La mitificación de los Estados Unidos ha terminado por convertir a ese país y su cultura más en un terreno de la imaginación donde sumergirse cultural y artísticamente que en un territorio donde viajar físicamente. Solo desde esa perspectiva pueden comprenderse de modo cabal propuestas como esta que les presentamos hoy de la mano de Boria Ediciones, donde partiendo de una canción de Dylan, que los Birds hicieron famosa en la voz de David Crosby, se traza un texto que sirve como broche del libro.

 

Albert Lea, febrero de 2021

Domingo, ocho de la mañana. El sol comienza a despuntar en lo alto. La mayor parte de la gente en el pueblo duerme todavía. Encerrados en sus casas, arropados en sus mantas. Austin llena de nuevo mi taza mientras yo repaso el manuscrito. Miro hacia la ventana. Unas pocas motas de polvo flotan en el aire, iluminadas por la suave luz que traspasa los cristales. El bar permanece en calma. Todas las sillas descansan colocadas encima de las mesas. Es posible llegar a escuchar el sonido del silencio. Al fondo, un joven Dylan borbotea en la gramola entonando sus Back Pages.

 

            Ah, but I was so much older then, I’m younger than that now

 

Vuelvo a centrarme en los textos. Here’s looking at you. Va por ti. Apenas terminados. Todavía huelen a ropa de estreno, a pan de leña caliente, a niño recién parido. Siguen conservando la torpeza de los primeros pasos, el miedo ante lo desconocido. Y, sin embargo, no son nuevos. Comenzaron a tomar forma hace mucho tiempo. Sin papel. Sin tinta. Sin renglones. Letras esparcidas, señales ignoradas, pensamientos no pensados… Orbitando a fuego lento, dando vueltas alrededor del espejo. Camuflados bajo estúpidas certezas. Ya me entienden, todo ese rollo del inconsciente y el cerebro trabajando en un segundo plano. Quiero decir con esto que no han sido algo buscado. Nunca figuraron como punto pendiente de una lista de tareas. No al menos de manera meditada. Simplemente, en un momento dado, rompieron a fluir. Como un arroyo que rebosa y comienza a brotar desde su manantial. Como el agua que olvidamos cerrar y desborda la bañera. Se hacía necesario construir un cauce.

Miro a la última mesa del fondo. Ahí sigue, aguardando a nadie, esperando en vano. Austin no permite sentarse en ella, no lo consiente. Aunque el resto tenga dueño, aunque el local se encuentre a punto de estallar. Olvidaos de ella, haced como si no existiera. Eso dice Austin. Y cada día, coloca azúcar nuevo. Y cambia las servilletas. Y observa la silla. Y mira sonriendo a través de la ventana. Y se retira sin decir palabra. Esa era su mesa, la del viejo Zachary Wesley, el padre de Austin. El lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, donde charlaba con quien quisiera acercarse, donde sonreía orgulloso a su hijo. Yo apreciaba mucho a Zac, lo apreciaba de veras. Y también lo echo en falta. Siento su ausencia, añoro su figura, su poso de viejo zorro. Todavía eres anciano, decía siempre. Necesitas unos cuantos años más para verlo claro. Para llegar a joven. Para ser un niño como yo.

 

Ah, but I was so much older then, I’m younger than that now

 

Zac estaba en lo cierto. Para comprender algunas cosas se necesita tiempo. Es preciso haber consumido una gran parte para saber apreciarlo, para darse cuenta de que su uso es restringido. Llegar al punto donde el horizonte comienza a perder su parte lírica y decide presentarse como una certeza. Así funciona esto. Al principio, te encuentras con toneladas de algo que no eres capaz de gestionar. Te sobra y, en ocasiones, hasta te molesta. No sabes qué demonios hacer con él. Lo malgastas, tratas de que transcurra lo más rápido posible. Y pospones todo aquello que suponga un esfuerzo, que te obligue a apretar los dientes y se agarre como un gancho a las amígdalas. Cuando esté bien preparado, más adelante, ya habrá tiempo para eso, piensas. Pero el tiempo es arena entre los dedos. Y corres el riesgo de quedarte sin nada. De perderlo. Todo.

