerca del lugar que recibió los primeros pasos de quien lo acompañó en sus primeros pasos. La mujer se le queda mirando, vacila entre el aspecto respetable del viajero, el relato desconcertante y la urgencia de dar de comer a la familia. Le abre el portón, lo invita a la mesa. Él se sonroja, no, lo siento, quedé con mi esposa en cenar juntos, pero ella, mi madre, se llamaba Raquel Elena Rosa Hoheb Hurrard. Era su nombre de soltera. No somos de este pueblo, contesta la mujer. Hace poco que compramos esta casa, lo siento.

Se quita el sombrero en señal de despedida, echa a andar alejándose de la plaza en dirección a los muelles, olfateando la brisa que trae un presagio de llovizna salada. Solo entonces se da cuenta de que lo sigue un perrito realengo cundido de garrapatas. Pobre, le dice, solo tengo esta guayaba. El perro lo mira con la intensidad de las criaturas que viven en poesía sin saberlo. De frente, al otro lado, la ve. Convencido de que es la misma casa descubierta a través de la ventanilla del Buick del alcalde, le toma una foto antes de cruzar al encuentro. No puede abrir el portón del balcón, tiene un candado. Maldito seas, no traje un martillo para hacerte pedazos. Ni las palabras de la vieja sirven, aunque sé imitar su voz ronca. Tu carro necesita una limpieza, my child.

Se paraliza juntando las manos debajo del ombligo, observando en la luz que muere las maderas de las vigas carbonizadas por un fuego que ha dejado rastros de olor a cenizas y una enredadera de tallo seco y largo, que persiste en colarse entre las tejas que, en alguna viga airosa, todavía se sostienen. El perro se cansa de verlo mirar y hablar solo. Desaparece con envidiable facilidad por un agujero en la verja lateral que cerca el patio de la casa. Lo da por seguro, es el patio donde jugaba la niña, la cara de monita manchada con jugo de mangó.

Se sabe de memoria cómo era la planta física de la casa de los Hoheb Hurrard. Si bien recuperar la forma de algo destrozado por el fuego es tan ingrato como identificar una cara deshecha por la violencia, decide que esta es la mejor casa posible en la única ciudad posible para que las suelas de sus zapatos coincidan con una superficie encubridora de otra superficie. Esa que alguna, o muchas veces, pisaron los pies infantiles de su madre.

Cuatro puertas dan al balcón, toda una fachada que no despreciaría el alcalde. Tienen postigos con celosías. ¿Verdad que es esta, madre? No hay jardín al frente, el balcón da directamente a la calle. La sala que se deja adivinar en las dimensiones de lo visible bien pudo acomodar el piano con candelabros de plata, el organito en miniatura del hermano, los retratos hasta las rodillas de los padres, el espejo de marco dorado e incluso el sofá relleno con crin de caballo y tapizado de damasco azul. Carcomida por el tiempo y el fuego, un espacio vacío que a nadie más le importa en el mundo, una sola veneración conservada por él entre las pérdidas de millones de personas que a diario no dejan más rastro que el de un cuerpo vergonzoso que debe enterrarse a toda prisa. Pero este es sin duda el vacío donde estuvo el dormitorio de la abuela, la cama con dosel y la cuna de barandas altas donde la zurrapita recién nacida se perdía entre sábanas de hilo con bordes calados. La niña despertaba a toda hora. Siempre tenía hambre. Desde pequeña le gustaba el bullicio de los mayores, las juergas que armaban los alemanes amigos de Krug y del padre en partidas de cartas que nublaban el aire con vapores de tabaco y ron.

Un gallo rojo –el rabo digno de una veleta henchida de viento– exhala un cantío ronco en el patio. Ni rastro del perro. La luz cae sobre árboles que lo insultan con el desconocimiento de sus nombres, arropados por el abrazo de un bejuco amarillo. Son vegetales añosos tapados de termitas. Cada uno pertenece a una especie distinta. Más allá de adivinarles la edad no atina a traducir las formas en la libreta de apuntes que hoy, casi un arma suicida, lleva en el bolsillo de la camisa. En la maleza que crece a la sombra de los árboles hay florecitas menudas, blancas, amarillas, color salmón, con vainas en forma de babuchas árabes, pero tampoco les sabe los nombres. Apenas alcanza a reconocer la margarita universal, la pequeña que sobrevive en los lugares más inhóspitos.

