La desarmante honestidad de este texto de Mercedes Álvarez, donde postula una erótica del cuerpo y un hastío de la corporeidad, suponen una interesantísima vuelta del tuerca sobre las políticas y la representación del cuerpo en una era como la actual marcada por la materialidad explicitada de los enunciantes frente a la realidad virtual donde nos vemos inmersos.

 

Confesión previa

Desde que no está parcelado por las hormonas sintéticas, mi cuerpo perdió las riendas y habla sin parar. Ovula, sangra, lucha contra los granos. Mi pelo tiene algunas canas. Tengo ojeras tenues y permanentes, y un cansancio al que me aferro como a un signo de identidad. Perdí peso. Extraño pocas cosas. Tomo vitaminas esperando que me den lo que la comida no me da. A pesar de todo, la piel brilla.

Me levanto todos los días a las siete de la mañana. Cobro un sueldo. Me visto bien. Estoy en el mundo bien vestida, apenas maquillada siempre. En mi casa hay cinco espejos y ninguno me asusta. Corro para sentir mi cuerpo. Bebo para dejar de sentirlo, unas horas más tarde. Creo que todo el mundo, todos sufrimos por el deterioro de los dientes, por la pérdida del pelo. Pero sufrimos mucho más por la falta de encuentros verdaderos.

Me gustaría saber, con respecto a esto, muchas cosas. Por ejemplo: si es posible vivir sin relatarnos las agendas unos a otros. Hace poco, la escritora Menchu Gutiérrez decía en una charla que a veces estamos ávidos de tiempo, y otras veces las horas pasan con una lentitud pasmosa. Esa lentitud pasmosa existe para todos, pero el hombre posmoderno hace de cuenta que no existe. Es como un pequeño secreto que se oculta en el fondo de un placard. El tiempo es, aparte del amor, una de las cosas que más me han preocupado, por lo menos durante los últimos cinco años. Sufrí la falta de tiempo y dejé mi trabajo. Antes de eso lo ocupaba sin parar. Trabajaba. Después iba al gimnasio. Después iba a clases de francés. Llegaba exhausta a mi casa a las once de la noche. A veces me dormía en el colectivo y me iba lejos, pero recomenzaba al día siguiente, con la vaga sensación de estar invirtiendo en algo intangible, mi propia educación por ejemplo, y de tener una vida útil.

Luego, mi tía se tiró por la ventana. Una víctima fatal de la ausencia de encuentros verdaderos.

Ahora que vuelvo a trabajar, el tiempo se resignifica cada día.

A pesar del constante estímulo que parece haber, a pesar de las redes sociales, creo que vivimos en la época menos erótica del mundo. El erotismo, sin tiempo, está condenado a un fracaso estrepitoso. No lo sé y no podría asegurarlo, pero quizá nunca el sexo estuvo más marcado por la ausencia de un encuentro real. Cansancio. Entre ver series de televisión y hacer el amor, elegimos la serie de televisión. (“Muchas parejas que deberían haberse separado hace tiempo siguen juntas gracias a las series”, decía irónicamente hace poco Lucrecia Martel). El visionado compartido como sucedáneo de lo compartido. La total ausencia de diálogo. Lo cotidiano sin descubrimiento. Cada día como algo dado, sin sobresaltos. Rutinas posmodernas. La ausencia de silencio. La ausencia de duelo. El miedo al silencio. El miedo al duelo.

Hay que hacer un duelo para hablar. Las palabras nunca dicen lo que queremos decir. Al mismo tiempo, por eso, el lenguaje es una transgresión. A veces hablar es de una violencia extrema. ¿Cómo medir el silencio y las palabras? Casi no sabemos observar sin sacar conclusiones, o sin comparar: “es como cuando yo…”, “pero yo no soy así”, “él/ella está mejor/peor que yo”. Problemas para suspender el juicio, para ver cada cosa en su especificidad. Nada resplandece por comparación, y tampoco el sexo: “coge mejor que”, “nunca va a ser como con”. De entrada, queremos saberlo todo. Fijarlo en una medida: “dos encuentros más y si la cosa sigue así…”. “Yo soy alguien muy frontal. Si no te gusta…”. Recuperar el concepto de empatía.

