No sorprende a nadie que, al ir sacando de la hemeroteca textos de grandes autores, como es el caso del notabilísimo Martín Cerda, vayan apareciendo joyas que supieron vislumbrar muchos de los grandes asuntos de nuestro tiempo. Por ejemplo, esta filosofía de las pantuflas ahora que vivimos casi todos entre cuatro paredes, sin vestir otra cosa que pijamas y con todo el tiempo del mundo para pensar si conseguimos mantener la cabeza fría…

 

No se inquiete lector, no pretendo apurarle una broma.

Carezco, por desgracia, de toda vena humorística. Tanto que, de poderla adquirir en plaza, le compraría parte de su sobrante a Aquiles Nazoa, o, también, a Felipe Massiani, dos burlones irremediables, felizmente para la salud de las letras venezolanas.

Pero, en realidad, esta notícula, lleva otro camino.

Según leo en una de las últimas entregas de Arts, Francia “es el más grande productor, exportador y, a la vez, consumidor de pantuflas de todo el mundo”. Esta estimación estadística –basada en cifras oficiales– ha inspirado, a Robert Sabatier, unas reflexiones “en defensa de las pantuflas”.

Queda, pues, aclarado el título.

No existe –según Sabatier– hombre más pacífico “que el hombre en pantuflas”. “Reemplacémosles –añade– las botas por tibias chinelas a los conquistadores, y su comportamiento será completamente diferente”.

Esta apreciación debiera ponerse a prueba.

Extraña que Sabatier no haya pensado en recomendar el uso de las pantuflas para solucionar los problemas “plásticos” o no plásticos que vive Francia. Sería una buena fórmula para arreglar los problemas políticos franceses: la O.A.S., la Policía, los “Paras”, los grupos anti-O.A.S., todos en pantuflas.

En vez de esto, Sabatier hace literatura sobre las pantuflas. Posiblemente a la sombra de Diderot, recuerda los distintos vocablos franceses derivados del doméstico utensilio. De este modo recoje el verbo “pantoufler”, las expresiones “vieux pantouflier”, “phênomene pantouflage”, etc., son, en rigor, intraducible.

Un alemán hubiese sido más práctico.

De haber sido discípulo de Max Weber hubiese propuesto un docto opúsculo, acaso un mamotreto, con el título aproximado de “Las pantuflas como instrumento de pedagogía política”, que, posiblemente, hubiese cambiado ciertos hábitos políticos de su pueblo y otros pueblos algo “temperados”.

Es posible –que de cierta la apreciación de Sabatier– al tener los pies calientes, resolvamos nuestros problemas con la cabeza en frío.

Es posible, ¿no es cierto?

 

Nota literaria fechada el 1º de marzo de 1962, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón