La semana que viene llega a las librerías uno de los acontecimientos editoriales del otoño: la primera reedición, más de noventa años después, de un libro perdido de uno de los grandes narradores españoles del siglo pasado: Ramón J. Sender. Publicado en 1931 por la editorial madrileña Zeus, El Verbo se hizo sexo (Teresa de Jesús), es una novela que, como señaló el autor en el prólogo, no pretendía ser una biografía al uso de la escritora y santa abulense. El libro conoció ese mismo año una segunda edición, en la que el único cambio con respecto a la primera fue la ilustración de la cubierta. La novela no se reeditó en vida de Sender, quien en 1967 volvió a publicar un libro protagonizado por santa Teresa, Tres novelas teresianas, una colección de novelas cortas. Ahora reaparece en las librerías con el texto fijado por el editor de Contraseña y especialista en la obra de Sender Alfonso Castán y acompañada de un prólogo de Cristina Morales, una de las autoras más pujantes de la literatura española que se ha acercado en varias ocasiones a la obra de Teresa de Jesús. Es un enorme placer para nosotros poder compartir con nuestros inquietos lectores el inicio de esta novela, con la confianza de que correrán a hacerse con el libro ansiosos de completar su lectura.
Bodegón morisco
Bajo el signo de Carlos V la ciudad dormita soñando herejías. Los nobles viven del botín de la Reconquista y de lo que se garbeó también en Flandes e Italia. Una parte del pueblo, la que aspira a la nobleza, se sustenta con migajas de los caballeros. La otra, con el comercio de los telares, que da más provecho y que a ciertas horas puebla la morería de opacos rumores. Las calles tienen la distinción de grabado flamenco, que les da el haber pasado por ellas los infantes de casi todos los reyes. Lo malo es el cielo, bajo y espeso como un toldo. Corre con la prosa de Roldán y el romance de don Gaiferos un tremor de impaciencia que hace de la ciudad un estanque repujado bajo el viento. Hay prisa en los gestos, en las palabras. El aire del Renacimiento da unas ganas atroces de vivir; pero esa voluptuosidad crece aun merced al espectáculo de los autos de fe, que desmoraliza con un sucio deleite metafísico.
Nadie se conmueve ante palabras de contenido dramático: profanación, crimen, sacrilegio. Hay una violencia vital formidable, pero no deja de ser culta y biencriada. En un plano inferior se desenvuelve y late el trabajo silenciosamente. Trabajan los moriscos. Gracias a ellos y a los judíos que aún quedan puede vivir España y sostener su pomposo tren. Lo de Oriente y Flandes, lo de Italia e Indias es un lujo que el país se permite porque moriscos y judíos crean el fondo de la hacienda nacional. Los telares de Ávila no funcionan. Es día festivo y la nobleza lleva su contribución de penachos y cascos al duque de Granada, que va contra el francés. Bajo el cielo turbio pasan y vuelven a pasar las golondrinas. Más allá de las murallas hay remolinos negros y aletazos de cuervo sobre medio torso humano clavado en un palo para escarmiento. El cielo se comba; una ráfaga de viento lo agita y disgrega en grandes hinchazones y comienzan a sonar las campanas de la catedral.
1
Si no fuera por la puertecilla que se abre en uno de sus costados, la taberna podría confundirse con un matacán del viejo castillo que sirvió de base a las volutas y a las agujas de piedra de la catedral. Dos frailes, bajo sus cogullas, asoman las narices luminosas del buen bebedor. Avanzan, se consultan, retroceden, y uno, por fin, se acerca a la puerta.
Surge un rostro macilento sobre la ropilla negra del licenciado. Don Pedro de Cepeda, flaco, de ojos vivos, con una resistencia íntima contra su propio cinismo, que nunca sabe a dónde le llevará. Le molesta hablar con esos tipos mixtos de fraile y de mendigo, uno de los cuales explica con voz gangosa:
—Venimos a ver si habéis terminado los gozos de santa Quiteria.
Don Pedro se ladea el bonete, contrariado.
—Volved esta tarde.
El fraile más alto habla con las piernas abiertas, las manos cruzadas sobre el estómago.
—Tanta prisa no corren; pero vengo a deciros que los compongáis empleando palabras finas y que inciten a dar grandes voces.
—¿Palabras finas?
—Sí, como terrenal y mundanal.
El otro interviene de pronto. Su seriedad se abre en una sonrisa blanda:
—La mosca llega trompicando que es una bendición de Dios. Eso de terrenal ponedlo también en la oración del manco pecador, que tengo ya sacada una música que provoca al baile.