Es curioso, conforme van volando las hojas, determinadas cosas que considerabas estúpidas se presentan como una especie de señal, comienzas a ver más allá de los límites establecidos. Algo así como llegar a entender una suerte de lenguaje en clave. Nadie te lo ha enseñado, nadie te ha mostrado la forma de descifrarlo, pero tú lo percibes. Sabes que se encuentra a tu disposición. Y si eres capaz de parar y dedicarte a observar un poco, caes en la cuenta de que todo este tinglado no es más que un inmenso puzzle. Un jodido rompecabezas que va encajando piezas sin detenerse. Lo que antes se presentaba extraño coincide con su complemento y algo sucede a continuación que le otorga el sentido preciso. Digo esto porque creo que cada asunto tiene su momento, que hay que afrontarlo justo cuando toca. No antes. Tampoco después.

 

Ah, but I was so much older then, I’m younger than that now

 

Los años, aparte de óxido en los engranajes, nos conceden capacidad de perspectiva. Habilidad para hacerte a un lado, mirar desde la distancia, dejar que el mundo avance mientras tú permaneces varado. Es entonces cuando la mente se abre verdaderamente, cuando la razón, esa jodida razón encorsetada, pierde aliento y te permite asimilar conceptos. No todo es física y química, no siempre existe una secuencia lógica, la línea recta no garantiza el camino más corto, las mejores frases se escriben en renglones torcidos y a veces, bastantes veces, hay que correr para no moverse, para mantener el tipo, para continuar de pie. No es cuestión de aprender, ni de entender, ni de saber un carajo, se trata de comprender, de aprehender, de fundirte en las palabras, en los lienzos, en los pentagramas. De ser water, my friend. Vaya tela.

Hay lugares que son personas. Personas que son aromas. Aromas que son sonidos. Sonidos que son lugares. Y, de nuevo, lugares que son personas. Todo es uno, todo gira en un mismo sentido, todo se mezcla, se funde y se confunde en algún punto del camino. Qué jodienda. Tanta historia y, al final, va a resultar que no estamos hechos de carne y hueso, que todo lo que vemos no es más que un maldito decorado, que lo verdaderamente real se nos esconde a simple vista. Sensaciones, roces, sentimientos en cueros ajenos, proyecciones en cientos de imaginarios. Eso somos. Y ahí es justo donde nos quedamos, donde realmente llegamos a existir. Y también ahí, es donde nosotros somos capaces de dar y quitar la vida.

 

Ah, but I was so much older then, I’m younger than that now

 

Hace unos días me hablaron de Johnny G. Un tipo sin demasiada historia. Una foto velada. Alguien que pasaría por tu lado cien millones de veces sin dejar ninguna huella, que podría cederte el asiento y no recordarías su rostro a los diez segundos de haberlo tomado. Algo así le sucede a Johnny contigo. Y conmigo, y con todo lo demás. Johnny G. es un hombre sin memoria. La perdió exactamente el día de su vigésimo cumpleaños, hace más de treinta inviernos. Los motivos no vienen al caso pero, a partir de entonces, sus recuerdos se pierden en lo desconocido. Incluso los más inmediatos. Ni siquiera es capaz de resolver un crucigrama, ni de cocinar un plato, ni de escribir una carta. Olvida todo lo que ha hecho dos minutos antes. Cada vez que Johnny sopla sus velas y formula un deseo, en apenas unos segundos, nadie puede saber ya nunca de qué demonios se trataba. Ni siquiera él.

Estamos hechos de recuerdos. De imágenes, de voces, de olores, de chasquidos en la piel. El futuro es incierto, el presente, una entelequia. Sólo nos queda lo vivido. Si lo olvidamos, olvidamos quiénes somos. Si lo perdemos, nos perderemos también. Y entonces estaremos muertos. Somos la consecuencia de millones de sucesos. Decisiones, errores, aciertos, golpes de suerte. De buena y de mala. Qué tuvo que suceder para llegar a este recodo. Qué viento nos ha soplado hasta aquí. El día que agarremos la puerta, eso es todo lo que quedará, lo único que nos llenará el bolsillo. Los recuerdos. Y cada vez que negamos nuestras tormentas, perdemos aquello que hubo a su alrededor. Lo angustioso, pero también lo humano. Todo. Como Johnny. Sin memoria. Vacíos.

