Un viaje al país del esperanto [encerrado en un museo], un paseo por La Habana en busca del chiste que mató a un escritor decimonónico, el encuentro con el último hablante del híbrido lingüístico entre el romaní y el euskera, una visita a la taberna praguense que sirvió de escenario para el poema más desconcertante de Roque Dalton y un mcguffin escatológico para rescatar del olvido a un erudito del medievo son algunas de las misiones que Paco Inclán nos comparte en Dadas las circunstancias. En el nuevo libro de Paco Inclán que publica Jekyll & Jill cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia.

 

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Me preguntaron si siempre llegaba hasta el final
de las historias que empezaba.
Respondí que no.
—¿Y qué haces cuando te pasa?
—A veces lo cuento.

El erromintxela, se puede vivir sin saberlo, es la lengua que mezcla el euskera con el romaní que trajeron a cuestas los gitanos que, en el siglo XV, detuvieron su peregrinaje para afincarse en territorios vascos. La simbiosis del lenguaje nómada por antonomasia con el que permanece asentado en los mismos lugares desde su balbuceo originario. Supe de su existencia por un pequeño vocabulario que encontré en las estanterías de una biblioteca durante un paseo por el centro de Donostia. En su prólogo se aseguraba que el erromintxela había vivido sus años de esplendor, si es que los tuvo, a finales del siglo XIX. En el epílogo se mencionaban algunas referencias bibliográficas, como el considerado primer estudio serio sobre la lengua, el Vocabu­laire de la langue des Bohémiens habitant les pays basques fran­çais de Alexandre-Édouard Baudrimont, publicado en 1862 por la Académie Impériale des Sciences de Burdeos; una investigación de 1921 realizada por dos lingüistas apellidados Oyarbide y Berraondo, y un poema titulado Kama-goli, publicado a mediados del siglo pasado por el escritor Jon Mirande en su antología Poemak 19501966. Transcribí su primera estrofa sin saber lo que anotaba: «Hiretzat goli kherautzen dinat / erromeetako gazin mindroa / ene muirako mandro londoa / mol loloena ene khertsiman».

El erromintxela, averigüé después, padecía de tal deterioro que los lingüistas no se ponían de acuerdo. Había quienes lo consideraban una variante dialectal del euskera en peligro de extinción: «Apenas quedan restos», me aseguró Luis Carmona, hombre renacentista, euskaldún nacido en Tánger, vecino de Abe­txuko. Algunos lo daban por extinguido y otros lo trataban como una curiosidad, un mito o una forma criollizada (pidgin) del romaní barruntado con gramática del euskera. Había también quien contaba que el erromintxela había funcionado durante siglos como un pogadolecto secreto, tan secreto que quizás no hubiese existido, un código encriptado de quinientas palabras y quinientos hablantes, en su mayoría ancianos que habitaban pequeños pueblos de montaña en la región de Iparralde.

Pogadolecto, lo que quisiera decir eso.

 

NUDO

En la Casa de Andalucía de San Sebastián, santuario del flamenco, híbrido eusko-andaluz en el barrio de Amara, me hablaron una noche de un tal Goyo, un pintor, «payo y euskaldún», que lo había aprendido durante el tiempo que pasó en un municipio cercano a Hendaya. «Hablaba un erromintxela primitivo, ese que ya no entiende nadie. Quería recoger expresiones en un diccionario ilustrado antes de que desapareciese del todo», me contaron. «Yo podría editárselo», pensé. Goyo había residido unos años en Donostia, luego desapareció del mapa, las cosas no le salieron como esperaba. «A mí tampoco», les confesé. Regresó solo una vez, quería exponer sus cuadros, aquello no fraguó, fue la última ocasión en que lo vieron. Me mostraron una fotografía en la que iba disfrazado de oso, carnavales de Tolosa, 1997 y todo eso. Hace poco supieron que vivía aislado en una casa en las montañas, a las afueras de Llodio, «a las afueras de todo», decisión que no les extrañó: «Tenía problemas», me apuntaron escuetos. Era diciembre, actuación de unos cantaores de Barakaldo, guirnaldas, retratos de Camarón de la Isla, fotografías de cuando los visitó el presidente de la Junta, banderines del Betis y del Sevilla, guitarras colgadas en la pared, castañuelas, sillas, muchas sillas de enea, aforo completo, trasiego de gente. Cenamos potaje de garbanzos. «Los erromintxelas son vascos gitanos; nosotros, gitanos vascos. Pa’que me entienda: ellos dicen epa cuando nosotros decimos ole». Pasada la medianoche, una ambulancia, un indispuesto, «olvídalo, el erromintxela ha muerto», un tipo que afirmaba estar de permiso me invitó a dormir en su casa bajo amenaza de asesinarme si me acostaba con su novia, «¿una lengua con un hablante es todavía una lengua?», bertsolaris recitando coplas, palmeros de Hondarribia, mi anfitrión se llamaba Antonio, gitano de Pasaia, técnico de programas de sensibilización en ikastolas. Viejas promesas incumplidas —«ya nunca beberé tanto»— sobre un puente en la desembocadura del Urumea. Golpes de mar contra las rocas.

Al mediodía siguiente, mientras arrojaba los garbanzos, recordaría: una lengua que quizás no existiera, un diccionario ilustrado, las afueras de Llodio, las afueras de todo. Goyo.

Tiré de la cadena. No sabía hacia dónde iba, pero sabía cómo se llegaba.

 

DESENLACE

Cuando soñaba con entrevistar al último hablante de una len­gua me imaginaba haciéndolo en el interior del Amazonas o en una remota aldea china fronteriza con Mongo­lia. Sin embargo, sueños menguantes, mi búsqueda me ha dirigido a Llodio, segundo municipio de Araba, hacia donde he salido esta mañana desde Donostia, ciudad en la que resido por razones que solo servirían para añadir mayor confusión al relato. Nada más entrar en su término municipal he detenido mi furgoneta ante un señor mayor con txapela negra que camina por el arcén derecho de la carretera. Le pre­gunto por un tal Goyo, un pintor, no dispongo de más datos. No sabe quién es. Le digo que pudiera tratarse de un hombre que des­de hace tiempo vive aislado a las afueras de Llodio. Conoce a un vecino de la zona que le encaja en tan sucinta descripción, se ofrece a llevarme, le viene de paso; en el mundo hay gente —están por todos lados— que prefiere mandarte a cualquier lugar antes que reconocer que no tienen ni idea de lo que les estás preguntando. ¡Cuánto bien que hacen a las derivas sin rum­bo ni sentido!

Josu, dice que se llama Josu, se ha subido a mi furgoneta con tanta naturalidad que no me ha parecido extraño que se haya prestado a guiarme desde el asiento del copiloto. A ­veces hay que dejarse arrastrar por estos golpes del destino, sobre todo cuando no hay alternativa: me agarro a un clavo ardiendo, dejo mi misión en la intuición de un desconocido. Tomamos un desvío que nos lleva a una carretera secundaria. Una señal anuncia una sidrería a tres kilómetros, más adelante otra nos avisa de que estamos saliendo del término municipal de Llodio, lo cual me descoloca un poco. Mi inesperado guía me dice que el «dizque Goyo», al que describe como «un tipo raro», no se relaciona con nadie del entorno. Él se lo ha cruzado alguna vez por los caminos pero jamás han conversado. Me pregunta por qué quiero localizarlo. Le cuento que me han dicho que pudiera ser el último hablante de una lengua, una información que él desconocía aunque no le ha sorprendido: «Ya te digo que es muy raro», recalca. No se preocupa por saber de qué lengua le estoy hablando, lo cual me hace cuestionarme el grado de interés que tiene venir a las afueras de todo en busca de los estertores del erromintxela, su último aliento. Suenan The Pogues en la radio.

«Ahí, ahí, para aquí, es allí», grita. Aparcamos a un lado de la carretera, en un claro que se abre en la inmensidad del bosque. Hay un cartel que indica el principio de una vía de senderismo y una roca con un mensaje pintado con espray blanco: «Hemen hasten da Espainia». El ambiente es frío, una capa de niebla difumina el paisaje, cuya estampa recuerda a un anuncio publicitario de una marca de lácteos. Del otro lado de la carretera se divisa un techo en la parte alta del monte. «Es allí arriba», me confirma mi guía antes de despedirse, cual personaje de Pedro Páramo entre hayedos vascos. Le deseo ongi ibili [buen camino], él me dice que vaya con cuidado. Abro la guantera, cojo la grabadora, con la esperanza de registrar ­algunas expresiones en erromintxela, mi modesta contribución al estudio de las lenguas muertas o moribundas, aunque no tengo muy claro qué haré después con el material recopilado. Ya vería luego.

Camino por un estrecho sendero flanqueado por más árboles, creo que son robles. Comienza a llover, mis zapatillas aplastan las hojas caídas acumuladas en el sendero; chaf chaf. Pongo fondo musical a la escena con los sonidos descompasa­dos de una banda de tambores y trompetas; necesito de ese empuje, aunque sea imaginario. Si muriese ahora —si me partiera un rayo—, nadie sospecharía que mis últimos pasos estuvieron relacionados con un híbrido lingüístico entre el romaní y el euskera. Maldigo no haber acometido una investigación más ortodoxa: citarme con las fuentes, consultar bibliografía, asistir a algún congreso. La lluvia aumenta en intensidad, escucho unos ladridos. ¿Qué hago aquí, chopado, enfangado, cascarria en los zapatos, en desorientada búsqueda del hablante de una lengua que está a punto de extinguirse si es que no lo hubiera hecho ya? «Te jodes, no haber venido», me azoto.

Trato de templar mis ánimos. Puede que Goyo, o quien fuere, se muestre afable, congratulado por mi interés por el erromintxela, al que se habría dedicado con esmero, dispuesto a compartir sus secretos con un interlocutor que, por fin, quiere escucharlos. Puede que, mientras me los cuente, me invite a secarme los pies mojados frente a la fogata de su chimenea, me ofrezca un zurito o un café con unas pastas de chocolate, puede que me traduzca los versos de Mirande y me muestre los bocetos de su diccionario ilustrado. Puede que lleguemos a un primer acuerdo verbal para publicárselo. Puede.

Hacía ya un rato que había perdido la referencia del techo de la casa cuando, en el sendero, un señor de unos sesenta y tantos me ha salido al paso. Porte atlético, delgado, fibroso. Calza sandalias, pantalones sucios, desaliñado, aunque es pronto para juzgarlo: quizás haya salido precipitado de su hogar, alertado por sus perros de la presencia de un extraño en sus dominios. Lleva una gorra con el escudo deshilachado del Athletic y un sonajero en el bolsillo de su camisa a cuadros. «Nora zoaz?», me pregunta con tono amenazante, amenazado. No esperaba encontrármelo en el camino. Entiendo que me toca a mí mantener la calma, no añadir tensión a la escena. Se quita la gorra para frotarse su testa sin pelo, un ademán que le res­ta fiereza a su aspecto adusto, severo. Es Goyo, me convenzo de ello, aunque no podría asegurarlo: necesitaría verlo disfrazado de oso. La lluvia, intensa, sigue cayendo. Tengo las gafas empapadas, el ceño arrugado.

—Vengo por lo del erromintxela —le cuento precipitado. Error: en estos casos es fundamental explicarse con claridad. Estoy nervioso.

Zer?

—¿Es usted Goyo? Me han dicho que lo habla… en la Casa de Andalucía.

Espero de su parte un gesto condescendiente para que lo acompañe a resguardarnos del aguacero, ya se sabe lo que se dice de los vascos: que lo complicado es el primer contacto. Sin embargo, me observa desafiante antes de darse media vuelta profiriendo una sarta de exabruptos en euskera, quizás entremezclados con restos de erromintxela; imposible descifrarlo. Por lo poco que entiendo —«bakea»— intuyo que me está pidiendo que lo deje en paz. Lo veo alejarse —su caminar es raro, como escaldado— hasta que su figura se pierde entre el espesor del sendero. Debería seguirlo, sonsacarle el ­nombre, tratar de ­convencerlo, como ya hice en otras ocasiones con interlocutores reacios al diálogo. Pero esta vez me quedo inerte, helado, sin fuerzas para acudir al rescate de una lengua, o lo que ­fuere, que agoniza en la mente de, quién sabe, su último usuario. «Olvídalo, el erromintxela ha muerto», recuerdo. Qué ­ingenuo fue pensar que su final sería festejado.

A lo lejos, el agitado ladrar de unos perros. Debería marcharme, me estoy mojando.

 

Paco Inclán  nació en València en 1975. Imparte talleres de creatividad literaria en bibliotecas, librerías y centros culturales, y clases de español a personas migrantes y refugiadas. Autor de los libros Incertidumbre (Jekyll & Jill, 2016), Tantas mentiras (Jekyll & Jill, 2015) y La vida póstuma (Fides, 2008). Editor de la revista de arte y pensamiento Bostezo (2008-2018) y de la Guía gastronómica de la València migrante (Cocinas Migrantes, 2019). Coordinador del grupo de lectura de Bombas Gens Centre d’Art. Ha realizado proyectos de cooperación cultural en la isla de Bioko, el archipiélago de Chiloé y la frontera colombo-ecuatoriana. Residencias artísticas en California (Montalvo Arts Center), Vigo (Campo Adentro) y Granada (Al Raso). Colaborador de Catacumba Film Festival, Ebru Valencia y la feria de editoriales independientes Liberisliber.
Su web es www.pacoinclan.com