—Esa música la saqué yo, don Pedro —interrumpe el compañero—. La, ra, la, la. La, ra, la, la, la. Ahí van cuatro reales a cuenta. La, ra, la.
Baila discretamente, evitando la atención de los que pasan. Suenan sus chanclas sobre el canto rodado. Don Pedro regatea y el fraile, sin dejar de bailar, dice que no da más. El licenciado Cepeda pide ocho reales y el fraile acaba por darle siete.
Recelan de Abenrais, el tabernero. Confían en don Pedro; pero como saben que este los desprecia, no las tienen todas consigo. Por eso, cuando llega Abenrais con las de Caín, hacen un movimiento de retroceso. Abenrais, por su parte, se inclina hacia don Pedro y justifica la precaución preguntando:
—¿Les corto las orejas?
—¿A quiénes?
—Si yo no puedo cortarle las orejas a un clérigo, ¿se puede saber qué hago en Ávila?
Acuden tres moriscos más por una escalerilla interior y se abalanzan sobre los frailes, que huyen con su nariz roja al frente, como cigüeñas. Don Pedro se interpone.
—¿Se puede saber para qué queréis sus orejas?
—Colgadas con una cuerda dentro del tonel dan al vino un punto de kirieleisón.
Los moriscos quedan alineados en el fondo. Plano de luz que corta dentro de la taberna el tiempo de Jesús y el de Mahoma. Se puede leer en él la fecha arábiga en números romanos. Abenrais sale a la puerta y vigila a los frailes, que ya, sosegados, se encaminan a la catedral. Don Pedro se deja caer en la estera con los siete reales en la mano. Los contempla y ensaya mentalmente la oración del manco pecador, que no sale con facilidad. Tiene licencias de Salamanca. Ha podido enrolarse bajo las banderas del emperador. Un porvenir brillante que no sabe aún si le huye por fatal y oscuro destino o si lo desdeña por un imperativo de conciencia. Del fondo llega una voz solemne. ¿Cuál de los moriscos habla? ¿Son acaso los tres?
—¿Y vuestro primo don Diego? No hay que olvidarlo tampoco. Una oreja de letrado vale por dos de clérigo. Nos quitó la finca de Almorávides para los dominicos. ¡Cómo me afligen a mí estas cosas! ¡El hideputa quería que nos bautizáramos!
—Si me la devuelven a mí —dice don Pedro sin demasiada fe— la labraréis vosotros.
—No te la volverán.
Don Pedro insiste:
—La justicia de Dios es una.
—¿Qué otros elementos tenéis?
—Un papel en el que se muestra mi derecho. Me acompaña toda la razón humana y divina.
—Malo es tener demasiada razón.
Los moriscos se burlan para sus adentros. Saben que don Pedro no los quiere, pero su compañía los ennoblece. «Hidalgo ful; la olla vacía y el coleto roto». Don Pedro lo advierte en la opacidad del silencio. El licenciado está con los moriscos porque busca en ellos una adhesión moral. También, porque sabe que hiere los sentimientos de la nobleza de Ávila. Sus reflexiones se encadenan, se enlazan, cada vez son más y más vertiginosas. Ahora mismo destruiría, si pudiera, todo su pasado; se aniquilaría a sí mismo y quemaría vivos a los moriscos.
—Labraréis mis tierras si las recupero; pero os lanzaré el mendrugo a la cara y os lo haré sudar al sol.
Los moriscos ríen con disimulo, pero uno hace oír su voz de hombre sin cuajar:
—Don Pedro, yo os seré fiel hasta la muerte.
El licenciado pregunta a Abenrais dónde está Ezequiel.
—Aún no ha venido. El pan de Abenrais se le va a indigestar —coge un palo que oculta a su espalda y se asoma a la calle llamando con dulzura—. Ezequiel, hijo mío. ¿Dónde estás, Ezequiel? ¿No quieres echar un vaso con el señor obispo?
A través de la puerta entra la mañana de Ávila con esa luz cambiante de nácar que hace pensar que han tapado el cielo con papeles impregnados en aceite.
—¡Le ilaha ille Allah!
Don Pedro reacciona con viveza.
—¡Estúpidos! Le ilaha ille Allah, y luego vendiendo vino. Todo está así. Los moriscos no lo son; los judíos reniegan de su fe. Los caballeros se matan en la guerra para que los clérigos se refocilen en la paz, y Carlos V, en nombre de Dios, prende al papa. ¡Estúpidos!
Por la puerta asoma Ezequiel. Sotana semítica en los hombros puntiagudos y estrechos. Pecho hundido, que justifica el asma y la pequeña joroba negra. Una viveza descoyuntada, de simio. Abenrais se le acerca con el palo a la espalda, y el judío, acostumbrado a los golpes, lo advierte en seguida, retrocede un paso y muestra una alcuza de lata.
—Ojo, que vengo por vino y me voy. Abenrais se escupe en la mano.
—Ven aquí, hijo mío, perro de Moisés.
—¡Que le doy con la alcuza! Pero yo no quiero jaleos —rectifica—. Póngame dos cuartos de vino de capellán mayor, que ahora tengo dineros y me podré emborrachar como un caballero.
Y añade, evitando una embestida de Abenrais:
—¡Cuidado, que esta mañana he recibido las sagradas aguas bautismales!
A Abenrais se le cae el palo de las manos. Don Pedro se levanta.
—¿Eres católico?
—Por la gracia de Dios lo soy desde esta mañana. Abenrais se le acerca con un aire amistoso.
—¿Ya comes tocino, gran marrano?
—¿Y a usted qué le importa? Póngame el vino y me marcho. Estoy de mandadero con el señor arcipreste.
2
Teresa ve el bodegón de Abenrais desde una de las ventanas de su cuarto. La otra da a la libre campiña de Ávila, y ahora se acoda en ella esperando a las dueñas, que han de acompañarla a la catedral. El cuarto se llena del rosa vivo de su traje, que devuelve la luz, teñida, a las paredes y al techo. Está abstraída en viejas escenas que vuelven mecánicamente a su imaginación.
Pasado el puente se abre la campiña de Ávila: primero, verde; luego, gris; más lejos, azul. Las crestas de Gredos cierran el horizonte. Una niña de siete años, con los ojos en la montaña, tiraba de la mano a su hermano menor:
—Pasada la montaña nos cogerá Ben Aljatar Solimán y nos preguntará: «¿Sois cristianos?». ¿Qué contestarás tú?
El niño callaba, precipitando su corto paso.
—¿Qué contestarás? Hay que contestar.
La luz ponía en el cuarzo del camino vivos destellos. Iban con una celeridad de personas mayores. El corazón de la niña rebosaba una audacia tierna y sentía en los celajes que filtraban el sol castillos donde las promesas se hacían luz. «¿Qué contestarás?». El niño se detuvo.
—Ya sé lo que contestaré.
Ella miró al cielo; volvió a mirar a las montañas y suspiró. El niño insistía:
—Ya sé lo que contestaré.
Lo veía vacilar y se dispuso a convencerle de nuevo.
—En el infierno hay sapos, culebras y unas tenazas ardiendo, con las que te cogerán. En el cielo hay confites, chirimías y pájaros. ¿Tú a dónde quieres ir, al cielo o al infierno?
Compungido, el niño, después de una corta duda, insistía:
—Yo quiero ir a casa.
La hermana, disgustada, volvió a seguir su camino, más despacio, dejando solo al pequeño.
—Yo, al cielo. Pasadas esas montañas Ben Aljatar nos cortará la cabeza de un tajo, ¡zas!, y oiremos música de ángeles y canciones, y Dios nos sentará en un trono de oro.
El chico la miraba, dudando. Teresica se detuvo y añadió:
—Estaremos allí para siempre, para siempre, para siempre.
Lo decía con tal convencimiento, apretando de tal modo sus labios infantiles, que el chico la siguió musitando también las mismas palabras, con los ojos cerrados:
—Para siempre, para siempre, para siempre.
Estremecidos por la idea de eternidad, repetían «para siempre» muchas veces y aceleraban el paso. Ese para siempre la conmueve hoy lo mismo que entonces, la transporta fuera del cerco de horas con el cual tropieza la imaginación. «Para siempre». Entonces le parecía una promesa maravillosa y hoy la espanta. Esa es toda la diferencia.