No es posible vivir sin duelo. Lo que digamos, antes de sea emitido, es ya un error. No podemos tocar a otro sin escuchar algo de su vibración íntima. No es posible tocar la vibración íntima sin tiempo.

 

I

Las palabras no pueden dar cuenta de una experiencia sexual. Pero la experiencia sexual no puede dar cuenta de sí misma tampoco. Lo que ocurre allí es un amasijo de significados, de representaciones, de discursos y, por supuesto, de experiencias y sensaciones. Nuestro desnudo no es inocente, sino que está cubierto de civilización. Llevamos sobre la piel capas de sentido superpuestas y, si bien el cuerpo no miente (¿el cuerpo no miente?), ¿cuántos podemos enfrentar sin temor aquello que somos? (Pasolini muriendo en un basural de Ostia). ¿Cuántos podemos mirar al otro sin fragmentarlo? Mirarlo entero, y asumirlo entero, “imágenes del otro que nos hacen depositarios de lo más frágil y de lo más valioso de esa persona”, como dice Jorge Baron Biza en El desierto y su semilla.

No es posible estar de acuerdo con la idea de Krishnamurti: que estamos obsesionados con el sexo porque es el único lugar de libertad que nos queda cuando todo lo demás está pautado por la sociedad. El sexo puede estar -y por lo general está- tan pautado como otros aspectos de las relaciones. No es cierto que lo busquemos únicamente como un escape cuando todo lo demás falla. El sexo también falla, y lo buscamos igual, y en muchísimos casos no es más que un desencuentro, porque nos falta tiempo y no tenemos oído.

Hay, en la novela de Baron Biza, un fragmento clave para entender algo sobre la falta de encuentros verdaderos. Cuando Dina, la prostituta con la que sale Mario Gageac, se le entrega por completo y se muestra ante él dispuesta a aceptarlo todo y a recibirlo todo, cuando él la ve por primera vez entera y no fragmentada, la ve cara y pelo y cuerpo juntos, y no retrato, no desnudo, no pechos no codos no piernas no sexo sino todo eso entero, es decir, un sujeto, una mujer, no lo soporta. (Imposibilidad de mirar.) La agrede. Sin pensarlo casi, le corta las mejillas con una sevillana.

Quizá no escondemos sevillanas en los pantalones o debajo de la almohada, pero igual herimos. Herimos porque no podemos soportar que el otro sea otro. Herimos, además, por no poder amar sin poseer. Porque no soportamos amar y no hacer nada. Cortar la carne, o mutilar con palabras o actos es una opción a la contemplación. En el fondo: imposibilidad de aceptar el duelo de la soledad.

Se ama, y enseguida se pide. El amor viene asociado al reclamo. Hay que verse más, hay que vivir juntos, hay que parir un hijo, comprar una casa, reclamar fidelidad. ¿Pero es posible amar y no hacer nada? ¿Es posible amar y contemplar? ¿Puede llamarse amor a aquello que surge del reclamo? ¿O más bien el amor nos pondría en consonancia con el mundo, con lo vivo, eludiendo el reclamo? (Aquí sí es posible estar de acuerdo con Kirshnamurti).

¿Podemos amar si no sabemos estar solos?

 

II

¿Cuánto del reclamo es mandato social?

Nuevamente, Pier Paolo. En 1963, Pasolini filmó un documental inolvidable. En Encuesta sobre el amor entrevistó a personas de todas las edades y condiciones sociales, en público y en diferentes lugares de Italia. Campo, ciudad, sur, norte; todos respondieron a preguntas como: ¿Resuelve el matrimonio el problema del sexo? ¿Se siente usted completamente libre de prejuicios a la hora de acostarse con alguien? ¿Qué opina del divorcio? (en ese momento Italia no tenía una ley) ¿La mujer debe tener los mismos derechos que el hombre?