La poesía es posible sin saber nombrar las cosas. El perro sin palabras es pura poesía, pero él prefiere llamar a las cosas por sus nombres. Primrose, locust in flower, red lily, cyclamen, African violet. Aprendió a observarles sin pausa la duración en el tiempo, como aprendió a observar a la vieja durmiente: Raquel gruñe, se voltea, se descubre las piernas momificadas. Él la arropa, piensa en una gallina flaca de pellejo crujiente que se saca del horno. Si Raquel fuera una flor sería la pequeña violeta africana que Floss le regaló a su suegra y la vieja recibió con gesto de menosprecio. O, quizás, las flores apretadas del ciclamen, que anunciaban las tristes ofertas del invierno, las flores de los viveros.

Raquel atravesaba las calles de Rutherford, flor soplada por el viento en los soles ardientes del verano, buscando a pie una dirección, en la cartera pequeña un pañuelo y el papelito. Vestida con un traje de crepé azul, estampado de hojitas anaranjadas, lanceoladas, y un sombrero que le quedaba grande. A veces se ponía medias de colores distintos. Siempre se escapaba bajo protesta de la sirvienta que corría a llamar al doctor Williams. Ese día el doctor Williams deseó algo terrible. Ese día Raquel se fracturó la cadera que jamás sanó bien.

¿Qué flor es Raquel? Una de tierras calientes, una flor blanca porque no hay flores más intensas que las flores blancas, ni color más imposible que el blanco. O acaso una violeta africana de engañosa blancura, de esas que no se supone trasplanten bien. Una flor que sin querer la tierra donde le ha tocado abrir se apega a ella hasta secarla. Adivinanza: es la flor más rara, pero se esconde entre las flores comunes. Se paseaba por Rutherford altiva, indiferente al rastro de su presencia.

Mi esposa francesa, la presentaba William George. Mi esposa española, a veces.

Las flores, el deseo de decirlas. El iris azul que al principio fue un perfume sin origen reconocible, hasta que un nombre cortó en seco la respiración y el poema. El sol del crisantemo se desploma de insignificancia. Y la flor suya, la flor de la acacia rosa, una verdadera maleza, tan pequeña y desprovista de encantos. O la flor del guisante. Ni arrancándola de raíz desaparece. De un rizoma sale la pujanza. Así mismo él y su madre se niegan a ser cadáveres.

Un autor no debe, jamás, serle infiel a su obra. Menospreciar su obra es menospreciar la vida del poeta. La poesía le marcó los límites del placer. Todo lo hizo poesía. Si su obra no sirve le espera una agonía espantosa, la despedida de la única vida que tuvo y no vivió por entregarse a los sonidos huecos de la poesía inservible. Él ve las flores. No las asocia con nada, no se pone a escribir metáforas. La flor es un abordaje, un punto de partida donde injerta las estaciones, el aire, el lápiz, las labores subterráneas. No son metáforas. La imaginación no se alimenta de metáforas. La imaginación es la única medida de la realidad. El asfódelo, por ejemplo es una flor con cara de mujer barbuda. Esa mujer existe, la flor no es una metáfora. Todo está en todo desde siempre. La flor, el descenso y la salida de los infiernos son palabras, dividen. La imaginación las mueve. Las acerca.

Esa flor impresiona por su vitalidad. La vieron en Suiza, justo antes de que se les revelara la montaña cubierta de nieve fresca. Floss sintió lástima por la áspera poseedora del nombre flor. Mientras desayunaban en la estación de Brig, rumbo a Florencia, y él llenaba de letras una tarjeta postal para la madre, Floss, la mujer sin atributos, la mula blanca, la pequeña Floss, abrió el bulto grande donde guardaba las agujas de tejer, las gafas, los guantes y el dinero de ambos y sacó la plantita arrancada de raíz con todo y flor verde. Él no se molestó en preguntarle cómo pretendía que esa pobre llegara a Rutherford. Confiaba en Floss, la indócil que sin él hubiera florecido de otra manera, a la par con esas mujeres de cuya inquietante sexualidad él podía dar fe.

Y el asfódelo vive todavía, aunque ya no florece. Se prolonga en sus hijas. La mata original se paseó en el bulto por Florencia, Roma, París. Luego cruzó el Atlántico y estuvo a punto de morir cuando Raquel la miró con sorna de suegra imperiosa. ¿Qué matita es esa tan fea, querida?

