Hace ya casi una década que Bret Easton Ellis llevaba sin publicar libro alguno. Pero acaba de aparecer ya la traducción de Blanco, su primera publicación incluida dentro del rubro de la no-ficción. Pero hace diez años, cuando publicó Imperial Suites, se lanzó a una gira mundial de promoción que lo hizo pasar por España. Esta novela era la continuación de la novela con la que se estrenó en el mundo literario,Less Than Zero, pero escrita veinticinco años después de aquella novela inaugural que había spuesto un hito al llamar la atención de la crítica hacia la labor de un autor novel que, unos pocos años más tarde, entregaría el que quizás fue el libro estandarte, que no quiere decir ni de lejos el mejor, de la literatura norteamericana durante la presidencia de Reagan: American Psycho. Aquella novela, publicada en medio del fervor por lo que unos llamaron dirty realism y otros minimalismo, fue convirtiéndose en un clásico a medida que pasaron los años, e incluso muchos de los que se acercaron a Easton Ellis gracias a la exitosa novela sobre el ejecutivo de Wall Street con pulsiones asesinas, la consideraban su obra más acabada. No deja de ser una ironía que el libro más celebrado por la crítica de un escritor sea el primero. Easton Ellis, quizás con la intención de reescribir su propia historia, tras un periodo de fallidos proyectos en Hollywood, retomó los personajes de aquella primera novela para mostrarlos tan envejecidos, o maduros, como él mismo. En medio de la promoción del libro se produjo este encuentro que ahora, cuando regresa convertido en el azote de lo políticamente correcto con su libro de ensayos, resulta oportuno recuperar.
En la sala de estar de una suite de un hotel de Gran Lujo madrileño, flanqueado por la intérprete contratada por la editorial y la encargada de prensa, y siempre vigilado por el escritor Robert-Juan Cantavella, que está realizando una crónica sobre la visita del autor a España para una revista literaria, el que todavía es considerado, pese a tener ya cuarenta y seis años, el enfant terrible de la literatura estadounidense, recibe a los convocados para las entrevistas promocionales del lanzamiento de Suites imperiales y la reedición de Menos que cero. Los dos periodistas a los que acaban de atender se despiden de la encargada de prensa mientras los dos a los que ahora nos toca sentarnos pasamos a ocupar los dos sillones situados frente al sofá que ocupan el escritor y la traductora. Cantavella se queda en pie, a nuestra espalda, desde donde por lo visto lleva contemplando toda la mañana el encuentro con los medios. A Easton Ellos se le ve cansado, confiesa que, aunque son las doce del mediodía, no ha desayunado aún. Pero frente a él, en la mesita de café que separa su sofá de nuestros sillones, apenas quedan los restos de lo que, quizás dos entrevistas antes, fue una bandeja llena de pastas, dulces y repostería. Antes de que comiencen las preguntas se disculpa porque debe visitar el baño y, de camino, pide a la representante de la editorial algo para picar. «Algo más ligero, no pan o bollos», explica, «si no voy a engordar muchísimo».
En su ausencia nos cuentan que está siendo mucho más amable de lo que fue durante la promoción de Lunar Park, hace cinco años, que apareció en castellano dentro de la misma editorial del mismo grupo multinacional. Entonces se comportó como una estrella del rock caprichosa y déspota. Pero han pasado muchas cosas entre tanto. Retornó a Los Ángeles desde su exilio neoyorkino, trabajó en una película que fue un fracaso crítico y comercial, Los confidentes, y decidió quizás por ello revisitar los personajes de la novela que, publicada cuando tenía tan sólo veintiún años, lo hizo rico y famoso. La editorial, quizá con tino comercial, acababa de lanzar junto al nuevo libro una reedición de aquella primera novela. De ese modo era más fácil vender dos libros en vez de uno. O quizás fue una exigencia del agente del autor, estas cosas pasan a veces.
Menos que cero (Less Than Zero) narraba la vida desmadrada de unos universitarios ricos sin objetivos vitales. Releída ahora sorprende por lo vigente de su retrato. No hay celulares ni otros cachivaches tecnológicos, y ciertos objetos perdidos en la memoria como la soda Tab o los contestadores con grabadora resultan ahora más llamativos de lo que seguramente lo fueron entonces. Se trata de un novela más sociológica que narrativa, volcada en el retrato y no en el relato, que acuñó un modo de narrar copiado hasta el cansancio por una pléyade de autores en los años siguientes.
Easton Ellis regresa al fin del excusado y comienza la tercera interpretación del día. Pregunta a qué hora será la comida. Y, en vez de responderle con una hora, la dicen que le faltan tres entrevistas antes de poder ir a comer. Asiente en silencio, nos mira a los dos periodistas, evaluándonos con apenas un vistazo y vuelve a pedir algo para picar. Algo salado y ligero, nada de pan, repite. La traductora y el reportero que le sigue nos han advertido ya de que en cada una de las entrevistas interpreta un papel. Pero que, al menos, responde a las preguntas que le hacen. Aunque viva en la ciudad del cine y trabaje en su industria, siempre en proyectos independientes que muchas veces no llegan a concretarse, aclarará el mismo autor durante la entrevista, no ha terminado de convertirse en una de las estrellas del celuloide que contestan siempre lo mismo, el guion marcado desde la productora del film, le pregunten lo que le pregunten.
Cuando se sienta de nuevo junto a la intérprete dice que podemos comenzar con la entrevista. Media hora de comedia para dos. Las estrecheces de entrevistar a las estrellas, pienso para mí. Como si la comedia fuera a ser mejor en el caso de que fuera su único espectador.
Abre fuego el periodista con el que comparto cita.
«Parece haber un consenso crítico a la hora de ensalzar su obra y al mismo tiempo detestar moralmente a sus personajes. Por eso me gustaría saber qué relación mantiene con ellos.»
Asiente mirando al periodista que lo interpela y comienza a hablar: «Cuando estaba en Amsterdam…»
Pero de pronto se calla y, pasados unos segundos, cuatro o cinco, confiesa.
«Este es un truco que tengo. Cuando me hacen una pregunta que no sé responder siempre hago esto. Digo: Cuando estaba en Amsterdam… O en París… En realidad me siento como si fuera a la clase de lengua y literatura. Acabo de regresar de comer y me están examinando. Pero no he estudiado y no sé que responder.»
Mi colega se queda mirando un tanto extrañado al escritor. Yo me río. Él, que no trae grabadora, ha dejado de tomar notas apenas Easton Ellis ha comenzado a explicar lo de París. Yo miro a ambos con una sonrisa de oreja a oreja, aguantándome la risa y comprendiendo, al fin, a qué se referían la intérprete y el reportero con lo de que cada entrevista termina siendo un show. Uno privado, pequeño, en el que hay dos espectadores a los que hay que seducir para obtener su aplauso. Quizás durante la comida converse con los que han estado presentes en todas y cada una de las entrevistas, Robert y la intérprete, sobre en cuál ha estado más ocurrente, en qué momento se ha acercado más a la interpretación que tenía en la cabeza. Dos meses de promoción en los Estados Unidos y otros dos por toda Europa, a razón de diez entrevistas diarias parecen una buena excusa para inventarse respuestas. Yo también terminaría harto de tener que decir lo mismo cien veces por semana.
«Pero, en todo caso, vamos a intentar dar una respuesta. Porque la hay. ¿Cómo me siento ante la ética o moral de mis personajes? Bueno, en primer lugar no es la mía. Yo soy escritor. Me gusta que la gente se porte mal, que sea mala, porque eso es interesante para la ficción. Siempre es más interesante contemplar a gente con una conducta dudosa. Por otro lado, yo tengo que establecer una empatía con mis narradores, establecer una conexión con ellos porque, de lo contrario, no puedo escribir el libro. Todos los narradores de todas mis novelas me gustan. No me gusta lo que hacen, pero, por ejemplo, en el caso de Suites imperiales, hay algo en Clay, en su dolor, de lo que sí respondo, que sí tiene que ver conmigo. Es eso lo que me permite dedicarle tres años a la escritura del libro. Digamos que todos los libros que he escrito reflejan cómo era mi vida en el momento de su escritura.»