También recuerda que al día siguiente, avanzada la tarde, volvió al gran mamotreto amarillo donde se hablaba de la vida de los santos. Leía cosas sombrías y extraordinarias. Los hombres y las mujeres eran como castillos o montañas. La luz cedía; tenía que arrimarse a la ventana para seguir leyendo. A veces levantaba los ojos y miraba el duro paisaje con la naricilla pegada al cristal. La ventana caía sobre el corral, ya abandonado por las gallinas. Un perro gruñía en las bardas, desafiando sin duda a otro perro que no se podía divisar. Navegaban los vencejos en el crepúsculo. Una torre dio varias campanadas. Con la frente pegada a los cristales veía temblar los minutos fugitivos en la indecisión de las sombras, entre el rojo y el cárdeno que avanzaba por oriente. «La túnica de Jesús que se extiende y lo cubre todo», pensaba. Un silencio desolador se cernía sobre las colinas lejanas y los tejados próximos, azotados por el aire marceño. Teresica envidiaba a Cristo y esperaba y deseaba un Gólgota más duro. Pensaba en los santos con deseos de aventajarlos. También hubiese querido aventajar al mismo Cristo, sobre el cual tenía, a veces, objeciones que no se atrevía a sostener. Una de ellas era su vacilación en el huerto de los olivos. Lo consideraba flojo de ánimos, y cuando más le gustaba era cuando azotó a los mercaderes en el templo. Se estriaba la paz en el paso de las golondrinas y la seca rama del olivo pascual daba en las rejas un rumor metálico bajo el viento.
Hubo un suceso inesperado. Sintió Teresica una orla de oro en torno. El nimbo cerraba la curva sobre su pecho con un halo rojizo. Dispuesta a lo sobrenatural, nada le sorprendía. Retrocedió lentamente, llena el alma de paz, y, segura de que era un signo del cielo, se arrodilló. Entonces desapareció de su rostro la aureola y quedó delante, en el suelo, un amplio círculo de oro. ¿De dónde procedía la luz? ¿Quién la enviaba? El sol se había puesto. ¿Sería un milagro? Se levantó y fue a arrodillarse dentro del nimbo. De pronto, bajo un reposo absoluto, sin ideas ni sensaciones, volvió a sentirse ingrávida; sus ojos se entornaban. Abarcó la imaginación por sí sola, sin acicate de la voluntad, formas vagas y espacios radiantes. Se paralizó su vida orgánica y estuvo en relación con la de las cosas y las plantas. Recordándolo ahora, Teresa sonríe incrédula; pero las palabras de la infancia, para siempre, para siempre, la estremecen, lo mismo que entonces. Abre un devocionario, el que ha de llevar a la catedral. Hay una página iluminada con cielos estupendos y un niño Jesús que naufraga entre oro filado. «Como este niño era yo entonces». Ahora, no. Creía encontrarse más cerca de las heroínas de romance. «Para algo crece, se hermosea el rostro, se viste el brocado». Y era esto tan compatible con su fe que creía que Dios aplaudiría a las amadas de los libros de caballería, sintiéndose también extraordinario en ellas.
Llegan las dueñas tiesas y rígidas, con la sotabarba rubia bajo el mentón. Salen delante, perjurando que llevan en las rodillas sendos cilicios. Ríen felices de poder apoyar su indiferencia en la de los demás.
—Mientras no veamos lo que ocurre abajo bien está que aquí arriba nos vean doña Mencia Iriarte y doña Isabela López con nuestros brocados nuevos.
Ramón J. Sender empezó a escribir y a colaborar en prensa a temprana edad, y a los veintitrés años, tras su licenciamiento del Ejército, ingresó en la redacción del diario El Sol como redactor y corrector. En 1936 era uno de los escritores más prestigiosos del momento. Hasta entonces había publicado, entre otros títulos, las novelas Imán y Siete domingos rojos. En 1938 se exilió a Francia y en 1939 se embarcó hacia México, donde vivió hasta 1942. Este año se trasladó a los Estados Unidos, país en el que trabajó como profesor de literatura. Falleció el 16 de enero de 1982 en San Diego (California). Sus cenizas se esparcieron sobre el océano Pacífico, a miles de kilómetros de Chalamera, la pequeña localidad de la provincia de Huesca en la que había nacido el 3 de febrero de 1901. Cultivó todos los géneros literarios (novela, poesía, relato, ensayo, teatro, artículo periodístico, memorias), pero es la novela el género al que pertenecen sus creaciones más recordadas. De las más de sesenta que publicó se pueden destacar, además de las mencionadas anteriormente, Míster Witt en el Cantón, Epitalamio del prieto Trinidad, Crónica del alba (ciclo compuesto por nueve novelas al que da título la primera de ellas), El rey y la reina, El verdugo afable, Bizancio, El lugar de un hombre, Réquiem por un campesino español, La tesis de Nancy, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, El bandido adolescente o Las criaturas saturnianas.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero