Publicada en 2016 en Argentina, la reedición española de Las Afueras, sirve para volver a un libro que, lejos de desdibujarse con el paso del tiempo, va adquiriendo una materialidad y relieve en la memoria poco frecuente entre la narrativa actual. Mariana Travacio no escribe, cincela sus historias, y eso es algo que facilita su fijación frente a lo efímero de tantas otras.

 

Recuerdo haber leído Como si existiese el perdón en dos sentadas. Dos días seguidos, en unas escapadas a dos bares en los que junto a unos cafés y un poco de tabaco devoré, literalmente, la novela de Mariana Travacio. Y la desconfianza me hizo dejar el libro, o más exactamente su lectura, en capilla, como quien dice, para dejar que reposara y esperar a ver qué había quedado en mí de esa historia, de esas voces, de la particularidad de su escritura.

Por eso, antes de ponerme a escribir sobre el libro, una novela que sigue aferrada a mi memoria y por lo que finalmente he decidido no postergar más la escritura de estas líneas, y ojo, eso ya es un elogio nada disimulado a la hora de hablar de un libro hoy en día, donde el trasiego en las mesas de novedades y lo banal de la mayoría de los lanzamientos que las pueblan hace que casi sean intercambiables entre sí y, más deprimente si cabe, que uno pueda leerlas mil veces porque nada de lo que se nos cuenta en sus páginas se queda fijado en nuestro recuerdo. Antes de escribir, decía, me he tomado la molestia de repasar un poco con la ayuda de internet la recepción que ha tenido el libro, tanto cuando se editó en 2016 en Argentina como la reciente edición española de Las afueras.

Lo primero que me ha llamado la atención es la escasez de textos cuando esperaba encontrar muchísimos. Tras pensar en ello unos pocos segundos he llegado a una rápida, y creo que certera, conclusión: escribir sobre la novela de Travacio es complicado. Lo que debe ser dicho sobre ella está ya en la propia novela, y como suele suceder con la buena literatura se corre el riesgo de no ir más allá de la mera paráfrasis, o peor aún, de caer en la parodia: no hacer otra cosa que decir lo que ya dijo la autora, pero decirlo peor, decirlo de modo más fútil, más prescindible, más innecesario. Y, si uno ya se da cuenta cuando comienza a escribir que eso es algo no requerido, ¿para qué escribirlo? La otra opción es ejercer la crítica tal y como la desean hoy los editores, los libreros, los que se dedican a la industria del libro: como mera recomendación de consumidor. Entrar en Goodreads o cualquier otra red social más o menos superficial y darle al libro cinco estrellas, o siete o nueve, o las que sean la máxima calificación posible. Convertirse en un «consumidor satisfecho» que corre a valorar su compra en la tienda online cuando llega el correo electrónico donde se le invita a hacerlo. «A mí me gustó, pasé un par de horas estupendas con la novela de Mariana Travacio, qué historia tan contundente sobre la muerte y la culpa». Y las estrellitas. Todos contentos. Imagino. A los que nos sabe mal rematar un libro con dos frases de asociación de consumidores, quizás porque escribimos y sabemos lo complicado que es construir una novela como esta, nos revienta esa simplificación del acto lector, que reduce un objeto cultural a mero objeto reemplazable de consumo. ¿Realmente eso es todo lo que puedes decir de una novela que, por lo que se da a entender, te ha gustado tanto? Es triste, es chabacano.

Lo que también me ha llamado la atención es que casi todos los acercamientos a la novela sean externos a lo que esta propone. Me explico: muchos de los textos que he encontrado destacan el género, genital, de su autora. El hecho de que sea mujer: una más de las buenas novelas que las autoras argentinas están entregando a los lectores. Vuelvo a repasar el libro, buscando lo que tiene de femenino, si es que haya algo así como una literatura femenina, o intento entender la relevancia de la genitalidad de la persona que lo ha escrito. ¿Sería Como si existiese el perdón un libro mejor o peor de haberlo escrito un hombre? Me aventuraré a pensar que el libro, como tal, seguiría siendo bueno, como es, y que hasta es posible que de estar firmado por «Mariano» Travacio sería igualmente elogiable. Pero, más importante aún, nada de todo esto tiene que ver con el libro. Ni lo que se narra es masculino o femenino, ni el cómo se narra me parece a mí que esté relacionado con un modo de ver la realidad que pueda ser adscrito a alguno de los ¿dos? géneros. Reducir una novela como esta a algo tan burdo me resulta molesto, la verdad. Y he sentido una profunda desazón al leer textos donde la única excusa para hablar del libro pasaba por que Travacio sea una mujer. Da mucha pereza leer cosas así.