Mi colega anota frenéticamente las reflexiones en voz alta con las que parece contestar a su pregunta. La traductora, en las contadas ocasiones en que levanta la vista del cuaderno donde ella también toma notas a toda velocidad, mira al vacío unas veces y otras al reportero que nos vigila sentado a unos metros. Luego traduce. Me gustaría tener la confianza para decirles que no es necesario, que uno lo está grabando y sabe inglés, que de ese modo la entrevista dará más de sí y dispondremos de más tiempo, pero nadie me (nos) ha preguntado. Así que Easton Ellis se dedica a mirarme a mí mientras habla, lo que hace es ir contándome todo eso a mí, porque yo he tenido la precaución de llevar una grabadora en la que registrar todo y puedo seguir observando sus gestos, sus inflexiones, el modo en que nos sigue engatusando con su discurso, en vez de mirar a mi bloc de notas.
«Cuando terminé Lunar Park estaba en un buen momento. Me sentía alegre y feliz. Ese libro fue un exorcismo. Y pensé que el siguiente sería una continuación de este estado emocional. Quería escribir una historia de amor entre Blair y Clay. Una historia de amor agridulce porque Blair tiene hijos, Clay no vive en Los Ángeles, vive en Nueva York. Pero va allá para hacer un casting, ve a Blair en una fiesta y comienzan una aventura amorosa. En un primer instante pensé que la historia la iba a narrar Blair, pero luego lo descarté. Aunque la realidad se impuso. Me trasladé a Los Ángeles y la vida fue distinta de cómo había pensado. Y después de tres años de infierno, de dolor y de tinieblas, publiqué esto.»
Y remacha su parlamento señalando el ejemplar del libro que he puesto sobre la mesa al llegar, junto a la grabadora y la bandeja llena de las migajas y restos de aperitivos dulces. Clay es el protagonista de las dos novelas, y Blair es en la primera, Menos que cero, la novia que espera ansiosa su retorno desde una universidad del este para las vacaciones navideñas y con la que él se aburre. Ahora, veinticinco años después, es una mujer casada e infeliz que sabe mucho más de lo que pudiera parecer en principio sobre la fascinación que una joven actriz ejerce en su marido, su antiguo novio y el amigo de ambos.
«Espero que eso explique la relación con mis personajes. Porque es así como escribo todos mis libros. Cuando escribí Glamourama fue igual. Yo viajaba mucho por Europa y me di cuenta de que la identidad, el yo, desaparecía para convertirse en el soporte de una marca. Lo que le sucede al protagonista de esa novela. Es una persona real que se ve reemplazada por una versión ideal de sí mismo. Y eso lo convierte en alguien demasiado semejante a su padre. Finalmente son un reflejo de los problemas que tenía yo con mi padre, y eso se reflejó en Glamourama.»
Se queda pensativo. Parece que no suponía que iba a llegar hasta ahí. Puede ser que realmente haya verbalizado algo que no conocía, en lo que no había meditado nunca hasta aquel momento. O puede que sea un actor excepcional, que se permite hacernos creer que en ese precioso instante ha descubierto algo importante sobre su vida. Y calla. Vuelve la mirada a la intérprete y le pregunta. «¿A dónde quería ir yo? ¿Dónde estábamos?»
Mi colega, al fin y al cabo es su pregunta y él está tomando notas de lo que dice, le recuerda que estaba hablando de su traslado a Los Ángeles, y del infierno que vivió los tres años durante los que escribió la novela. Yo, que no tomo notas porque grabo, puedo disfrutar del actor que gesticula al mismo tiempo que la traductora le va susurrando en inglés el recordatorio de mi colega.
«Esta novela no la podría escribir hoy. Ahora sí que estoy bien en Los Ángeles, pero al principio no fue un buen lugar. Trasladarme allí fue un proceso de iniciación. Tuvo que ver con un proyecto, una película importante que yo producía. Independiente, pero de alto presupuesto. Un proyecto en el que se mezclaba lo personal y lo profesional, porque la película la hacía con amigos, y eso generó un ambiente complicado. Yo pensaba que todos pensábamos lo mismo, que teníamos la misma visión y no, fue un gran desastre. Y como todo estaba ligado, todo era negro. Y el libro que yo tenía en mente comenzó a cambiar, y lo hizo muy rápidamente. Trabajé en él durante los tres mismos años en que trabajé en la película. Así que cuando la película se estrenó, fue un fracaso crítico y comercial, y a la vez se publicó el libro, por lo que tuve un sentimiento de liberación y empecé a ver la luz. Budismo. Esto es lo que hay, esto es lo que somos. ¿Y por qué no sabía yo esto? Todo este dolor por una película… Espero haber respondido a la pregunta. O al menos haber aclarado algo».
Me sonríe, nos sonríe. Sabe que ha terminado el monólogo, un parlamento en el que nos ha convencido de que en sus libros ha volcado su dolor, de que tras cada una de esas palabras late la verdad. Al menos la suya. Lo que el lector común, y el periodismo, no nos engañemos, busca: saber que esos libros son una proyección, explícita o críptica, de su vida. Poder rastrearle allí. Buscarle en sus libros. Presenciar ese dolor del que nos habla.
Pero a mí eso no me convence. Escribo libros, como él, y sé que en los libros siempre hay rastros, huellas, de nuestras vidas. Pero eso no es lo importante, no los hace mejores o peores, son detalles equiparables a las páginas de papel del libro: algo necesario y, al mismo tiempo, prescindible, intercambiable, casi podría decirse que banal. Así que, como me toca preguntar a mí por una de esas reglas de cortesía nunca explicadas pero inexcusables, le pregunto por el extraño inicio del libro, donde el narrador, que es, como en el primer libro, Clay, niega que aquel primer libro lo escribiera él, sino que alguien usurpó su voz y, ahora sí, vamos a poder escuchar la que es su voz verdadera.
«Sí, dice que otra persona utilizó mi vida y escribió ese libro porque yo no le gustaba. Pero cuando termina Suites Imperiales, yo ya no creo a Clay. No me creo la voz de Clay…»
En ese momento la intérprete interrumpe la traducción y le pide a Easton Ellis que le explique eso porque ella no lo entiende. No lo ha entendido. Posiblemente ella no ha leído el libro, cosa bastante lógica, y de ahí pueden venir escenas como esta. Tienen una pequeña conversación acelerada en inglés que se cierra con el escritor riéndose y diciendo que lo va a pensar para contestar de nuevo. Ella le pregunta si va a hablar otra vez sobre Blair y Clay, pero él se ríe y dice que no. Pasan seis segundos, puedo contarlos ahora mientras escribo todo esto porque tengo grabado el silencio, y comienza a contestarme de nuevo.
«He estado pensando para poder explicarlo con claridad. Lo que dices es interesante. Suites imperiales se abre con Clay diciendo que Menos que cero está escrito por una persona que imposta su voz para criticarlo. Pero esta novela es una decisión de Clay, que decide contar todo y es totalmente distinta de la novela anterior. No soy ese chico que va de fiesta en fiesta, no soy esa especie de zombi que apareció en aquella novela. No tengo nada que ver con ello. No me han entendido. Por eso, en este libro dice: este es mi libro, esta es mi historia. Y es mucho, mucho peor.» Esto lo dice susurrando y bajando un poco la cabeza. «El escritor de Less Than Zero fue amable conmigo, porque no me conocía. El Clay de ahora es mil veces peor. No es casual que el diablo aparezca en la cubierta del libro.»
Mi colega recoge la idea y le dice que, de hecho, la última línea del libro es un manifiesto de esa personalidad retorcida. Busca en el libro esa frase para leerla. No en el que está en el suelo, junto al bolso de la traductora, que es la edición norteamericana que podría leer directamente el autor, sino el mío, donde está traducida al castellano y habrá que traducirle al autor su propia prosa.
Pero, mientras hace el gesto de buscar la frase, Easton Ellis se ríe. Y comienza a hablar con el escritor que está haciendo la crónica de su vista a España: «Va a haber mucha gente que va a usar esa frase final del libro». Mi colega, que no parece haberse dado cuenta de que no es el primero que habla de esa frase hoy, la lee en voz alta: “Nunca me ha gustado nadie y me da miedo la gente”. Pero el autor no lo escucha. Sigue bromeando sobre el hecho de que todos le preguntan por esa frase. Y dice, mirando al techo de la habitación: «Cuando estaba en Finlandia…»
Me toca. Justo mientras Easton Ellis se acordaba de Finlandia la encargada de prensa ha entrado en la habitación y he podido ver por el rabillo del ojo a otros dos periodistas esperando en el pasillo. No voy a poder hacer más que una pregunta. Una pregunta más, tan sólo. Todo o nada. Así que no le hago ninguna pregunta, prefiero comentarle a Easton Ellis lo que me pasó cuando leí las dos novelas para preparar la entrevista. Así es el periodismo, emplear horas en leer dos libros y algunas entrevistas en la web para compartir media hora con un colega que viene corriendo de entrevistar a un director de cine. Así es el periodismo cuando uno se lo toma en serio. Con el tiempo he comprendido por qué tantos periodistas terminan leyendo tan sólo el dossier de prensa. Y a veces ni eso.
Le cuento a Easton Ellis que cuando estaba terminando de leer Imperial Suites me acordé de las dos grabaciones míticas que Glenn Gould hizo de las Variaciones Goldberg. En la primera tocaba cada uno de los temas siguiendo las marcas del tempo de las partituras. Composiciones hechas para clavicordio, con otro timbre, con otras perspectivas estéticas de alguien que no conocía cómo sonaría el piano-forte. Las treinta y un variaciones requerían unos treinta y siete minutos y pico. Y cada tema tiene un tratamiento individual, se aprecia el corte, la interrupción, tras cada variación. En la edición especial con descartes esto se hace mucho más claro, porque vemos los errores de algunas de las tomas y entendemos que la velocidad a la que las tocó obliga a detenerse de vez en cuando. Pero la segunda grabación se va hasta los cincuenta y un minutos, dejando que las piezas fluyan de modo más libre, sin sentirse obligado a respetar el tempo indicado, y se aprecia que hay una visión de conjunto, la idea de cómo funcionan todas las variaciones como una pieza única, sin cortes, por lo que no es tan sencillo apreciar los cambios de una variación a otra si uno no las conoce. Pasaron veinticinco años entre ambas grabaciones, como entre las dos novelas. Y en el modo de construir los dos libros hay una evolución similar. En el primero eran escenas dispuestas una tras la otra, hasta completar el libro, pero en el segundo hay una trama, una intriga que sostiene el libro y que constituye un modo de estructurarlo totalmente diferente, como si hubiera cambiado de modo drástico la idea de lo que debe ser una novela. Por otro lado, se van repitiendo algunas ubicaciones donde se desarrollan las tramas, siguiendo además el mismo orden, y ciertos temas, asuntos, que aparecen siguiendo una secuencia idéntica a la del primer libro, como si al escribir este segundo hubiera tenido siempre el otro delante, como una partitura que debe ir rehaciendo al mismo tiempo que la vuelve a tocar.
El reportero que va a hacer la crónica me mira sonriendo y me dice que eso es muy bueno, y se lanza a tomar notas. Quizás salga yo en ellas, y me haya convertido en un actor más del espectáculo. Al menos del suyo. Quién sabe. Él lo es del mío, como ya habrán comprobado. Easton Ellis también sonríe y asiente mientras la traductora le susurra a toda velocidad lo que he dicho, más o menos, y me dice que sí, que fue así, que escribió el libro con el anterior delante, que lo ha leído muchísimas veces durante la escritura de este. Aunque sean diferentes y este tenga, sí, una trama, lo que el primero no tenía.
Mientras me está respondiendo la representante de la editorial, teléfono en mano, nos dice que se nos ha acabado el tiempo, que ya están esperando los dos periodistas siguientes en la puerta. Comenzamos a recoger y Easton Ellis nos recuerda que le gustaría que quedase claro que es un libro escrito por un romántico torturado. «¿He dicho escrito? Quería decir contado. Ha sido un lapsus, y es muy interesante que haya dicho escrito. Qué curioso, tendré que pensar en ello.»
Al darnos la mano nos dice que le ha gustado la entrevista, que no nos ha mentido, que no ha jugado con nosotros. Que hoy se ha dado cuenta de que ese libro no es más que el lugar donde se ha desahogado de modo inconsciente durante tres años. Nos dice que va a ser más honesto con nosotros que con cualquier otro periodista de los que han pasado hoy por allí: España es el comienzo de un nuevo día, porque le ha servido para darse cuenta de esto.
Resulta difícil creer que no le diga eso a todos y cada uno de los periodistas que pasarán por esa suite a lo largo del día, pero no deja de ser una detalle que intente hacernos sentir especiales, a todos y cada uno de nosotros, con el mismo cliché, como un conquistador trasnochado. En eso se conoce que los escritores profesionalizados hasta este nivel tienen algo de prostituta. Cuando salimos de la habitación nos cruzamos con el servicio de habitaciones, traen una bandeja con jamón serrano, queso y uvas. Hay que reponer fuerzas para otras tres funciones antes de la comida.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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