¿Cómo se llaman esas enredaderas parásitas, madre, que invaden el patio de tu casa con barbas y espinas que destruyen la corteza de los árboles, esas guerreras que los devoran? Del pueblo que le niega los nombres de sus árboles, que lo acoge con candados mohosos y planos nuevos, no saldrá el poema ni la conclusión de Yes Mrs. Williams. La euforia de la escritura. Eufloria. La flor es la piel del tiempo, la flor contiene el tiempo de la brevedad y en su ausencia el tiempo del poema, que es la persecución eterna y fallida del tiempo porque no ocupa el aire, sino la cabeza, los sonidos de una cabeza lectora, pero esos sonidos no entran por el oído sino por las letras secas, por el ojo, y luego a la memoria que jamás, en los mortales comunes es tan fina como la voz de la madre, ese Carlitos, tu Ford está sucio, ese extraño sedimento en la garganta, de saliva y de sal, la horrenda música de la muerta que no acaba de morirse. Carlos era muy suyo en cuanto a la limpieza. La higiene del médico, la atracción de la inmundicia. El automóvil acumulaba costras de mugre y sin embargo los asientos conservaban las envolturas plásticas de fábrica. Carlos, prisionero, como Raquel, de sus deberes, de la epidermis de sus ciudades, del ruido, de las voces de los cuerpos enfermos y de los espíritus transeúntes en busca de posada. Carlos, artista, como artista fue ella. William Carlos, el nombre más bello que jamás tuvo un poeta.

Arroja la guayaba sobre la cerca, con un movimiento que intenta confundirse con la languidez de la brisa, cuidándose de que caiga cerca de las gallinas sin espantarlas.

Una mujer de pañuelo en la cabeza cruza la calle desierta. Los vecinos se retiran de los balcones. Ha visto antenas de televisión. A fin de cuentas no solo se trata de saber los nombres. Incluso a los habitantes de este trópico nuevo, que invita a encerrarse después de la caída del sol, ya no les servirán para nada los recuerdos de Raquel. En la calle desierta es un fantasma extranjero, un gringo más de los que pasan por un país de tópicos tropicales, la cabeza llena de piratas y cuevas encantadas, de mares que nunca fueron reales al exterior de las palabras y los libros. Nadie repara en él. No queda nadie más en la calle, nada. Camina de un lado a otro frente a la casa, el gesto de un pretendiente enamorado. Pisa despacio, recuerda cuando su madre le tomaba las manos para enseñarle a caminar. O era su abuela. Andando, andando, que la virgen lo va ayudando. Pisa con pasos de hormiga, con pasos de tortuga, con pasos abiertos de gigante.

El gallo ha dejado de cantar, pero el pájaro lejano del balcón en ruinas enloquece de canto. Pisa aquí, pisa allá, el pecho se le hincha con los golpes del corazón enfermo que acompañan el ruido de sus pasos. Esta zurrapa, los pies no alcanzan los pedales, pero tiene talento, dice el padre. Llora, se sopla las narices con el pañuelo, se quita el sombrero, recuerda a Florence encerrada en el hotel y olvida de inmediato que su madre acaba de morir.

Camina en la punta de los pies. Abril es el mes más cruel. No por la majadería que se le ocurrió al impotente de T.S. Eliot, sino por algo que nadie más ha sentido igual que lo siento yo. Acentúa el ardor de la pasión que al desprenderse del abrazo desciende a un mundo frío. ¿Inadvertido, indestructible? Hubo una vez una gata. Era una gata vieja, ciega, con las caderas caídas. Su rigor profesional le decía a Carlos que un paño empapado en cloroformo se la llevaría en paz al mundo del frío sin contrastes, aunque la temperatura varía a lo largo del ciclo de los cadáveres, cuando se va borrando la inexplicable singularidad de los cuerpos. Fuera pensamientos malsanos. Dejó que la gata muriera con dolor y ansiedad; dejo que sintiera el pánico de la muerte. Estaba baldada de una cadera, tenía cataratas, pero en su mirada no pesaban las memorias. Giró en redondo, aulló y se fue, dejando atrás un cadáver más hermoso que el cuerpo enfermo.

La perfecta densidad del poeta. Observar desprendiéndose de sí. Solo el poema abre un lente preciso sobre el mundo. El poema sirve. Le gusta la frase. La olvida.

Floss duerme todavía, con unas gotitas de saliva en las comisuras que él limpia con un pañuelo. O será que esta mujer que lo comparte con Raquel simula dormir en la noche de las dolorosas alucinaciones.

Marta Aponte Alsina

Marta Aponte Alsina (Cayey, 1945) es una de las escritoras más injustamente secretas de la lengua española. Profesora universitaria y editora, es autora de una larguísima serie de libros: las novelas Angélica furiosa, El cuarto rey mago, Vampiresas, El fantasma de las cosas, Sobre mi cadáver Mr. Green además de la imprescindible Sexto sueño, que recibió el Premio Nacional de Novela del Pen Club de Puerto Rico y ha sido traducida al francés y el alemán. Además cuenta con libros de relatos como La casa de la loca o Fúgate. En 2015 se autoeditó la novela La muerte feliz de William Carlos Williams, que hasta el momento sólo ha podido ser adquirida en Puerto Rico y en breve será publicada en México.

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