El otro acercamiento que me ha resultado llamativo es que se hable de esta novela como un western. Más allá de subrayar algo que uno lleva muchos años repitiendo: que a día de hoy se han invertido los flujos de influencia y retroalimentación entre el audiovisual y la literatura, y leemos libros con la deformación de los que han asimilado la idea de narración a través de películas o series, que no es algo que pueda ser soslayado sin más, porque uno de los motivos de la previsibilidad y falta de riesgo de buena parte de la narrativa de hoy tiene que ver con eso, con que no hace más que repetir los patrones narrativos del cine comercial, ni siquiera del más experimental o artístico, y, peor aún, los de las series televisivas, que se ofrecen al público como la vanguardia o la excelencia de la narración contemporánea cuando son de una docilidad y simplicidad pasmosas en el 99,9% de los casos. Más allá de ese sometimiento de los conceptos literarios a los audiovisuales, me llama la atención también la sumisión cultural que nos lleva a ver western en todas partes. El Quijote será un western dentro de poco y lo será el mundo de Rulfo, que sí tiene mucho más que ver con la novela de Travacio como nos recuerdan los paratextos del libro, toda la literatura gauchesca será un western porque es literatura de frontera, y la Odisea lo será también, como lo ha de ser con el tiempo la Ilíada. Otra vez se ha invertido la lógica y nos vemos inmersos en el absurdo. El western, como es obvio, reutilizó todas las posibilidades desarrolladas por la narración antes de su aparición. Y se las apropió cuando cayeron en manos de buenos artistas. Pero de ahí a invertirlo todo va un trecho. Como recordaba Piglia, lo revolucionario del policial era que no se trataba de un género, sino de un enfoque, todo es susceptible de ser encajado en la estructura de un policial. El western es justo lo contrario: es un escenario, unos personajes, donde puede encajar cualquier historia. Pero nada más. Y hacer lo contrario, considerar el western como un modelo narrativo y no como una envoltura, lleva a muchos dislates. Las historias de cautivas son muy anteriores a The Searchers (Centauros del desierto en algunas latitudes), e incluso a la gauchesca, porque están ya referidas en el romancero. Considerar que una historia de cautivas es western es poner en evidencia la escasez de referentes culturales desde los que se opina. Poco más.

En realidad, lo que Travacio ha escrito en Como si existiese el perdón es una payada, un poema gauchesco, pero que carece de musicalidad. La sequedad del estilo que Travacio eligió para esta novela es lo que más llama la atención cuando se transita por sus páginas. Todo narrado con la tipología de la oralidad pero sin ser coloquial, con la estructura del poema gauchesco pero sin sombra de la guitarra ni de la improvisación de la payada. Hay, de hecho, una guitarra en la narración, se representa el escenario en que estas narraciones nacieron, pero, del mismo modo que en la novela se coarta la música, aunque por motivos bien distintos, en la novela se escoge la sequedad y el silencio. Y eso, además de una posible consecuencia de las preferencias personales de la autora –he leído o escuchado que no oye música, que está ya saturada de ella y que el silencio de la lectura y de la escritura es lo que pretende trasladar en su creación, y todo eso lo ejemplifica con una muy buena cita de Pascal Quignard, ¿es posible que haya una cita de Quignard poco pertinente?–, tiene mucho que ver con la coherencia, la trabazón entre el escenario y el modo en que se vehicula la narración. La pampa, plana, eterna, barroca y portátil como la ha definido Aira con su capacidad para la paradoja, es, ante todo, silenciosa. Todo lo que aquí se narra, que está intencionadamente desterritorializado pero que es netamente reconocible en sus referentes, transcurre, o transcurriría, en silencio. Y la narración, los hechos que se ofrecen al lector, serían las mismas puñaladas que quiebran ese silencio, que lo violentan, precisamente para contar una historia de muerte, culpa e imposibilidad de redención. Por eso los motivos se callan, las explicaciones sobran, y cualquier palabra de más parece más un demérito que otra cosa. Aquí todo lo que se dice está medido, como en los poemas gauchescos, pero en vez de pretender rellenar con música el silencio del entorno, aquí es el silencio quien manda, y por eso impone las palabras contadas, imprescindibles, para narrar lo que debe ser contado.

Si un mérito destaca por encima de los muchos que tiene la novela de Travacio, es el de que no le sobra una sola palabra. Está todo tensado y cuidado para que el lector sepa, estrictamente, lo que necesita saber. No lo que querría saber o que piensa que podría haber sido contado. No, como en un viaje por la pampa, se lleva lo justo para no agotar al caballo. Porque, y es esa la última de las consideraciones sobre el libro que compartiré con ustedes, en esta novela todo sucede en las afueras, en la intemperie. Pasan cosas bajo techo, claro que sí, pero pareciera que esas paredes, esos muros, no existieran. Uno de los más fascinantes trucos que pone en juego Travacio es que todo parece suceder a campo abierto, donde las palabras se pierden y por eso nadie las profiere, donde todos pueden ser vistos y escuchados y por eso se reservan sus pensamientos y sus palabras.

No voy a repasar la trama de Como si existiese el perdón, ni voy a inventariar los ejes temáticos y simbólicos que encontrará sin dificultad el lector que se sumerja en ella. Me parece poco atinado envolver con palabrería y retórica una historia que ha elegido ser austera. Travacio la ha compuesto con las palabras exactas, y de ese modo la tengo grabada en mi cerebro.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.