 

Ah, but I was so much older then, I’m younger than that now

 

Nos adiestran para los primeros auxilios, para esquivar los golpes, para hacerle un quiebro a los días de eclipse. Construimos muros, encendemos luces en mitad de la niebla, anestesiamos las punzadas, y nos impulsamos con la pértiga por encima del fango. Tratamos a toda costa de conservar la piel intacta, quemando gran parte de nuestras fuerzas en intentar salir ilesos. Pero esa es una guerra perdida de antemano, cualquier mañana, despiertas repleto de amnesia y te sorprendes caminando en círculos. La vida duele, vaya noticia. Y negarlo significa renunciar a ella, a evolucionar, a crecer. Hay que sufrir las heridas, admitir las deudas, concluir etapas. Atar cabos, subir peldaños. Cerrar puertas. Y volverlas a abrir.

Es domingo, ocho de la mañana de una mañana del mes de febrero, la mayor parte de la gente todavía duerme y el sol comienza a despuntar en lo alto. Yo apuro mi café, repaso los textos y me entretengo observando a través de la ventana, con la mirada fija en las ramas sin hojas de los árboles. Pronto llegará la primavera y, con ella, la explosión de un nuevo caos. El frenesí, la sangre en constante ebullición. Una puta locura contagiosa. Siempre he preferido el invierno, la calma, los días cortos, el aire frío en la cara al cruzar la puerta. Cuestión de gustos. Hay un anciano al otro lado de la calle, sentado en un banco justo en la puerta del parque. Tiene la espalda completamente apoyada, la cabeza un punto inclinada hacia atrás, recibiendo el tibio calor del sol de invierno en todo su rostro. Las manos cruzadas sobre el estómago, los ojos cerrados, una tenue luz iluminando su cara… no parece tener ningún otro plan a corto plazo. Ni, probablemente, tampoco a largo. Sonríe. Tiene un gesto limpio, cristalino. De paz, de sosiego, de barca flotando en medio de un mar totalmente en calma. De saber bien el valor que tiene el momento que está viviendo, lo difícil que ha resultado llegar hasta ahí. De tener claro las veces que, consciente o inconscientemente, le ha hecho algún regate al destino. Junto a él descansan su bastón y su sombrero. Ninguno de los tres tiene prisa. Ninguna prisa. Aquí dentro, nosotros tampoco la tenemos. No la tiene Austin. No la tengo yo. Y tú tampoco…

 

Harvey Townshend (Albert Lea, Minnesota, 1971) aprende, con apenas cinco años, a tocar de oído Red River Valley en una flauta Honner de madera de cedro. Este hecho, junto con el de no ser capaz de mantenerse erguido sobre unos patines, marca el devenir de buena parte de su infancia y adolescencia. Superada la educación secundaria, marcha a Boston y consigue una licenciatura en Literatura Inglesa por la Universidad de Massachusetts, tras la que pasa de puntillas por diversos trabajos de dudosa proyección, hasta verse envuelto en un escabroso suceso que no viene al caso. Hastiado de caminar sin dejar huella, decide regresar a su pueblo natal para establecerse de manera definitiva en la casa que perteneció a sus abuelos, no sin antes despedirse de la realidad underground, junto con Dean Moriarty, en un viaje de costa a costa del país, atravesando la práctica totalidad de estados norteamericanos. Es en el trascurso del mismo donde se inicia en el mundo de los viajes astrales. Su carrera literaria, totalmente inédita, comienza a tomar forma precisamente en uno de esos desplazamientos incorpóreos, tras conocer a Javier Tortosa (España), persona afín a Harvey en devociones e inquietudes. Después de varios encuentros astrales, en los que terminan forjando una entrañable y confidente amistad, ambos reconocen sus limitaciones como literatos de manera individual y sellan un acuerdo tácito por medio del cual Harvey trasladará sus ideas y experiencias a la tinta y al papel de su alter ego en el otro lado del charco. Trazos en falso (2017, Boria Ediciones) y el presente Here’s looking at you son el resultado del citado acuerdo hasta la fecha.