Si bien algunas de las respuestas –como por ejemplo, la absoluta condena de la homosexualidad que manifiestan todos los entrevistados por igual- parecerían impensables vistas desde hoy (al menos habría más diversidad en las opiniones), otras resultan increíblemente cercanas.  Pasolini entrevista a la Italia del milagro económico, a todas esas personas que estaban asistiendo al nacimiento de otro tipo de sociedad, y el resultado es descorazonador. Más aun visto desde 2018.

Los historiadores de las mentalidades suelen decir que las formas de pensar son lo último que cambia. Cambia el sistema económico y político, la realidad social, la estructura social, pero los hombres se aferran a creencias del pasado. ¿Pasa algo similar en este caso? A primera vista, se diría que es el reclamo burgués de una familia y de un amor tradicional lo que permite que el capitalismo continúe, si no fuera porque el modelo de familia está en declive desde hace cuarenta años. Entonces: ¿por qué seguimos buscando lo mismo, por qué vamos tras una forma de relación que ha probado, una y otra vez, su obsolescencia? Quizá, porque no conocemos otra cosa. El matrimonio es una fórmula agotada que se repite sin tregua, una neurosis colectiva que termina en divorcio, y en un nuevo matrimonio, y quizás en otro, y el fracaso se atribuye a cuestiones que nunca llegan hasta el fondo de las cosas: “no era la persona adecuada”, “se acabó el amor”, “éramos incompatibles”. Y un largo etcétera. Explicaciones racionales. Pero el amor no tiene ninguna explicación racional.

A Joyce no le importaba que Nora nunca hubiera leído un libro, y mucho menos, uno suyo: “Nuestros hijos (tanto como los quiero)” –escribe en una de sus cartas- “no deben interponerse entre nosotros. Si son buenos y de naturaleza noble se debe a nosotros, querida.” Una afirmación interesante en una época en que los hijos no sólo se interponen sino que son la excusa perfecta.

Entonces, hay dos problemas que transcurren paralelos: uno es la inadecuación del modelo de familia tradicional, y el otro, la imposibilidad de diferenciar el mandato del deseo. Los solteros, contrariamente a lo que podría pensarse desde la lógica capitalista que exalta la individualidad, son los parias de la sociedad. Cuando no se está en pareja, hay presión para buscar una. Cuando se tiene pareja, hay presión para irse a vivir juntos. Cuando se vive juntos, para tener un hijo. Cuando se tiene un hijo, para tener dos. Y así, como dice una amiga mía, en la medida en que no podemos separar el deseo del mandato, no se termina nunca de pagar el tributo a la sociedad. Somos esclavos de una mezcla de deseo y mandato que nos impide ser libres.

Pero, para tener encuentros verdaderos, es necesario ser libres.

 

III

Ahora bien: por un lado está el reclamo, indisociable del mandato hasta niveles inimaginables. Pero, por otro lado, sin necesidad de que aparezca el reclamo, el amor, para que sea amor, debe mostrarse. Amar se traduce en acciones. Alexander Lowen, creador de la Bioenergética, escribe en uno de sus libros: “La madre que habla de amor pero no le da el pecho a su hijo, no lo sostiene afectuosamente en sus brazos o no lo cuida tiernamente es una impostora. El enamorado que no le ofrece a la persona amada un regalo para expresar su sentimiento es deshonesto. Y el esposo que proclama su amor a su esposa pero no experimenta deseos sexuales con ella, es falso.” Ciertamente, todos esperamos que nos digan que nos aman, pero si esa proclama no va acompañada de acciones no significa nada. Y a veces puede ser casi tan descorazonador sentir el amor en las acciones pero no escuchar nunca las palabras “te amo”.

Francoise Dolto decía que hay que tocar al niño, hacerle sentir amor, pero el tacto solo no basta: hay que hablar. Decía que a veces los niños vomitan porque quieren expresarse y no pueden, y aseguraba que los recién nacidos pueden reaccionar ante las palabras afectuosas de un adulto. El adulto -proponía-, ante la demanda del niño al que no comprende, jamás debe ejercitar la censura, sino decir: “No lo sé, pero voy a intentar responderte”. En eso, para Dolto, reside el verdadero instinto materno: en la voluntad de comprender.

Nunca vamos a comprender completa y totalmente al otro, pero es la posibilidad de hacerlo, la voluntad de hacerlo, lo que define nuestra calidad como humanos. Hablo, por supuesto, del concepto de empatía, que parece tan olvidado en nuestros días.

El mundo en que vivimos ha dejado a un lado todo viso de racionalidad. Lo que cuenta es el sentimiento. Para mucha gente, por ejemplo, el problema no es que las personas padezcan hambre, que sean analfabetas o que se dejen llevar por la propaganda electoral. El problema es “que a mí me indigna”. Lo que no deja de ser una opinión personal sobre las cosas. No hay ninguna pregunta acerca de cómo se llegó a esta situación, por qué el minero, a pesar de sus condiciones extremas vota sistemáticamente a la derecha o decide que “ajustarse el cinturón” es la mejor opción para los tiempos que corren. El problema es “que a mí me indigna” y que “este gobierno es obsceno”. Una simple opinión basada en cuestiones puramente emocionales: “tal candidato me revuelve el estómago”. Fin de la cuestión. Pero, ante la pregunta, ¿por qué?, la respuesta probablemente sea que la gente es tonta, incapacitada para pensar, o bien está engañada. El ejercicio de la empatía, entonces, se convierte en una utopía, y es reemplazado por el ego exuberante de quien emite opinión.

Pero la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro e intentar pensar o sentir como él, no es una cuestión. La empatía es, sin embargo, una forma de amor que rara vez ejercitamos, y cuya ausencia mina -cómo no- toda posible relación con el otro. ¿Cuánto tiempo dedicamos a ver las cosas como las verían los demás?

David Foster Wallace, quien en 2005 tuvo que dar el discurso de graduación a los alumnos de la Universidad de Kenyon, dijo allí: “Aquí apunto a lo que yo creo que realmente significa que me enseñen a pensar. Ser un poco menos arrogante. Tener un poco de conciencia de mí y mis certezas. Porque un gran porcentaje de las cuestiones acerca de las que tiendo a pensar con certeza, resultan estar erradas o ser meras ilusiones. Y lo aprendí a los golpes y les pronostico otro tanto a ustedes. Les daré un ejemplo de algo totalmente errado pero que yo tiendo a dar por sentado: en mi experiencia inmediata todo apuntala mi profunda creencia de que yo soy el centro del universo, la más real, vívida e importante persona en existencia. Raramente pensamos acerca de este modo natural de sentirse el centro de todo ya que es socialmente condenado. Pero es algo que nos sucede a todos. Es nuestro marco básico, el modo en que estamos ‘cableados’ de nacimiento. Piénsenlo: nada les ha sucedido, ninguna de vuestras experiencias han dejado de ser percibidas como si fueran el centro absoluto. El mundo que perciben lo perciben desde ustedes, está ahí delante de ustedes, rodeándolos o en vuestro monitor o en la TV. Los pensamientos y sentimientos de las otras personas nos tienen que ser comunicados de algún modo, pero los propios son inmediatos, urgentes y reales.” Es decir: sin empatía, no hay posibilidad de libertad. Porque lo que no surge de la empatía no es sino una opinión, una manera egocéntrica y totalmente arbitraria de ver las cosas.

Y concluye: “La libertad que importa verdaderamente implica atención, conciencia y disciplina, y estar realmente interesados en el bienestar de los demás y estar dispuestos a sacrificarnos por ellos una y otra vez en miríadas de insignificantes y poco atractivas maneras, todos los días. Esa es la libertad real. Eso es ser educado y entender cómo pensar. La alternativa es lo inconsciente, lo automático, el funcionamiento por default, el constante sentimiento de haber tenido y perdido alguna cosa infinita.”

 

IV

Considero que son dos los males que nos atraviesan hoy: el tiempo (o más bien su falta) y el entretenimiento como un imperativo. En realidad estamos hablando siempre de un único tema: la pretensión de vivir sin angustia, es decir: de vivir como si la muerte no existiera. Para que la muerte no sea un problema es necesario aturdirse, salir, ver películas (en lo posible Hollywood, no Bergman ni nada que nos enfrente a la propia finitud), ver series de televisión, no pensar. El aburrimiento es hoy una experiencia temida, evitada. Cualquier posibilidad de estar a solas con uno mismo es motivo de angustia, con lo que no conviene incursionar en esas aguas o bien – si se tiene la desgracia de estar solo y ocioso en una casa – hacer algo.

El problema es que ese “hacer algo”, cuando de trata de entretenimiento, implica estar frente al televisor o frente al teléfono, entrar en la realidad virtual, en las redes sociales… es decir, en todos y cada uno de los casos, salirse de uno mismo.

Es evidente que hay muchas formas de salirse de uno mismo, y que de vez en cuando se necesita con desesperación una experiencia de estas características. Drogarse con alucinógenos, por ejemplo, es una forma de salirse de uno mismo (pero al mismo tiempo es una manera de autoexploración). Leer es una manera de salirse de uno mismo (pero que implica un nivel de voluntad y de acción mayor al de mirar una serie de televisión). Las redes, en cambio, llevan en sí el germen de la seducción de jugar a ser otro, ya sea la mejor versión de uno mismo, un yo preocupado por el planeta tierra, un yo preocupado por la política,  o uno segmentado del que solo se muestra o lo personal o lo laboral.

En el pasado, e incluso a veces hoy, otras formas de entretenimiento implicaban otras habilidades. La gente que juega a las cartas, por ejemplo, se entretiene, pero no sale de ella misma. Necesita estar conectada con su contrincante, con el juego y con su propia estrategia. Los juegos de mesa en general implican estar en contacto con el otro, además de un ejercicio mental. Pintar una mesa, dedicarse a la jardinería, reparar cosas en la casa, por ejemplo, son actividades que pueden entretener, y que no proponen salirse de uno mismo sino todo lo contrario. Hay un cierto nivel de concentración y aislamiento, a la vez que un pulso motivado por el quehacer manual, que invitan a la reflexión.

Las formas de entretenimiento que tenemos ahora, sin embargo, no son más que distractores, maneras constantes de olvidar el misterio de la existencia, de evitar pensar quiénes somos verdaderamente, o si estamos conectados con nuestro deseo. Son máquinas perfectas de alejarnos de toda experiencia de lo sagrado, de denigrar el tiempo cotidiano que puede inscribirse en otros registros, de privarnos del ritual de la conversación y de la posibilidad de encuentros verdaderos, de habitar nuestro cuerpo, de sentir el mundo en todo su peso, es decir: con todo el horror pero también con toda la belleza que puede proporcionar el universo. Suprimir la angustia es también, necesariamente, suprimir el impulso vital, suprimir la vida misma.

 

V

Ahora bien: ¿es posible construir un tiempo distinto? Michel Onfray, en su libro Cosmos, habla de la posibilidad de construcción de un contratiempo. Es decir, un tiempo que vaya contra la utilización despiadada del tiempo, un tiempo que se oponga al tiempo muerto que imponen, por ejemplo, las redes sociales y la virtualidad. Al tiempo de la velocidad, que no implica según él una aceleración del tiempo sino su abolición misma, es posible oponer otro tiempo: un presente que lleve en sí mismo la carga del pasado y del futuro. Un tiempo que esté cargado de prolongaciones, y por tanto, de potencialidades. No es posible ya como civilización, nos dice Onfray (es demasiado tarde), pero sí desde la subjetividad. Si vamos directamente al mundo y suprimimos las pantallas, podremos quizá inscribir el propio cuerpo en un continuo entre pasado y futuro, un presente vivo que no esté encadenado al momento presente, que se vuelve de este modo hueco en una yuxtaposición de instantes. Se trata de restaurar el saber por encima de la opinión y por encima de la emoción. Eliminar los lugares comunes y aprender a filosofar, que no significa otra cosa que aprender a vivir con el dolor.

Somos una porción ínfima de la eternidad. Nacemos porque sí, y vamos a morir porque sí. Pero nuestro nacimiento y nuestra muerte se inscriben en la eternidad.

Aprender a filosofar: vivir de acuerdo a lo que se cree. Dotar al tiempo de sentido. Respetar los ritos. Ver al otro en toda su dimensión. Aceptar. Crearse libertad, en palabras de Nietzsche actualizadas por Onfray.

Pero para crear ese contratiempo es necesario estar a la escucha de uno mismo. La “espera de Dios” de la que habla Simone Weil, quizá no sea otra cosa que permanecer a la escucha de sí mismo.

La autora española Menchu Gutiérrez escribió una poética de las medidas del tiempo titulada Siete pasos más tarde. Hacia el final del libro habla de los claros del tiempo. “Hay claustros en esta hora”, dice que decía Fernando Pessoa. Tiempos dentro del tiempo, donde el tiempo se interroga con sentidos nuevos. Claros donde la vida cotidiana queda suspendida. Porque se trata de recuperar la conexión con lo sagrado, tarea en la cual la poesía, que encuentra una grieta para el deslumbramiento en la vida cotidiana, puede ser tremendamente esclarecedora.

Creemos los claustros de esta hora.

 

VI

Dice Onfray: “El tiempo real en el cual lo real tiene lugar se ha rendido a estas máquinas que han abolido el tiempo real y lo real para producir un tiempo virtual construido parte por parte. (…) Lo que obedecía a las leyes de la retórica, de la dialéctica, de la argumentación, por lo tanto, de la razón, desaparece a favor de lo que obedece a las leyes de la sinrazón: empatía, afección, emoción, pasión, simpatía, sentimiento.” Es decir que este tiempo donde reina y gobierna la emoción, es un tiempo no dialéctico, fundado sobre el nihilismo y que nos convierte en esclavos de nosotros mismos.

Se ha insistido sobre esta idea: el capitalismo necesita, para su funcionamiento, que impere el reino de la emoción, y no el de la razón. Por eso la medición de las emociones es una parte fundamental de la investigación de mercados. El consumidor no compra con la razón, se basa en emociones. Para que alguien salga a comprar necesita una conexión emocional, y hoy en día estamos todos subidos a la ruleta de las emociones. Así el debate político queda resumido a una cuestión de afinidades: “me gusta cómo se viste”, “lo amo”, “la odio”, etc. El lugar que ocupaban los debates lo ocupan ahora las emociones. También las emociones invaden el terreno de las relaciones humanas: en la pareja, la interminable sucesión de emociones (y lo que es peor, la constante expresión de las mismas) lleva a una inestabilidad patológica. No es de extrañar entonces que los matrimonios duren tan poco, y que no haya nunca una reflexión profunda donde se imponga la cordura. Pasa lo mismo con el cine: si no hay un sobresalto (una emoción) cada tres minutos la película es aburrida, provoca un sueño infinito o la necesidad de mirar el teléfono celular.

Las redes promueven un espacio donde lo que importa es el like. Pero un like no está generado por la razón casi nunca, sino por la emoción. “Me enternece, me entristece, me alegra, me encanta, me aburre”. Emociones. Cualquier reflexión que se propone desde la razón es inmediatamente condenada; por lo general es la falta de lectura y la reproducción de likes lo que evidencia esta condena.

Por supuesto que no es posible vivir negando el sentimiento – y aquí hay que diferenciarlo de la emoción que, a diferencia de este, es efímera-, pero sería realmente un esfuerzo interesante intentar vivir privilegiando el uso de la razón por sobre la emoción. No está mal que los padres enseñen a los hijos a refrenar sus impulsos, a no querer vivir todo el tiempo de acuerdo a la exigencia del aquí y ahora, sin espera, sin mediación entre lo que se desea y lo que se obtiene, para una vez que se obtiene pasar rápidamente a otra cosa, y a otra, y no recordar nunca entonces lo que evitamos decirnos frente al espejo cada día: que somos mortales, que nos vamos a morir.

Hay que hacer el duelo y sobreponerse cada día, entender con todo el cuerpo que estamos inmersos en un continuo de tiempo, que otros han pensado y amado antes de nosotros, que nos preceden la filosofía, las artes y las ciencias, y que luego de que muramos otras personas seguirán haciendo arte y ciencia y filosofía y así, no todo se habrá perdido.

 

Coda

Siempre me llamó la atención la frase «no me sirve», que suele usarse bastante en Argentina. Se aplica a muchas cosas. Este horario «no me sirve», por obligación «no me sirve», «no me sirve» un amigo que me hace esperar, ese sueldo «no me sirve». Reconozco que cuando alguien dice una frase que involucra el verbo «servir», tan poco usado, por ejemplo entre los castizos (entre los que viví muchos años), me quedo unos segundos pensando qué me quiso decir. (Nunca un español diría: «¿te sirvo agua?», ni probablemente ninguna otra acepción del verbo «servir» como no sea la acción ejecutada por un verdadero siervo, lo cual no deja de unir graciosamente presente con pasado). Por un lado me da cierto pudor pensar en que las cosas o las personas pueden servirme o no, como si luego pudieran desecharse o aprobarse en función de su utilidad. Segundo, pienso en la primera acepción del verbo «servir»: «Ser apta o útil [una cosa] para el fin que se expresa o estar capacitada [una persona] para la cosa que se expresa.» Entonces me pregunto, por lo general: ¿cuál es el fin de algo o el estar capacitado de alguien? Digamos que la respuesta no puede ser más que cuantitativa, o una cuestión que -como en las empresas- solo puede medirse por objetivos. Aplicar esta lógica a las relaciones humanas pre-anuncia resultados catastróficos, que de hecho constatamos día a día. En un sentido más positivo, sin embargo, me interesa el concepto si se trata de medir el compromiso de las personas por sus acciones, lo cual nos salvaría de muchas tragedias personales.
Quizá reflexionar sobre este punto no está de más y pueda ayudar a ordenar el pensamiento, la dinámica de una vida. Tiendo a pensar que este empleo del verbo «servir» apunta a un fin último que desconocemos y es de la misma familia de las aseveraciones que llevan a ciertas personas a decir cosas como: «Yo soy así. Me amás o me odiás». Pero, por lo general, muchas veces ni siquiera sabemos qué es lo que nos hace bien. Tampoco lo que esperamos del otro, con lo que, con demasiada frecuencia una relación, sea del tipo que sea, se convierte en una demanda desesperada de amor. Cierta cualidad inasible de las personas, que hacen que no lleguemos a conocerlas verdaderamente nunca, se pervierte cuando se cristaliza en estas frases. Si el lenguaje puede crear la realidad, quizá pensar en las palabras que utilizamos pueda ser esbozo de una salida del reclamo hacia la gracia.

 

Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015) y El cuerpo intacto (plaquette. Pen Press, NY, 2016). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato «Grow a lover».

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.

La fotografía que ilustra el texto es de Richard Calvar, y forma parte de la exposición Players. Los fotógrafos de Magnum entran al juego que puede visitarse en el espacio de la Fundación Telefónica dentro del marco de Photoespaña 2018.